Ya en aquellos tiempos, Manuel Alexandre daba pruebas de su acendrada, y a veces desmesurada, vocación de actor, que aún conserva. Pasados ya los setenta años (escribo en 1989) me dijo, como quien hace una delicada confidencia:
-A mí ya lo único que me interesa es trabajar.
Quizás podría haber dicho “siempre” en vez de “ya”, porque aunque jugador, admirador de la belleza femenina y de los placeres que proporciona, lector habitual y selectivo, curioso de lo que le rodea y permanentemente tertulio, nada ha habido que le preocupe, le apasione y le atormente más que su trabajo de actor y las posibilidades de perderlo o de no encontrarlo, aunque su acusado sentido de la responsabilidad, su miedo injustificado, le haya llevado a veces a rechazar ofertas que le habrían proporcionado grandes satisfacciones, y aunque el azar no le haya favorecido con las grandes cantidades de suerte que son necesarias no ya para triunfar, sino simplemente para pasarlo bien en este oficio. No parecen abundar hoy los cómicos con tan profundo y exaltado amor a este raro trabajo, a esta divertida y marginal ocupación o entretenimiento, pero antes, entonces, en aquellos tiempos, el temperamento de hombres como Manuel Alexandre era casi imprescindible para profesar este arte.
Hijo de un artesano que poseía un pequeño taller de hojalatería y fontanería, especializado en garrafas para horchata, compaginaba en los años de la posguerra el trabajo en el taller -al que su padre le obligaba por haberse negado a proseguir sus estudios de Derecho- con su trabajo de meritorio en el teatro y con el servicio militar, que en su caso duró seis años. La descripción y las explicaciones de cómo el soldado hojalatero actor consiguió cumplir sus múltiples deberes podrían suministrar materiales tanto a textos sobre el heroísmo vocacional como a sabrosas páginas de la inacabable picaresca española; principalmente a la picaresca militar al estilo de Estebanillo González.
El tiempo amarillo (Fernando Fernán Gómez, 1990).