Revista Cultura y Ocio
Si pusiese en una balanza lo que me gusta de Interstellar y lo que no, no habría inclinación hacia ningún lado. Es tan soberbia como irrelevante, posee pasajes maravillosos y zonas oscuras, confusas, en las que no hay nada a lo que agarrarse, salvo (tal vez) la fe en la magia del cine, en la virtud de que una historia nos conmueva y nos conduzca a un lugar del que no saldremos nunca. Quizá el cometido más hermoso del séptimo arte o de cualquier otro sea el de procurarnos ese país imaginario, ese reino solo alcanzable a través de la imaginación o de la belleza. De la una y de la otra hay aquí raciones suficientes para considerar Interstellar como una buena película, y probablemente lo sea, pero queda en un espacio intermedio, en un limbo insulso que pide a gritos que Nolan se postule de una vez y decida en qué lugar desea estar: si desea ser Stanley Kubrick o desea ser Ridley Scott. Del primero posee la grandilocuencia, las palabras con peso, la escenografía apabullante y la pulcritud narrativa. Del segundo coge la espectacularidad, la obligación de hacer juegos de artificio, aunque el material pirotécnico no dé más allá de cuatro fogonazos. Interstellar es el campo idóneo para que las dos posibilidades fluyan sin que una coarte a la otra. Hay tramos en donde prima lo etéreo, lo poético, y otros que aceptan la traca, toda esa artificiosa voluntad de impactar y de enredar con teorías peregrinas sobre el tiempo, la gravedad o el amor.
Nolan se reblandece cuando justifica su cine. Porque en todas las películas de Nolan - salvo Memento quizá - hay un lugar para clarificar conceptos, añadir a las imágenes lo que las imágenes no alcanzan. Toda la poética del espacio la desbarata al recurrir a las matemáticas y hacernos pasar por aventajados alumnos de física cuántica, cuando no lo somos, ni pretendemos tal cosa. En el viaje, Nolan hace de Spielberg y hasta de Malick: nos habla del amor, del amor que salvará al mundo y hará que brille el sol y titilen en lo alto las estrellas. Hay que creer en el amor para que la humanidad no perezca. Si el amor falla, se colapsa el universo. El Nolan new age nos vende pastillas baratas de salvación, como post-its de Paulo Coelho pegados al frigorífico, pidiendo que los leamos cuando nos servimos del desayuno. En lo demás, en la parte operativo, Interstellar es un magnífico entretenimiento. No hace Nolan ninguna película que hastíe: tiene el ingenio y también la historia. Desbarra cuando se quiere hacer trascendente (Origen es un batiburrillo colosal que uno traga sin pestañear, dispuestos a aceptar que el cine es magia y es engaño y se es feliz ahogado por ellos), cuando le sale el escritor panteísta y cree estar contando la matriz primera de la existencia, no sé, el punto G del cosmos, el que esconde todas las respuestas a todas las grandes preguntas. Se toma a sí mismo tan en serio que no es capaz de reconocer que Spielberg hace lo suyo con mucha más solvencia, plenamente consciente de los ingredientes de la impostura, pero sin darle esa aristocracia petulante a veces, de niño listo que enseña física cuántica a los amigos lerdos.
De Interstellar comprende uno menos cosas de las que disfruta. Suele pasar eso en el sci-fi de nuevo cuño, el que se documenta y pretende teorizar y entretener, enseñar ciencia al tiempo que hace caja. Es posible que ambas aspiraciones tengan un lugar en el cine, pero todavía Nolan no ha hecho nada que deslumbre de modo absoluto. No tiene ninguna nave mecida en el espacio por un vals de Strauss ni ha metido a un puñado de aventureros -no eran otra cosa- en un Nostromo y los ha enfrentado a una bestia del espacio profundo. Toda esa valentía formal suya le granjea adeptos. No estoy yo contra Nolan, ni a favor. Memento es una obra de arte, una pequeña obra de arte. Me deslumbró con su Batman, pero una revisión hace que veas las costuras y el producto queda menos redondo. No creo que desee, tan joven, adquirir el rango de clásico, y no creo tampoco que le quite el sueño no haber llegado todavía a la genialidad. Es posible que la tenga. El futuro no se sabe bien qué es, aunque él lo estruje y lo estire y crea que puede contarnos toda la filosofía en dos horas (largas) de paseos espaciales.