MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (X)
El éxito continuo y, a juicio de quien escribe, increíblemente desmesurado, que desde los ochenta tiene la épica de inspiración medieval con tintes fantásticos en el cine (y no sólo en el cine, ahí tenemos la eclosión de los juegos de rol) ha alcanzado en los últimos tiempos su máxima eclosión con la saga de El Señor de los Anillos, de la que ya hemos hablado dentro de esta misma sección suficientemente (por no decir demasiado), pero se trata de un género que periódicamente ha estado presente en las carteleras con más o menos pretensiones y mayor o menor fortuna. Uno de los clásicos es esta cinta de Richard Donner en la que nos ofrece una fantasía de romance, magia y aventuras de capa y espada en la Europa medieval.
El obispo de Aquila (John Wood), un hombre ambicioso y sin escrúpulos herido en su orgullo, invoca a las fuerzas del mal para lanzar sobre una pareja de amantes, Isabel y Navarre (Michelle Pfeiffer y Rutger Hauer) una insólita y cruel maldición: estarán condenados a permanecer juntos pero con la imposibilidad de amarse; de día, ella se convertirá en halcón, de noche, ella recobrará su forma humana pero él se transformará en lobo. Así habrán de permanecer, separados pero juntos, mientras vivan. Hundidos en la desesperación, viven su condena como almas en pena hasta que la casualidad quiere que un ratero, Gaston (Matthew Broderick), se cruce en sus vidas y abra una puerta a la esperanza.
La película, vibrante y pausada (a veces demasiado, por no decir que tiene un evidente, y a ratos desquiciante, problema de ritmo), romántica y con todo el sabor de la aventura y la acción rebozada de música con reminiscencias pop y rock (de largo, lo peor de la cinta, pese a contar con el grupo de pop sinfónico-psicodélico The Alan Parsons Project), contiene todos los elementos de este exitoso subgénero: castillos, hechizos, romanticismo, combates, lucha entre buenos y malos, acción, humor y fantasía a raudales, y, como plus, cuenta con la impagable presencia de la belleza de Michelle Pfeiffer, en la que la excelente fotografía del gran Vittorio Storaro, que hace de esta película menor para público juvenil un placer estético de primer orden, se recrea y se detiene a gusto para ofrecernos postales imborrables. Sin embargo, la mezcla encaja de una manera tan poco natural, tan forzada, que invita a pensar que algo no funciona.
Probablemente, para una generación la película no es siquiera analizable; basta con que forme parte del imaginario colectivo, de los recuerdos de la infancia tardía o de la adolescencia. Es quizá, una de esas películas que conviene no volver a ver para que el recuerdo no se estropee. Porque, ciertamente, Hauer actúa de manera solvente, pero Pfeiffer (que sabe hacerlo mejor) queda reducida a mero busto que no para de mostrar unos hermosos ojos en cuanto tiene ocasión, y además hay ciertos aspectos del personaje de Gaston que sacan de quicio. Más allá de la música, que quizá es buena, pero no para una película medieval (ay, qué crímenes se hacían con la música en los ochenta), la historia deriva en una trama plana de buenos y malos, victorias justas y aún más justos castigos.
Con todo, virtudes visuales y defectos argumentales aparte (como la falta de ambición narrativa, por ejemplo), si uno consigue vencer el frío y monocorde comienzo y se deja imbuir de magia y aventura, puede disfrutar un buen rato con una película, quizá excesivamente larga (en torno a dos horas para la poca historia que cuenta) pero con imágenes muy sugerentes y bellas. Eso sí, quienes la vieron en su día y la recuerdan con agrado, absténganse: corren el riesgo de sentir vergüenza de sí mismos.