Revista Comunicación

cincuenta sombras de mujeres

Publicado el 08 marzo 2015 por Libretachatarra

la nación
Allá viene la marea de rosas, de saludos. Ya hay promociones en tragos, en pizzas, en máquinas de depilar. Descuentos especiales para grupos de amigas en bares y en restaurantes para -dicen- “celebrar el domingo el Día de la Mujer”. Pero si volviéramos al viejo truco de ponernos en la piel de un marciano para entender mejor qué pasa en la Tierra, veríamos esto: miles, decenas de miles de mujeres en todo el mundo ansiosas por ver una película a cuya protagonista se la humilla, cuelga y flagela por más de dos horas. Las sesiones (¿o deberíamos mejor decir sex-siones?) ocurren en una habitación punzó (un gabinete de tortura isabelino) y las conduce un tal Christian Grey, millonario, guapo e incapaz de disfrutar si no es pegando. Su partenaire se llama Anastasia y -como exige el lugar común- es joven, tímida, virgen, pobre. Y lo bastante lela, además, como para firmar un contrato que la convierte en la sumisa de un amo que, entre chirlo y sopapo, la abraza y duerme con ella. Si fuéramos alienígenas, posiblemente huiríamos de un planeta como éste. Pero como somos terrícolas puros y la fuga al cosmos aún no es opción, habremos de rendirnos a la triste evidencia: tras décadas de movilizaciones, luchas y conquistas, las cosas tampoco han cambiado tanto para las mujeres. Algo cambió, sí: hoy aquel “cuarto propio” con el que fantaseaba Virginia Woolf ha mutado en este “cuarto rojo del dolor” en donde una Cenicienta sado-maso disfruta la paliza en nombre del amor.
No, muchachas, nadie aquí ha recorrido ningún largo camino. Y ahí están las pruebas: al día de hoy, no hay un solo país en el mundo donde los derechos sean idénticos para hombres y mujeres. Ni uno solo. De acuerdo, tal vez aquí no vayamos veladas hasta la coronilla como en Yemen ni sea usual que pandillas de hombres nos golpeen y desnuden en plena calle por usar minifalda, como sucede en Kenya. Pero en varios países de ese Occidente que adora apellidarse civilizado las mujeres ganan menos que sus pares varones. En Estados Unidos, por ejemplo, una mujer que haya tenido un hijo gana sólo 76 centavos del dólar que le toca al varón. ¿Cómo? ¿Qué qué tiene que ver todo esto con una simple película? Pues mucho más de lo que nos gustaría creer. Porque por más que muchas feministas hayan puesto el grito en el cielo, que la novela haya vendido 100 millones de copias, que haya batido a Harry Potter en la edición de bolsillo, que se haya traducido a más de 50 idiomas, que la película haya sido prohibida en cuatro países y que sólo en los Estados Unidos haya recaudado 81,6 millones de dólares en el fin de semana de su estreno, todo eso está diciendo algo.
No menos cierto es que si se le borran las esposas, las cadenas, las fustas y los dildos, lo que queda es un cuento clásico, sólo que con un príncipe más freak que azul. Pero ¿y lo otro? ¿En qué parte fue que la paliza se tornó “sexy” y que la violencia -física, pero sobre todo psíquica- se volvió pasión de multitudes? Explicaciones hay tantas como espectadoras y van desde un supuesto agotamiento femenino con relación a la autoridad (“Queremos mandar en todos lados, menos en la cama”, reza esta versión) hasta el clásico “es sólo entretenimiento”. Sin embargo, algo permanece ahí. Inefable pero presente. Será que uno de los logros más incuestionables del patriarcado ha sido volverse invisible. Ser lo que respiramos, lo que comemos, lo que decimos. El líquido amniótico que nos aprisiona a todos (hombres y mujeres) sin que siquiera lo advirtamos. Hasta que una historia como ésta llega a recordárnoslo.
Así, apelando al viejo truco de la ficción, se ha vuelto a decir lo que ya no resulta políticamente correcto repetir en voz alta. Que en boca de una mujer un “no” es un “sí”. Que ella se lo buscó. Que el hombre es el que manda. Que, como rezaba aquel viejo tango llamado “La canción de la mugre”, en secreto todas las mujeres razonamos que “las biabas de mi macho me las pide el corazón”. Hemos pasado pues de “Tus deseos son órdenes” a “Tus órdenes son mis deseos”. Y no hay nada de inocente -ni de bueno- en ese giro. Porque, como apunta muy lúcidamente Soraya Chemaly en The Huffington Post, que en una película que se promociona como la avanzada de la liberación sexual femenina la heroína jamás llegue al orgasmo no es casual. Que la venta de entradas se haya disparado en los estados más conservadores de los Estados Unidos (ahí donde la tasa de embarazo adolescente es escandalosamente alta), menos. Y que la protagonista de la saga sea una veinteañera temblorosa que no sabe lo que quiere, tampoco. Porque él sí lo sabe (¿o para qué es hombre?) y por eso avanza sobre su voluntad, cuerpo y corazón como un brontosaurio entra a un jardín zen.
La torzada ideológica para sostener esto no deja de ser ingeniosa: el cumplimento de un contrato de sumisión que le da un cariz risiblemente legal a todo el asunto. Desde un sitio de Internet, incluso, se invita a las fans de la saga a descargarse un documento similar para firmar con sus parejas. Allí se detallan delicias como la siguiente: “La Sumisa tiene que obedecer en todo al Amo. Debe ofrecer al Amo, sin preguntar ni dudar, todo el placer que éste le exija y debe aceptar, sin preguntar ni dudar, el entrenamiento, la orientación y la disciplina en todas sus formas”. Ya nunca lo sabremos, pero tal vez la chica alemana que fue atada a la cama con medias y preservativos por su novio haya firmado algo por el estilo antes de morir con el cráneo destrozado de 123 palazos. Hoy él está detenido, pero sólo se lo acusa de homicidio involuntario porque argumentó que la idea fue excitarse como en la novela. Mohamad Hossain, un estudiante de la Universidad de Illinois, también jugó a ser Christian Grey con una compañera de 19 años. La chica terminó en el hospital y él enfrenta cargos por violación.
Probablemente, ninguno de estos episodios sea el último. Y no es alarmismo, sino simple lógica. Porque si en ese paquete dorado del millonario con problemitas que maneja helicópteros se nos dice que la violencia es una forma deseable de relación, lo demás vendrá solo. Si hoy resulta que lo nuevo en materia de derechos femeninos es sonreír mientras te azotan hasta sangrar, estamos complicados. Si hasta la policía de Londres denuncia el aumento de llamadas pidiendo auxilio por accidentes en el uso de esposas, algo no está bien. Pero si además de todo se instala como “romántico” y excitante que sea otro quien decida si uno come, a quién mira o cómo viste, bienvenidas otra vez al precipicio del deseo enajenado. Ahí donde ya no soy yo quien sabe lo que quiero, sino alguien más. Yo tonta, yo virgen, yo quieta. Yo muda. Muda. “Todos los días deberíamos dar gracias a Dios por habernos privado a la mayoría de las mujeres del don de la palabra, porque si lo tuviéramos, quién sabe si caeríamos en la vanidad de exhibirlo en las plazas”, anotaba Pilar Primo de Rivera, fundadora de la rama femenina de la Falange y promotora de ese primer modelo del contrato de sumisión que se llamó Guía de la buena esposa, 11 reglas para mantener a tu marido feliz. En ese libro, allá por 1953, se les aconsejaba a las españolas cosas como “Regálale una gran sonrisa y muestra sinceridad en tu deseo de complacerlo” o “Déjalo hablar antes, recuerda que sus temas son más importantes que los tuyos”.
Hoy nos burlamos de todo esto. Yo viva, yo educada, yo libre. Pero, a no engañarse: el tiempo ha pasado; los mandatos, no. Siguen ahí, tatuados en los ojos de todos. Invisibles. Pero todavía intactos. “La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera disimular, no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse”, decía Pilar. Es eso, seguramente: disimulamos. Decimos que no cuando queremos decir que sí. Somos mentirosas, bobas, sumisas. Necesitamos un hombre que nos traduzca, que nos explique a nosotras mismas qué es lo que en verdad deseamos y hasta nos persuada de que las biabas, bien miradas, son sólo una variante ensangrentada del amor. No, no se confundía Pilar. Como mucho, se adelantó a su tiempo. Tardamos medio siglo, pero aquí estamos. Somos la marea roja de mujeres que satura los cines, sólo para decirle cuánta razón tenía.
FERNANDA SÁNDEZ
“Mujeres sumisas se buscan... todavía”
(la nación, 06.05.15)


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