Producida durante la edad de oro del cine de tribunales (1957-1962), en la que, a través del drama judicial de intriga y suspense que alumbró los principales clásicos del género en apenas un lustro, se sustanciaron en las películas de Hollywood (este título está distribuido por United Artists) importantes controversias públicas acerca de los valores y principios que debían regir la democracia estadounidense tras la oscuridad del periodo de la «caza de brujas», esta obra de John Frankenheimer, realizador de entre los llamados «de la generación de la televisión», es quizá la que atesora propósitos menos de denuncia y más socialmente edificantes y, por tanto, la que probablemente más ha acusado el paso del tiempo. Esto puede resultar así porque el objetivo final al que se dirige el guion de Edward Anhalt y J. P. Miller, adaptación de A Matter of Conviction, una novela de Evan Hunter, parece no ser tanto el reflejo de la realidad social de los inmigrantes de segunda generación (los hijos, en este caso, de los inmigrantes italianos o puertorriqueños llegados a los barrios populosos de las grandes urbes en las décadas anteriores), ni tampoco la construcción de un drama a partir del cual puedan suscitarse debates en torno a la vigencia, la interpretación y los efectos de ciertos conceptos políticos y jurídicos, y de los peligros que implica la lasitud, la hipocresía o la manipulación en su aplicación, sino más bien la presentación dramatizada de un pretexto que permita una reivindicación del sistema judicial como una garantía de integridad, de búsqueda, establecimiento y defensa de una verdad, supuestamente objetiva, no contaminada por las tensiones sociales o las ambiciones políticas; la representación de un bastión de independencia y seguridad frente a los veleidosos vaivenes coyunturales promovidos por condicionantes económicos o intereses espurios.
Así, el guion amaga pero no pega. El planteamiento inicial, tres pandilleros de una banda de italoamericanos -Reardon (John Davis Chandler), su desafiante, violento e inadaptado cabecilla; Aposto (Neil Burstyn), un chico con una discapacidad mental; diPace (Stanley Kristien), un joven bienintencionado pero pusilánime, que se deja arrastrar por el macho alfa del grupo- apuñalan hasta la muerte a Roberto Escalante (José Pérez), un muchacho ciego de origen puertorriqueño, en la escalera de su propia casa, delante de amigos y familiares, pronto se ramifica más allá de las cuestiones policiales (la autoría del crimen queda clara desde el inicio) y sociales (la hermana del fallecido, que tenía a su vez un importante papel en una banda similar de puertorriqueños a pesar de su ceguera, ejerce la prostitución; una chica italiana ha escamoteado y hecho desaparecer las navajas manchadas de sangre), dejando paso al protagonismo del fiscal adjunto Hank Bell (Burt Lancaster), que se proyecta en dos vertientes: la primera, de índole sentimental, es casual, y lo conecta con un antiguo amor de juventud, Mary (Shelley Winters), que resulta ser la madre del acusado diPace, lo que, a su vez, despierta los celos de Karin (Dina Merrill), la esposa de Hank; la segunda, más política, tiene que ver con las aspiraciones de Daniel Cole Edward Andrews), fiscal del distrito y superior directo de Hank, de renovar su cargo en las próximas elecciones, lo que conlleva un tratamiento ciertamente populista y sensacionalista del caso para conseguir la condena por asesinato con premeditación, y la consiguiente pena de muerte para los tres acusados, lo cual, por un lado, atormenta a Hank y, por otro, también predispone en su contra a Karin, que siente piedad y compasión por esos jóvenes (al menos, hasta que ella misma sufre la amenaza de un grupo de pandilleros).
El fiscal Hank Bell se erige así en una especie de encarnación de cierto ideal de justicia (algo ingenuo, si se observa con los ojos de hoy) que busca abstraerse de todo condicionante que no sea la aplicación pura de la ley desde un punto de vista humanista, conciliador y, sobre todo, inspirado por un concepto supremo de verdad (es decir, lo que alguien con sorna podría calificar de «ciencia ficción» jurídica), a la vez furiosamente independiente respecto a las influencias distorsionadoras del interés cortoplacista. Más conmovido por las súplicas de Mary para que salve como pueda a su hijo, y también por los buenos sentimientos de su esposa, eso sí, siempre desde la más estricta legalidad y utilizando los mecanismos que esta le proporciona para esclarecer la verdad de los hechos y encontrar el detalle que debe poder exculpar al joven diPace, que por los argumentos de su jefe para conseguir la condena que exige el éxito de su carrera política, Bell, asistido por el teniente detective de la policía Gunderson (Telly Savalas), se sumerge en el caso y destapa las incoherencias y falsedades ocultas tras la primera lectura, más literal y obvia, de las pistas y de los indicios, lo que permite al guion llegar a sus «justicieras» conclusiones, sin duda muy del gusto del Código de Producción, algo achacoso ya por entonces pero todavía en vigor, de modo que cada personaje tenga la recompensa que merece en respuesta a sus respectivas faltas morales. Así, los tres pandilleros juzgados recibirán ni más ni menos lo que merecen: el villano imposible de rehabilitar y recuperar, su condena, aunque no la pena capital; el enfermo, su tratamiento y la posibilidad de un futuro; el inocente, la absolución y el reencuentro armónico con su madre. Pero el veredicto que dicta la película, sin duda enclavada dentro de los principios liberales (entendidos tal y como se concibe en Estados Unidos la condición liberal), va más allá de los personajes procesados en el argumento: Mary diPace es también absuelta como madre, lo mismo que Karin como esposa y Bell como marido, que a ojos de su mujer recupera toda su talla moral, al igual que ocurre con su imagen profesional, que se acrecienta por delante del uso impropio de la posición de fiscal que su superior ha hecho para garantizarse la reelección.
La película utiliza algunos de los resortes habituales de las películas de juicios (interrogatorios intensos, elementos sorpresivos, clímax dramático) pero al menos tiene la virtud de eludir no pocos de sus clichés (intercambio de protestas, duelo fiscal-abogado defensor, discursos solemnes ante el jurado, aparición de testigos inesperados, consulta de peritos, airadas charlas en el despacho del juez o ante el estrado, testimonios desacreditados…). Su vehículo narrativo, tanto en el argumento explícito como en sus alusiones implícitas, es el personaje de Hank Bell, bien compuesto por Lancaster, un antiguo habitante de esas barriadas de aluvión que logró abrirse paso gracias al estudio, el trabajo y el esfuerzo y alcanzar un estatus y un reconocimiento antes reservado a las clases sociales pudientes de origen anglosajón (una de las debilidades del guion reside en la falta de credibilidad de Lancaster como italiano, de apellido recortado para facilitar su asimilación social, económica y laboral). Sus ojos son también los que conducen al espectador dentro del contraste que supone su ascenso profesional, los espacios en los que se mueve como fiscal (los tribunales, el palacio de justicia, la fiscalía, su lujoso apartamento y los locales de ocio propios de sus círculos sociales) y aquellos de los que proviene, los propios de los pandilleros y de su víctima, las casas baratas, los barrios populares, las estrecheces económicas, los apartamentos sórdidos, insalubres, mal iluminados, incómodos, diminutos. Esta divergencia de realidades sociales y sus implicaciones en el ámbito judicial, en particular en el orden penal, queda apena insinuada, privada de una verdadera atención profunda y de un papel crucial en el argumento, lo mismo que sucede con su dimensión policial, sentimental y matrimonial, o con la poca atención que presta el guion a la dimensión racista de los hechos, tanto de los cometidos por las distintas pandillas como en cuanto al tratamiento que desde las autoridades se da a esos barrios poblados por «extranjeros» y a la actitud de la policía y de los fiscales ante acusados no anglosajones. El guion se configura así demasiado preocupado por utilizar los distintos elementos dramáticos en la consolidación de una visión previa de lo que es (o debe ser) la administración de justicia, más próxima a la desiderata (alguien podría decir incluso que a la propaganda) que al análisis de los auténticos condicionamientos de extracción social (acceso a la educación, perspectivas laborales, grado de asimilación, etc., de la población inmigrante) que tan a menudo y con tanta determinación influyen en el devenir de quienes terminan ocupando uno y otro lado del sistema judicial.