Cualquiera de los que me conocen o son asiduos de este blog saben de mi admiración por el cine de Atom Egoyan. Aunque sus películas no se parezcan argumentalmente entre ellas, tienen como trasfondo común el retrato de las contradicciones humanas, a medias entre la comedia pesimista (casi nunca exenta de un fino sentido del humor) y el drama inquietante que hay que ir recomponiendo como un puzle, a lo que suma cierto grado de claustrofobia provocada por el sufrimiento psíquico, las mentiras, la obsesión sexual o el dolor, en personajes desgarrados por las ausencias que se mueven en laberintos de variadas interpretaciones en las que, necesariamente, entra en juego el esfuerzo del espectador. Ya iba siendo hora pues (me dije) de que las distribuidoras se decidiesen a desempolvar este su último film, realizado a mediados de 2009, y por fin se estrenase en nuestras pantallas. Poco que ver, sin embargo, Chloe con su estilo anterior. Atom Egoyan decide aparcar casi todos los parámetros habituales y optar por un film muchísimo más convencional, en el que por primera vez no es autor del guión (remake de la francesa Nathalie, escrito por Erin Cressida Wilson, Retrato de una obsesión), y coproducida entre otros por Ivan Reitman (en su haber, Cazafantasmas o Poli de guardería). Bueno, vamos a ver qué tal se desenvuelve Egoyan en una película mucho más comercial, a favor de un guión más sencillo para la audiencia y en forma de thriller dramático que pintaba, en principio, ciertos paralelismos estéticos con su Exótica de 1994.
No se puede negar que a la película se le ve el oficio de Egoyan: en la estética, en sus suaves movimientos de cámara, en la utilización de ciertos elementos del espacio, como los espejos, a través de los que tamiza la realidad, en la habilidad para exprimir como pocos las capacidades naturales del elenco, y en esa forma fascinante en que retrata el subconsciente de represión y fantasía sexual de los protagonistas con paisajes panorámicos del Toronto-clase-media como telón de fondo. Pero en el planteamiento de la trama, lo más flojito de la película, no se puede decir que se reconozca el estilo del director, tanto por el contenido como por el exceso de evidencia al espectador. Los protagonistas son un trío compuesto por Liam Nelson en el papel de cuarentón seductor y Julianne Moore interpretando a la esposa (profesional, ginecóloga y bajo gran presión social). A ella (que no a él), en plena crisis de madurez, le asisten serias dudas sobre su atractivo físico (incomprensibles dudas en este caso, por cierto) que le llevan a desconfiar de la fidelidad de su marido. El trío viene a completarlo una crecidita Amanda Seyfried (Chloe), prostituta de lujo contratada por la médico (a modo de femme fatale) para comprobar si el marido caerá en la trampa de seducción cuando se le pone el caramelo delante de las narices. No hay puzle a recomponer ni nada que no se vea directamente en la pantalla, cumpliendo en este caso Egoyan con lo que seguramente pretende, un guión lineal y más comercial al que no hay que buscar más de lo que vemos, a excepción de un par de vueltas de tuerca con las que se construye la trama que, además, vemos venir de lejos, porque hay cierta intencionalidad (tramposa) por parte del director en dirigir (valga la redundancia) al espectador a la sospecha. La cosa deriva en romance lésbico previsible y poco sostenible (prostituta se rinde, enamorada del cliente, clienta en este caso) hacia el meridiano del film, y en trasfondo moralista (este menos previsible, tratándose de Egoyan) a la hora de concluir: ser desconfiada, y encima infiel, solo puede acarrear graves trastornos en la estabilidad de tu pareja y en consecuencias desastrosas para tu familia. Lo menos perdonable es el conjunto de topicazos que sostienen la película: mujer físicamente invisible a partir de la cuarentena, cuya máxima preocupación vital es no ser abandonada por su media naranja, el hombre cuyas canas multiplican las supuestas capacidades seductoras varoniles a la hora de correr detrás de una minifalda veinteañera.
Chloe se ha descrito en los medios como un thriller sexual. Cierto es, pero las escenas eróticas no pasan de contenido apto para mayores de 15 o 16 años. Los que vayan a ver cacha encontrarán poca ternera y bastante bisturí, porque el juego de seducción entre ambas mujeres consigue su culmen fundamentalmente en el lenguaje no verbal, aunque es buen punto de apoyo el morbo que le produce a ella la descripción que hace la joven de la presumible relación con su marido. Pero son las miradas y las insinuaciones (aquí es todo Egoyan) el principal elemento del juego erótico, acompañadas de fetiches muy propios del cine de Egoyan: la aguja del pelo que abre y cierra la relación entre las dos mujeres o los espacios íntimos como componente de la excitación que provoca en Chloe conocer en directo la alcoba de la casa, por citar algunos. La película se sostiene en estos puntos fuertes y en una excelente (y seductora) interpretación de las dos mujeres protagonistas, mientras el guión suena a thriller fatalista y a moralina retro rematada con final que, para colmo, llega a invadir el género rosa, por fortuna ya desfasado para muchos cineastas independientes al otro lado del Atlántico.