Revista Cultura y Ocio

Cinco textos en busca de imágenes

Por Agora

I. Encuentro con Teresa.
El artista, una mezcla
de Ícaro y de lobo de mar de Jack London, da un salto desde el cielo en busca de su amada. Cuando se salta desde el cielo, parece lógico que se descienda. Pero éste es un descensus ad inferos muy especial, porque se mezcla íntimamente con el zieht uns hinan del final de Fausto hasta fundirse en la vieja sentencia de Heráclito. “El camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo”. Lo femenino, ya se sabe, tiende a identificarse con lo ctónico, porque la Tierra es nuestra madre y (de momento) son las hembras quienes alumbran, las portadoras de la antorcha, las mensajeras de la luz, las responsables última del movimiento esférico. Nos aguardan abajo y nos conducen hacia arriba. Pero, en la escena que yo imagino, el artista se precipita desde el cielo sin tiempo de los artistas al infierno cronometrado de la existencia cotidiana, donde la Gran Diosa gobierna. Sabemos, en nuestro interior, lo que va a suceder después, pero la imagen que yo siento burbujear en mi cerebro se ocupa de lo antecedente, no traspone el umbral del nártex, ignora voluntariamente el ENCUENTRO a que alude el título del grabado, juega un papel preliminar en la fiesta que se avecina. Un banquete al que han sido invitados el bueno de Posidón, bajo la especie del noble animal que le está consagrado, el David de Miguel Ángel y un par de puellae Gaditanae de Marcial recién llegadas de un tablao flamenco. El océano, al fondo, se recorta sobre un embaldosado vermeeriano, para que nada falte en los preparativos del Gran Suceso. Si alguien quiere saber qué es el amor, que venga Safo, trenzas de violeta, y nos lo cuente, pues ella fue quien lo inventó.
II. La máquina de amar.
En una silla, cuidadosamente doblada, la toga del juez, con sus puñetas de primoroso encaje. Qué habrá venido el juez a hacer aquí. Qué hace el birrete del irreprochable magistrado junto a su toga, en esa silla rústica, único mobiliario de la habitación donde acaba de inaugurarse la máquina de amar, el último grito en electrodomésticos eróticos, la aportación más sofisticada de la tecnología contemporánea al servicio del orgasmo. Qué pinta el juez aquí, convertido en su propio busto, decapitado y feliz bajo las amplias nalgas de esa rolliza joven desnuda, mientas las mil y una piezas de la máquina se ensamblan con el solo designio de darle gusto y de hacerle olvidar los sinsabores de una existencia consagrada a la justicia y, por ende, a la humanidad, sedienta siempre del invisible líquido que contiene cada uno de los platillos de la impasible e implacable Balanza. Este juez es un tuno. Tiene el coche oficial aparcado en la puerta de la casa de lenocinio, esperando a que la máquina se pare y a que el distinguido cliente se recoloque la cabeza sobre los hombros y sustituya la expresión de rendido placer por otra de adusta solemnidad más acorde con su profesión. Este juez es un pillo. Lo conocen todas las putas del burdel. Fue él quien encargó la máquina a la Viena de entreguerras, quien la compró con fondos públicos y quien la instaló en el lugar donde ahora se encuentra, ese lugar donde, en un principio, se nos hacía raro verlo a diario, pero que ahora, tan sólo unas líneas de comentario más abajo, no podríamos imaginar sin él. Este juez se las sabe todas. Le gustan las mujeres con garras y con sexo de pájaro, según confesó un día en un programa de televisión.
III. Lilith.Al buen Dios, que no suele dar puntada sin hilo, hubo una criatura que no le salió bien: Lilith, la primera mujer. (Lo de Eva vino después, cuando el Todopoderoso vio que no había manera de concertar los caracteres de Lilith con Adán). Para crear a Lilith, Dios hizo infinidad de probaturas, pero siempre había algo que no terminaba de gustarle, algo que no acababa de cuadrar en el proceso creativo. De cada parte de su cuerpo (“carne, celeste carme de la mujer”, que dijera Rubén Darío) hacía un molde, pero había algo que fallaba en cada uno de esos moldes, algo que impedía fundir las partes en un todo plenamente satisfactorio. Asomaba por aquí un defecto telúrico en la armonía celestial de cada curva, se deslizaba por allá un toque romántico en la serena labra clasicista... Podría pensarse que el Creador, aburrido de tanto crear, no estaba poniendo sus quinientos sentidos en la tarea, pero lo cierto es que ninguna criatura se había rebelado antes contra la perfección con tanta insistencia como Lilith. A eso quizá deberíamos añadir la deslizante y resbaladiza condición femenina, que siempre dificulta su modelado, por más que cuando Dios comenzó a esculpirla ni siquiera Él sabía de qué iba la naturaleza de la mujer, pues era partidario de la espontaneidad y no de las ideas preconcebidas. Por un motivo o por otro, Lilith tardó un montó de evos en ser creada y, cuando al fin lo fue, se convirtió en una especie de versión femenina del Ángel Caído, o sea, en una criatura condenada por su Hacedor a habitar los abismos más profundos de la madre Tierra. Y en ellos sigue todavía hoy, profiriendo amenazas contra la sociedad patriarcal y exigiendo el sobreseimiento de su causa.
IV. Espacio Inexistente.
La atmósfera es inequívocamente desvauxiana: una serie de chicas desnudas han tomado posesión de un espacio imposible. Se hallan en un lugar por donde nadie pas; lo máximo que se puede hacer con él es poseerlo, que no es poco, a la fe, en los tiempos que corren, y las chicas se han aplicado a ello con la ilusión y la perplejidad de quienes creen que, apoderándose de algo, acceden más deprisa a una reencarnación sustanciosa, que es de lo que se trata. Las hay estáticas y satisfechas tras haber celebrado su título de propiedad con profusión de kif y de pastelillos morunos, imitando a las ninfas de Boucher. Otras adoptan poses de cariátides griegas sosteniendo el vacío. Las hay dinámicas y un punto desesperadas, en actitud implorante y fugitiva, como aquella muchacha que pintó Bottichelli en uno de
los cuadros que refieren la historia de Nastagio degli Onesti y se conservan en el Prado. Todas pertenecen a la misma familia ética: juran por la diosa Molicie, queman incienso en los altares del divino Impudor, sueñan con un planeta en el que siempre sea primavera. Ahí se han quedado para siempre, vigilando sus dominios con fingido desinterés, subiendo y bajando por la fantasmagórica red de escaleras que las comunican con un exterior del que ignoramos todo, salvo sus buenas relaciones con el silencio. Seductoras y sugerentes, capaces de alterar los pulsos del más empecinado estilita, no toman, sin embargo, decisiones de índole comercial. Jamás alquilarán ni venderán su parcela en el reino del absurdo, pues eso significaría darse por enteradas de que existe el negotium, cosa que quieren evitar a toda costa, pues con el otium tienen bastante, y yo diría que hasta demasiado.
V. Central Termoginética.
No es el amor, como decía Dante, lo que hace que se muela “il sole e l´altre stelle”. Lo que de verdad mueve el mundo es el calor de las mujeres. La muestra de ello, en el grabado. Un tipo gordo y prepotente, con bigote y chistera, acompañado de una dama igualmente gruesa, de facciones inexpresivas y cierto aire art déco, conecta el rabo de una gata –sí, de una gata, aquí los machos no hacen falta para nada- a un enchufe. Con ese acto tan simple queda inaugurada la primera central termoginética del universo. La materia prima de la centras son dos preciosas mujeres, situadas en uno y otro extremo de la máquina. De una podemos ver un soberbio trasero y unos abultados labios inferiores asomando, como un apetitoso molusco, entras las dulces y carnosas nalgas (para subrayar estos detalles anatómicos, se me antojan imprescindibles las medias y los tacones). La otra se yergue, dándonos la cara y enseñándonos, orgullosa, las conexiones de la máquina con su ombligo y su zona púbica, y nos muestra, libres de tubos, unos melocotones en sazón que harían las delicias del mismísimo sultán de Constantinopla; su rostro es sano, fresco, benévolo, jugoso, capaz de proveer de energía térmica a toda una galaxia helada (por lo menos). En cuanto a la gata cuyo rabo aplica el preboste al enchufe inaugural, tiene pechos de teenager humana y lleva el pelo en doble vertiente, con raya en medio, al modo en que se peinan las gitanas de Romero de Torres, sexómano cordobés. Completa esta apoteosis del cuerpo femenino la imagen de un individuo con barbas y pinta de anarquista del siglo XIX: sobre él parece descansar la abrumadora máquina de la central termoginética.

Luis Alberto de Cuenca
Publicado originalmente el 22 de febrero de 2010


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