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Cine en fotos: Alec Guinness

Publicado el 10 febrero 2023 por 39escalones
Cine en fotos: Alec Guinness

«La lluvia irlandesa, como se espera siempre y se disfruta llevando ropa apropiada, es menos exasperante que la lluvia en otros lugares, y cuando a media tarde aminoró un poco, decidí estirar las piernas y dar un paseo de diez minutos hasta la iglesia local, que es más agradable que la mayor parte de las iglesias irlandesas, ya que está menos sobrecargada y es sumamente silenciosa, salvo el molesto tic-tac de un reloj, que siempre da la hora mal. ¿En qué otro lugar —me preguntaba mientras iba por el camino— podría llegar en unos minutos a la iglesia después de las frustraciones del trabajo? Segovia, en el centro de España, se me vino a la mente. Cuando en el invierno de 1962-63 me embarqué en una superproducción titulada La caída del Imperio Romano, Tony Quayle, que también trabajaba en la película, alquiló una hermosa casa de campo del siglo XVI a unos kilómetros de la ciudad y me invitó a compartirla con él. Daba a un pequeño y turbulento río y a los altos muros del Alcázar —donde en 1623 el futuro Charles I, antes de sentarse en su desdichado trono y perder la cabeza, acudió sin éxito en busca de esposa—. A unos cientos de metros se encontraba el monasterio jerónimo del Parral, todavía en proceso de restauración por los efectos de la guerra civil, y cerca, al otro lado de la casa, estaba el espantoso y desolado convento de los Carmelitas Descalzos, donde está enterrado el gran místico San Juan de la Cruz en una enorme y recargada tumba de lapislázuli y bronce. En el suelo, al lado de la tumba, hay un hueco vacío, no mayor que una jaula de perros, donde reposó el santo originariamente. Casi todos los días, durante mi estancia en Segovia, visitaba una de estas iglesias para librarme del desánimo que me producía el mundo del cine. De vez en cuanto daba un paseo junto al río, sobre nieve crujiente, y veía carámbanos de unos cuatro metros que colgaban sobre el Alcázar, hasta la Vera Cruz, donde los cruzados de la Tierra Santa solían hacer la guardia nocturna. Hacía un frío terrible, pero la casa, con dos grandes chimeneas de leña, que estaban siempre encendidas en el hogar, daba un agradable calor; y había una encantadora y vieja cocinera y criada, que hacía casi las mejores tortillas del mundo. A Tony le consideraban el Señor del Lugar y cuando traían un nuevo y enorme barril de jerez desde la aldea, rodando por la calle helada, empujado por unos hombres fuertes, tocados de boinas negras, lo subían con cuidado a la casa y le daban la primera copa. Todo aquello era muy feudal y deliciosamente lejano a La caída del Imperio Romano. Nunca vi más que veinte minutos de la película terminada».

Memorias. Alec Guinness (Espasa-Calpe, 1987).


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