Revista Arte

Chile: el otro terremoto

Por Avellanal

En miles de conferencias, por parte de organismos internacionales, de reputados economistas o de analistas políticos como Mario Vargas Llosa, Chile era presentada hasta hace poco menos de un mes, como el ejemplo del éxito en América Latina. Si uno paseaba por las coquetas avenidas de Santiago, apreciaba los edificios de vanguardia desfilando en el horizonte, o se cruzaba en cada esquina con un parque automotor lujoso y renovado, le daba crédito a estos gurúes de aquí y allá. Si analizaba las cifras de la economía chilena en los últimos tiempos, números que confirmaban la pujanza y prosperidad de un país próximo a ingresar al “primer mundo”, cabía pensar que estábamos ante la Noruega latinoamericana, larga ínsula paradisíaca en medio de una región ensimismada en sus diferencias.

Sin embargo, el terremoto del pasado 27 de febrero y sus sucesivas réplicas, desnudaron para el exterior el rostro enmascarado de un país literalmente partido en dos, la basura escondida con prolijidad debajo de la alfombra salió a la luz por las cámaras de la CNN para todo el mundo. La inconformidad y el descontento de un sector importante de la población, cuya exteriorización por fin cruzó las fronteras, contrasta a las claras con el crecimiento sostenido del producto interno bruto que experimenta Chile desde hace mucho años. El devastador movimiento telúrico y las imágenes posteriores de poblaciones rurales jaqueadas por la desidia estatal y la pobreza, demostraron que el desarrollo y los estándares de vida nórdicos ni por asomo alcanzaron al grueso de la ciudadanía.

Por un lado, la floreciente metrópoli santiagueña y sus modernos rascacielos que resistieron sin problemas el sismo, y por el otro, los saqueos de comercios y de domicilios particulares en el sur del país, donde comerciantes inescrupulosos, lucrando con la tragedia, aprovecharon la desesperación y la lenta reacción del Estado, para aumentar desorbitadamente los precios de insumos básicos. La “civilización” contrastada con la “barbarie”.

Pese a ser invitado a la exclusiva Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), a sus más de veinte tratados de libre comercio, a los constantes elogios provenientes de Washington y del FMI, a sus millonarias reservas almacenadas, pareciera ser que la grieta más profunda que se ha abierto a lo largo del territorio chileno no es aquella causada por el movimiento sísmico, sino la provocada por los escandalosos índices de inequidad social. En una entrevista concedida al diario “La Nación”, el sacerdote Alfonso Baeza, afirmó: Hemos promovido una sociedad individualista en la cual se privilegia el éxito económico. Chile es un negocio; Chile es un gran shopping de la desigualdad. Según el último informe de desarrollo humano de la ONU, la nación trasandina se ubica en el puesto 110 de la lista de países por igualdad de ingreso, por debajo de Nigeria, El Salvador o Bolivia.

Cuando recorrí los pintorescos pueblos costeros del sur chileno, en cuyo interior las pompas son propias de otro planeta, pero la amabilidad de su gente jamás desaparece, constaté por mis propios ojos que una radio a pilas puede ser un artículo de lujo, o que cuatrocientos kilómetros son capaces de separar al cielo del infierno, y también seguí convenciéndome de que la finalidad económica de un país jamás ha de ser el lucro si antes no están satisfechas cada una de las necesidades de todos sus habitantes. Y recordé, una vez más a Perón, cuando decía: La riqueza de un país no está en que media docena de hombres acaparen dinero, sino en que la regulación de la riqueza llegue a formar patrimonios particulares y un patrimonio estatal que haga la felicidad del mayor número de hombres y suprima la desgracia de que en un país donde hay verdaderos potentados haya quienes no puedan disfrutar de las necesidades mínimas de la vida ni satisfacer ese mínimun de felicidad a que todos tienen derecho.



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