Dentro del riquísimo volumen de lecturas que proporciona este clásico del cine fantástico y de terror, a un tiempo rareza máxima y verdadera carta de naturaleza de la madurez del género en la década de los cincuenta, que de inmediato iba a provocar la resurrección de la antigua productora Hammer (La noche del demonio es una producción Columbia, pero a través de su unidad británica), su especialización en el género y, con ella, la prolongación de su vida y de su éxito hasta bien entrados los años setenta, las hay más evidentes -el combate entre la luz y las tinieblas, entre el Bien y el Mal, entre el amor y el terror- y más veladas -la dicotomía entre el pragmatismo de la mentalidad estadounidense y la larga tradición cultural y espiritual de siglos de historias, mitología y leyendas del viejo continente-, unas más ligadas al contenido y a la forma y otras más propias del contexto temporal y sociológico del momento del rodaje. En cualquier caso, la primera de las muchas virtudes de la película radica en la más evidente, su mera existencia. Que un estudio de Hollywood, aunque se tratara de una teórica minor, apostara a mediados de los años cincuenta por una película en la que el diablo, la brujería, la magia negra, las sectas, los libros, las bibliotecas y la tradición demonológica acaparan todo el peso narrativo no deja de resultar asombroso y reconfortante. Que a los mandos situara a Jacques Tourneur, cineasta que viviera una primera época de gloria dentro del cine de horror de bajo presupuesto en la meritoria unidad de Val Lewton en la RKO, supone una declaración de intenciones y un marcaje de objetivos que se cumplen con total solvencia.
La virtud más efectiva del argumento radica en el suspense. Se trata de una historia de intriga en la que el espectador va por delante de los protagonistas positivos, a los que va dirigiendo poco a poco hacia un horror que ya es conocido de antemano por el público, desde el prólogo en que el profesor Harrington (Maurice Denham), tras una angustiada visita al experto en ocultismo Julian Karswell (Niall MacGinnis), sufre el “accidente” que le cuesta la vida electrocutado (aunque su cuerpo aparece despadazado, como si las bestias se hubieran cebado en él), y que se sabe provocado por una poderosa presencia maligna. La llegada a Londres de John Holden (Dana Andrews), afamado psicólogo norteamericano, colaborador del difundo Harrington, para asistir a un congreso en el que, entre otras cosas, se propone desenmascarar las supuestas supercherías de Karswell, le pone en el punto de mira de la misma criatura demoníaca, de la que Karswell es súbdito, portavoz, acólito, prisionero y herramienta ejecutiva. Con la inminente fecha de caducidad impuesta a su vida, y a regañadientes, porque rechaza de plano y con total convicción la existencia de cualquier fenomenología sobrenatural, Holden trata de esclarecer la verdadera razón de la muerte de Harrington con ayuda de su sobrina Joanna (Peggy Cummins), y de paso obtener las pruebas que revelen a todo el mundo que Karswell no es más que un vulgar charlatán. Pero Holden va introduciéndose poco a poco en universo mágico cuyo epicentro es Karswell, y aunque rechaza una a una las pruebas físicas de ese mundo cuya existencia niega, la duda va creciendo dentro de él hasta poner en riesgo la arquitectura de sus certezas y romper su equilibrio mental y emocional. Ahí se encuentra el tema de fondo de la cinta: la conversión de un hombre de ciencia, de una mentalidad pragmática, y su apertura a un universo más allá de los sentidos, y también del sentido práctico, material y banal de la existencia.
La evolución personal de Holden es el motor de la cinta. De un personaje que se desplaza desde América a Londres para asistir a un congreso científico se torna en receloso pero entusiasta y arriesgado investigador de lo paranormal; de un hombre que actúa a golpe de intereses profesionales y personales (mientras Joanna intenta introducir a Holden en las zonas oscuras de la actividad de su tío recién fallecido, el americano solo intenta intimar con ella, invitarla a cenar, besarla, pasar la noche juntos…) se troca en heroico paladín de la luz en su lucha con las sombras. Su proceloso -y, hasta cierto punto, dudoso- pero forzosamente rápido proceso de asunción y asimilación de otras realidades más intangibles va cubriendo etapas, de menos a más: los fenómenos extraños son achacados a accidentes, a casualidades, a vulgares trucos de magia, a la interpretación dramática de los impostores… Y así es prácticamente hasta la conclusión, cuando la evidencia se hace palmaria y es imposible cerrarse ante ella… Hasta que la historia concluye, momento en el que Holden parece volver a instalarse en la duda, o quizá en el rechazo, acerca de lo que ha visto y vivido, como si hubiera protagonizado una alucinación o, probablemente, un mal sueño durante esa noche de vuelo transoceánico en el que una luz impertinente, presuntamente, no le ha dejado pegar ojo…
La maestría de Tourner se plasma en la puesta en escena que marca esta evolución del protagonista, y en particular en cómo incide la iluminación de las secuencias en los diversos escenarios de sus actuaciones. Holden transita de la luz a las tinieblas, literalmente: de la primera bombilla en el avión, durante el viaje a Londres, cuando la molestia provocada por Joanna -a la que todavía no conoce- le impide dormir y las iluminadas instalaciones del hotel y a sus primeras salidas diurnas por Londres (a la biblioteca del Museo Británico) o por el campo (la primera visita a la mansión de Karswell), va transitando paulatinamente por espacios cada vez más desapacibles (la fuerza del viento y de la tormenta en ciernes, la visita al crómlech, la tormenta “provocada” por Karwell) y, sobre todo, oscuros y penumbrosos (corredores, pasillos, la sesión de espiritismo, las calles nocturnas, la sesión de hipnosis durante el congreso, las estancias a oscuras de la mansión de Karswell en su última visita, su huida por el bosque en plena noche…). El optimismo, la seguridad y la determinación del personaje en su estado inicial se ven condicionados igualmente por el desarrollo de los acontecimientos a los que asiste o que protagoniza. En este sentido, su práctica y decidida mentalidad norteamericana se ve arrastrada por un entorno y unos hechos que le hacen perder el control, y solo la aceptación de esas nuevas y desconocidas reglas, de ese nuevo registro en el que debe desenvolverse y que hasta entonces se había negado a reconocer como una opción plausible, le permiten retomarlo y resolver el conflicto, esa especie de juego de “tú la llevas” que es la clave última, y tal vez un poco absurda y cogida por los pelos, del drama. Es decir, Holden, para volver a la luz, debe atravesar las tinieblas, extremo que la película sugiere magníficamente gracias al uso que Tourneur hace durante todo el metraje de la fotografía de Edward Scaife.
El segundo aspecto a destacar, como una lectura más velada de la película, tiene que ver con esa aparente oposición entre la concepción estadounidense de la existencia, más pragmática, más materialista, y aquella que se abre a otras posibilidades alejadas de la consciencia y de la percepción de la realidad a través de los sentidos y de las leyes de la física. No deja de ser llamativo que Columbia produjera una película de estas características en plena presidencia de Eisenhower, cuando el público americano se encuentra disfrutando de un periodo de desarrollo económico sin precedentes, una auténtica borrachera, un vórtice de éxtasis consumista, y la satisfacción de los deseos a través de la posesión y adquisición de medios materiales y de confort constituye el primer motor de la riqueza norteamericana y, a través de su exportación a todo Occidente, del modo de vida de buena parte del planeta, la que él controla. Desde ese punto de vista, la película se erige en una especie de recordatorio, de puesta de manifiesto de otra realidad al margen de lo inmediato, de lo tangible, de lo cuantificable, y del peligro que conlleva ceñirse y fiarlo todo a estos aspectos mientras se descuida el perfil espiritual, cultural, ancestral, de la personalidad, que no es otro que el riesgo de que el bienestar material prive al ser humano de la capacidad de discernimiento sobre lo que implican el Bien y el Mal (sea este el pérfido extranjero comunista o cualquier otro), y la progresiva pérdida de herramientas para combatir este último al carecer de los mecanismos necesarios para detectarlo y diagnosticarlo correctamente. Porque, al fin y al cabo, para oponerse al enemigo, hay que conocerlo. Y reconocerlo.