Modenschau, de Hannah Höch.
Zúrich, febrero de 1916. En el oasis suizo rodeado por la masacre europea, un grupo de artistas y poetas exiliados prende la mecha de una revolución artística y vital en una pequeña e insólita sala de variedades: el Cabaret Voltaire. Aquel rincón fue el semillero improvisado del movimiento Dadá, que quiso fundir vida y arte usando la irracionalidad y la provocación como pegamento. En su ensayo Dadá. El cambio radical del siglo XX, recién editado en España por Anagrama, el profesor de la Universidad de Georgia Jed Rasula narra con profusión de datos y anécdotas la historia de esta corriente que cumple ahora 100 años.
El cabaret fue creado por la pareja de artistas Hugo Ball y Emmy Hannings tras varios meses dando tumbos desde que abandonaron Alemania con pasaportes falsos. Ball puso un anuncio en un periódico local: “Se hace una invitación a los jóvenes artistas de Zúrich para que acudan con sus propuestas y aportaciones sin que importe su orientación particular”. La misma noche de la inauguración, preparada a la carrera sin un programa establecido, se dejaron caer por allí dos jóvenes rumanos, Marcel Janco y Tristan Tzara. El primero colgó sus obras de arte en las paredes del local y el segundo se ganó al público leyendo poemas que se sacaba de los bolsillos del abrigo. Así entraron a formar parte del grupo residente de aquellas veladas parecidas a las actuales noches de “micrófono abierto”. Luego se unieron el artista Hans Arp, el poeta Richard Huelsenbeck y el pintor y cineasta Hans Richter a la troupe de agitadores en torno a la que pululaban todo tipo de espontáneos.
En una noche cualquiera en el Cabaret Voltaire podían representarse en su diminuto escenario “desde tiernas baladas hasta números que eran únicamente ruido y pataleo”, escribe Rasula. Y, entre ambos extremos, poemas recitados simultáneamente en tres idiomas, cánticos folklóricos interpretados con balalaicas por una pandilla de estudiantes rusos, escenas del Ubú rey de Alfred Jarry, sonatas para piano y violonchelo de Saint-Saëns y bailes espasmódicos con máscaras africanas. El experimento duró cinco meses, pero fue el laboratorio de un movimiento que desde aquel cubículo zuriqués se extendió a Europa y a Estados Unidos y cuyos postulados han tenido un enorme eco no sólo en el arte posterior, sino en toda la cultura popular.
Zúrich celebra estos días el centenario de Dadá con un programa de actividades y la puesta en marcha de la web Dada-Data, una atractiva base de datos sobre el movimiento. También lo celebra el propio Cabaret Voltaire, que fue resucitado en 2002 por los herederos artísticos de Ball, Tzara y compañía. Lo ocuparon ilegalmente y organizaron un programa de actividades que duró unos meses. Más tarde fueron desalojados, pero lograron normalizar su situación y hoy vuelve a ser un centro cultural de adscripción dadaísta. Este miércoles, su actual director, Adrian Notz, participa en una conferencia en la Casa del Lector de Madridcon el escritor rumano Petre Rãileanu, especializado en las vanguardias de su país y buen conocedor, por tanto, del papel que jugaron Tzara y Junco en el dadaísmo. Junto a ellos estará el filósofo y crítico de arte Fernando Flórez Castro.
El nuevo Cabaret Voltaire es hoy, como hace cien años, un lugar muy activo, pero también un espacio para la reflexión y la memoria del movimiento original. “Aquí empezó el movimiento y volverá a empezar”, asegura su director a El Cultural. “Parece que el lugar en sí mismo tiene cierta magia. Mucha gente viene y deposita aquí sus esperanzas para el futuro, que necesitamos cambiar”.
Para Notz la vigencia del dadaísmo es absoluta: “Podríamos hacer una gran revolución totalmente nueva para cambiar nuestra sociedad hoy utilizando Dadá, que tiene cien años de antigüedad”. En este sentido, el propósito de sus nuevos integrantes es “el mismo que hace cien años, puesto que la situación del mundo es la misma que entonces. Se trata de liberar a la gente de su constante obligación de ser productiva y servir al fatalismo económico, de hacer que la gente se dé cuenta de que muchas cosas que hacen son totalmente absurdas. Deberíamos aprender a no tomarnos las cosas tan en serio hoy y oponernos a todo aquello considerado ‘necesario’ y ‘urgente'”.
El antimanifiesto original
Es famosa la historia detrás del término “dadá”: salió al azar de un diccionario de francés. La palabra significa “caballito de madera” y “niñera”, pero para los rumanos del grupo también significaba “sí, sí”, y pensaron que encajaba a la perfección con la actitud vitalista, ingenua y renovadora de un movimiento que ha tenido mil definiciones disparadas por sus propios miembros en todas direcciones. En el manifiesto fundacional del movimiento, Tzara escribió: “Los verdaderos dadás están en contra de DADÁ”, y “en principio, estoy en contra de los manifiestos de la misma manera en que estoy en contra de los principios”.
Entre las características del dadaísmo estaba la fascinación por los objetos tribales y el primitivismo (que también era una seña de identidad del cubismo y del expresionismo). Se reía del arte burgués y por eso prefería los materiales rudos al óleo. Reutilizaba materiales desechados, usaba el collage y el fotomontaje.
Como el futurismo italiano, el dadaísmo exhibió en sus comienzos cierta voluntad destructiva. “Conscientes de que después del cese de las hostilidades sería imposible volver a la vida normal, cargaron contra las pocas fantasías de normalidad que quedaban, en caso de que quedara alguna. No obstante, a pesar de que sus principios les mandaban reaccionar de esa manera contra la demencia de la Primera Guerra Mundial, fue el dadaísmo el que se quedó con la etiqueta de nihilista, no los líderes militares y políticos que ordenaron la carnicería”, explica Rasula.
Más tarde, el movimiento canalizó su agresividad hacia una actitud constructiva. Esto quedó patente cuando algunos dadaístas se hermanaron con el constructivismo procedente de la Unión Soviética y que cuajó en la Bauhaus alemana. Esto, unido a su carácter internacionalista y antinacionalista, hizo que el movimiento Dadá fuera estigmatizado años después por los nazis en la famosa exposición Arte degenerado de 1937.
De izquierda a derecha: Hans Arp, Tristan Tzara y Hans Richter, hacia 1917.
Un microbio virgen
Dadá se propagó desde Zúrich hacia varios puntos de Europa como un “microbio virgen”, tal como lo definió Tzara. Huelsenbeck se mudó a Berlín y allí fundó el Club Dada, del que formaron parte también Raoul Hausmann, Hannah Höch y George Grosz. Max Ernst se subió al carro del dadaísmo en Colonia, cuya escena local lideró Hans Arp. Kurt Schwitters fundó en Hannover una escena dadaísta que llamó Merz.
Pero el caso más sorprendente es el de Nueva York, donde los franceses Marcel Duchamp -con su célebre urinario que dio origen a la práctica del ready-made– y Francis Picabia exploraron los mismos principios que Dadá antes incluso de conocer su existencia. A ellos se unió Man Ray, que los siguió a París cuando regresaron después de la guerra. En la capital francesa también se sumó André Breton, futuro padre del surrealismo.
Cuando Tzara, Breton y Picabia se unieron finalmente en París, en 1920, “el dadaísmo adquirió carácter oficial. Sin embargo, esa insólita combinación resultó fatal, y el movimiento no tardó en irse a pique”, explica Rasula. Igual que pasó con el Cabaret Voltaire, Dadá estaba abocado a la desaparición por su propia naturaleza ambigüa, impredecible y contradictoria. En la Nouvelle Revue Française, Jacques-Émile Blanche escribió: “Dadá sobrevivirá únicamente si deja de existir”. Y André Gide dictó su sentencia de muerte: “El día que se descubrió dadá, ya no quedó nada más que hacer”. Por su parte, Picabia llegó a decir: “No guardo una colilla después de terminarme un cigarrillo”. Muchos dadaístas se pasaron al surrealismo y otras corrientes, pero el espíritu Dadá quedó inscrito para siempre en sus obras posteriores.
Dadá en la vida moderna
Rasula señala en su libro la influencia que el dadaísmo ejerció en las generaciones posteriores tras la Segunda Guerra Mundial y, especialmente, durante la Guerra Fría, que reprodujo el clima de tensión internacional en el que se gestó el movimiento. “El art brut, Cobra, el brutalismo, Gutai, el cinetismo, el letrismo, la Internacional Situacionista, el nouveau réalisme, Semina y la Rat Bastard Protective Associacition, Fluxus, el accionismo vienés, el arte povera…”. Son muchas las tendencias artísticas que heredaron en mayor o menor medida el espíritu Dadá.
“Sin el dadaísmo hoy no tendríamos mash-ups -los collages musicales- ni sampleados, ni fotomontajes, ni happenings… Y ni siquiera habrían existido el surrealismo, el pop art y el punk… Sin dadá, la vida moderna tal como la conocemos tendría un rostro muy muy diferente; de hecho, difícilmente podría calificarse de moderna”, sentencia Rasula en su “biblia” sobre Dadá.