Revista Cine

Científico a la fuga

Publicado el 31 enero 2011 por Josep2010

Bien.
Algún imbécil ha inventado una tela indestructible.
¿Donde está?
¿Y cuánto dinero quiere?

Saber escribir conceptos con brevedad y concisión no está al alcance de todos los dialoguistas pero sin duda es virtud esencial para los dramaturgos y comediógrafos, esas extrañas gentes que a la hora de ponerse a escribir lo hacen pensando en un escenario y saben perfilar la psicología de un carácter ficticio a base de hacerle pronunciar frases más o menos afortunadas.
Roger MacDougall construyó una pieza teatral en la que satirizaba sin piedad capitalistas y obreros que tuvo un cierto reconocimiento en los teatros británicos y a su primo Alexander Mackendrick le gustó la trama y le propuso repetir la experiencia de cuando en 1937 ambos se ganaron unas libras esterlinas escribiendo un guión cinematográfico.
Con la diferencia que, esta vez, iba a ser Alexander Mackendrick el que tomara las riendas, como director, del rodaje de una de esas películas con poco presupuesto que la compañía Ealing Studios producía mediado el siglo pasado, despegando como quien dice de la Segunda Guerra Mundial.
Científico a la fuga
La película, titulada como la pieza teatral The Man in The White Suit (El hombre vestido de blanco) se basa en la comedia de MacDougall convenientemente reforzada por el propio Mackendrick con la ayuda de John Dighton y nos presenta en menos de hora y media los avatares que suceden en torno a un personaje prototípico, el científico abstraído en su idea y que no ve otra forma de vivir que conseguir realizar lo que tiene en mente.
El guión literario y el guión técnico deben ser para el cinéfilo coleccionista piezas a conseguir porque Mackendrick demuestra en su segunda película una inteligencia cinematográfica remarcable: los primeros minutos de la película, en los que se nos presentan a los personajes, son una absoluta delicia que funciona perfectamente incluso sin escuchar para nada los diálogos:
Michael (el longevo Michael Gough, inolvidable como el mayordomo Alfred Pennyworth al servicio de varios Batman) está más o menos enamorado de la menuda pero sexy Daphne Birnley (Joan Greenwood), no por casualidad hija del magnate de la industria textil Alan Birnley (el siempre eficaz Cecil Parker) del que Michael espera más que la mano de su enamorada una fuerte inversión monetaria en su propio negocio de la industria textil.
Cuando todos visitan el laboratorio de la industria dirigida por Michael, se quedan pasmados ante una madeja de alambiques, serpentines y recipientes en ebullición que hace un característico ruido acompasado, sin que nadie parezca saber ni para qué sirve ni quien pueda ser el responsable del experimento. Un mozo del laboratorio, espectador mudo de la inquietud provocada por la maquinaria, permanece en un rincón: es Sidney Stratton (Alec Guinness, muchísimo antes de manejar espadas laser), en realidad un doctorado en química sin dinero para experimentar por sí mismo, convertido por necesidad en parásito de los laboratorios: en este caso, consumiendo cuatro mil libras inesperadas, evidenciando el descontrol de Michael sobre su inversión lo que aleja de inmediato al rico Birnley y de rebote a su hija que comprende que el amor de Michael por el dinero de su padre era superior al que sentía por ella.
Sidney es un científico con una idea en mente y una determinación a prueba de fracasos, así que se cuela como mozo en el laboratorio de Birnley.
Allí descubrirá, al fin, la fórmula para tejer una tela irrompible, indesmayable y, además, repelente a la suciedad.
Cuando Michael se entera, se lo chiva al magnate de magnates de la industria textil Sir John Kierlaw (Ernest Thesiger) que pronuncia inmediatamente la frase que encabeza estas notas.
El invento de Sidney no tan sólo obtiene el rechazo de la industria: también los sindicatos se opondrán al invento, comprobando todos ellos, patronal y trabajadores, que semejante dislate producirá un descenso en la necesidad de seguir comprando ropas y por lo tanto no hará falta fabricar tanta tela.
Burla burlando, Mackendrick sobrepasa con creces la postura de cine denuncia que se preocuparía por los impedimentos que la industria capitalista pudiera oponer a inventos que acabaran con industrias establecidas dando pingües beneficios, añadiendo la pérdida de estabilidad laboral de miles de trabajadores: desde siempre las teorías conspiranoicas nos hablan de las supuestas maravillas de algunos inventos que han sido acallados por la malvada empresa y sin entrar en el juego consistente en aceptar o negar tales premisas, lo cierto es que las repercusiones sociales hay que mirarlas con mucho cuidado.
Mackendrick planifica muy bien la película dándole un ritmo apropiado y sabe enfatizar los malévolos apuntes del guión que se burla de todos por igual y tomando lejanía se establece como observador sin tomar partido por ninguno de los dos bandos: en uno estará Sidney Stratton apoyado moralmente por Daphne (que simulará hallarse dispuesta a seducirle a fin de obtener su firma en la cesión de los derechos, con la aquiescencia de su propio padre y su hasta hace poco enamorado pretendiente, que ante su sorpresa la empujan hacia los brazos de Sidney) que al recibir la negativa de éste a ceder su invento, le dice:
"Si hubieras dicho que sí, te hubiera estrangulado yo misma."

Y de otra parte está el resto del mundo. Todos: capitalistas y obreros. Tan juntos, que incluso Mackendrick los mete a todos en el Rolls Royce de Sir John, persiguiendo por las callejuelas oscuras a Sidney cuando escapa.
Mackendrick, además de mover y emplazar la cámara, sabe contar cosas con los efectos especiales: gracias al sonido, identificamos, con Daphne, un nuevo experimento de Sidney; y gracias a los filtros de fotografía y a una buena iluminación, el traje blanco de Sidney parece brillar con luz propia y cuando espontáneamente coge una escoba y una tapa de una cuba, se nos asemeja de inmediato a un reluciente caballero armado, níveo adalid de la pureza de ideas.
Con escasos medios Mackendrick aprovecha la buena idea de su primo y sirve al guión con máxima eficacia aprovechando el buen hacer de los principales intérpretes, estrellas de la casa que siempre supieron aprovechar buenas líneas: Alec Guinness y Joan Greenwood en su segunda película juntos (la tercera y última sería El Padre Brown y la primera ya la vimos aquí) representan el ideal inquebrantable del avance de la ciencia: él como inventor y ella más filosóficamente rechazan considerar los supuestos efectos perniciosos que sobre el sistema económico pueda tener el invento: ella lo resume al afirmar que esa futura tela permitirá que los que carecen de vestido puedan disponer al menos de uno por toda su vida.
No hay tiempo -ni ganas, tampoco- de plantear en la trama consideraciones de mayor calado pero ello no obsta a la efectividad de la caricatura: así como en la grafía cuatro trazos sirven para invocar más que la realidad el espíritu identificable del personaje, así Mackendrick consigue pintar acertadamente la disposición de mundos teóricamente contrapuestos a unirse frente al idealista que a corto plazo les puede perjudicar y, además, los detalles que constantemente ofrece la narración tanto literal como cinematográficamente abundan en la distinción de ideas de cada personaje, con lo que la aspiración de la misma meta común, aniquilar el invento, consigue por un lado unirlos a todos y por otro enaltecer la figura de ese científico que acaba huyendo sonriente, mirando a un futuro en el que algunas marcas no tendrían razón de ser.
Una película sencilla, con pocas pretensiones, provista de un excelente guión que incluso destacó en una época especialmente brillante del cine mundial que debería estar en la estantería de cualquier cinéfilo para que pudiera solazarse con cine del bueno, de ése que requiere vista y oídos finos para poder disfrutar de los pequeños detalles -nada insignificantes de contenido- que trufan y dan sabor al conjunto y una buena tertulia después para seguir descubriendo lo que seguramente habrá pasado desapercibido. Imperdible muestra del mejor cine británico.
Tráiler


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