Revista Cultura y Ocio
Cada cicatriz cuenta su propia historia.
Cada una se desliza por la piel, marcando su territorio, indicando los límites de su propiedad en la carne que antes no les pertenecía.
Tendemos a pensar que una cicatriz es algo feo. Que dañan la belleza de un cuerpo, que hablan de dolor, de secuelas, de vergüenza. Supongo que nuestra obsesión por la perfección física es lo que nos hace rechazarlas en un primer momento. Claro, bien es cierto que cada cicatriz cuenta una historia que conlleva algo de lo que he mencionado antes: dolor, enfermedad, acontecimientos que se quedan grabados en la dermis, acompañándonos para siempre. Todas ellas dejan una huella indeleble no solo en el cuerpo, sino también en nuestra alma.
Pero, ayer, observando de cerca esta cicatriz, me quedé impactada. No por cómo se adueñó de esta piel, ni por el pasado que se esconde debajo de ella. Lo que realmente me impresiona no solo de esta, sino de todas esas marcas imborrables que se quedan grabadas en nosotros a fuego (literal o figuradamente), es la imponente delicadeza que pueden transmitir y lo muy infravaloradas que las tenemos. Parecen ser reinas en medio de un rostro, un cuello, un costado, y no pensamos que no nos hablan de fealdad ni de fracaso, sino de todo lo contrario.
Esta cicatriz demuestra precisamente eso: la sublime belleza y el éxito de un cuerpo que ha sobrevivido a sus propias heridas. El de la foto mismo me lo ha confesado: “A mí me gusta mi cicatriz”. Con esta imagen, es imposible no entender a qué se refiere. Es una de las fotografías más hermosas que he visto, por la luz, los colores, el atractivo del retratado, pero, sobre todo, por el mensaje que hasta entonces no había tenido yo en cuenta: una cicatriz es la prueba más espléndida, más bella, de nuestras victorias.
La foto pertenece a uno de mis fotógrafos preferidos. Su rincón artístico aquí.