Otro pronóstico sobre ceguera, a 21 años de la publicación del libro de José Saramago.
El domingo antepasado, Horacio Verbitsky se refirió en este artículo a los vaticinios económicos de la alianza Cambiemos como “expresiones de deseo (que) no tienen correlato en la realidad”. También observó que los altos funcionarios -incluido el Presidente Mauricio Macri- se limitan “a repetir slogans de campaña, con promesas que suenan muy atractivas pero que no tienen la menor posibilidad de cumplirse”.
El columnista de Página/12 advirtió que la disociación entre discurso y realidad no es una exclusividad argentina. Se basó en este artículo de Anne Applebaum en el Washington Post y en éste de Jill Lepore en el semanario New Yorker para ilustrar la envergadura mundial del fenómeno.
Escribió Verbitsky: “Pese a que Donald Trump miente una y otra vez en su campaña y que sus falsedades son de inmediato señaladas, esto no incide en su comportamiento ni en el de sus seguidores, dice el Post. También el referendo sobre la posible salida británica de la Unión Europea está plagado por un uso mal intencionado de los datos, agrega el diario. Aunque ha sido demostrada su falsedad, la cifra de 350 millones de libras por semana que Gran Bretaña pagaría a la Comisión Europea, sigue pintada en el exterior de los ómnibus como argumento de campaña, sin que nada cambie”.
Los artículos de Applebaum y Lepore se relacionan. De hecho, la primera autora retoma un pasaje del texto de la segunda para fundamentar sus observaciones sobre los emprendimientos online que evalúan la veracidad de los datos que figuras públicas -sobre todo candidatos a y titulares de altos cargos gubernamentales- mencionan en sus discursos.
Estos espacios -recuerda la columnista del Washington Post- aparecieron a medida que Internet fue abriéndose a la desinformación y a la difusión de teorías conspirativas. Tras mencionar el éxito que alcanzaron emprendimientos como el británico FullFact.org, el estadounidense PolitiFact.com, el ucraniano StopFake.org y el argentino Chequeado.com, la historiadora norteamericana señala ciertas limitaciones derivadas de gajes de la condición humana.
La gente tiende a creer en los hechos que confirman sus opiniones y a desestimar aquéllos que las contradicen. Los individuos con opiniones atípicamente firmes -los partisanos- son aún menos propensos a cambiar sus puntos de vista, y en cambio más proclives a sospechar de quienes sí acceden a contrastar verdades y todavía más proclives a manifestar sus puntos de vista de manera agresiva. Esto siempre fue así pero ahora las redes sociales multiplican el fenómeno: en un mundo donde las personas se informan en gran medida a través de sus amigos, la verificación de datos no llega a quienes más la necesitan”.
Atenta al texto de Lepore, Applebaum especula con la posibilidad de que el aumento constante de información también esté socavando la efectividad de la verifiación fáctica. Por lo pronto, la enorme cantidad de datos o hechos en circulación alimentan cierta postura cínica sobre la verdad. ¿En qué medida podemos conocerla online si Google personaliza los resultados de nuestras búsquedas según nuestra ubicación geográfica y nuestras preferencias de navegación? Con tantas fuentes de información disponibles, ¿no conviene asumir que están todas equivocadas o al menos incompletas?
Una variante de esta última pregunta amenazó con colarse en una de las mesas de trabajo de la primera edición porteña de ComunicAcción. De hecho, cuando una moderadora propuso la inclusión de Chequeado.com en una lista de fuentes de consulta recomendables, un participante se opuso aduciendo que la directora ejecutiva y periodística del sitio -Laura Zommer- es esposa del intendente electo de Pilar por Cambiemos, Nicolás Ducoté.
¿Qué pesa más a la hora de evaluar la rigurosidad de Chequeado: las implicancias editoriales del vínculo marital o la publicación del dato en la presentación del staff del sitio? Ésta podría haber sido la pregunta disparadora de una discusión que no tuvo lugar, y que quizás habría inspirado respuestas menos previsibles de lo esperado.
En su artículo para The New Yorker, Lepore cita el nuevo libro de Michael Lynch, The Internet of us: knowing more and understanding less in the age of big data (La Internet nuestra: saber más y comprender menos en la era de los grandes datos). Al principio de su trabajo, este profesor de la Universidad de Connecticut invita a imaginar una sociedad conformada por generaciones que llevan un microteléfono inteligente en el cerebro. Estas personas confiaron tanto en sus chips que olvidaron los métodos analógicos de aprendizaje: observación, pregunta, uso de la lógica.
Lynch también invita a imaginar un desastre ambiental que destruye la infraestructura electrónica y comunicacional del planeta y hace colapsar todos los implantes cerebrales. Según el académico, el mundo entero se volvería ciego; se quedaría sin el sustento que permitía determinar la verdad de los hechos. Nadie sabría nada porque nadie sabría adquirir conocimiento. “Googleo, por lo tanto no existo” acota Jill antes de proseguir…
Lynch cree que nos acercamos irremediablemente a esa instancia: ciegos ante las pruebas, incapaces de saber y aprender”.
A fines del siglo XX, cuando Internet y la consecuente proliferación de datos asomaban apenas en nuestras vidas, José Saramago escribió algo parecido en su Ensayo sobre la ceguera:
Le dices a un ciego, estás libre, le abres la puerta que lo separa del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle… De nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar”.