Estas tres palabras bastan para generar en España un animado debate en el que no faltarán grandilocuentes teorías ni rastreros argumentos ad hóminem. El penúltimo se está montando a costa de la serie de artículos que El País está publicando con motivo del desarrollo de la nueva Ley del Cine. Abrió el fuego Jaime Rosales el pasado 05/10/2009 y su texto ya ha provocado una encendida réplica por parte de Manuel Martín Cuenca. Eso sin contar con el manifiesto que, el pasado agosto, unos cuantos cineastas firmaron por considerar que la Ley 55/2007, del Cine perjudica un tipo de películas muy concretas y apuesta por un cine-espectáculo al estilo Hollywood con el que, según su parecer, no estamos preparados para competir en el mercado internacional.
La tentación es demasiado grande para resistirme a meter la cuchara. Empezaré con el texto de Rosales:
1. Fuera de sitio toda la argumentación sobre la politización del cine español (incluso sus ideas sobre lo que debe ser la manifestación pública de las propias convicciones políticas). Ni esa es la causa de la mala opinión generalizada del cine español ni se ejerce así el activismo político.
2. Totalmente de acuerdo con su defensa de los dos tipos de ayudas que prevé la ley: una para las películas que quieran jugar en las ligas mayores (filmes de más de 2 millones de euros de presupuesto a los que se les concederá de forma automática una subvención a partir de 75.000 espectadores) y otra para cineastas noveles, argumentos experimentales o cosas raras (serán otorgadas ayudas a la producción previa evaluación de un comité).
3. Una puntualización borde: cuando Rosales habla del «derecho abstracto a hacer cine» en realidad la expresión que está buscando es «opción de hacer cine». Hablar de derecho y de abstracciones complica su argumentación innecesariamente. Todos tenemos la opción de hacer cine, otra cosa es que queramos/podamos hacerlo.
Y ahora el de Martín Cuenca:
1. Totalmente de acuerdo con su crítica a Rosales y su punto de vista en el tema de la politización del cine español y la expresión pública del activismo político. Este aspecto de la polémica debe quedar liquidado porque no tiene nada que ver con el debate.
2. No comparto en absoluto sus ideas acerca de lo que deben ser las ayudas públicas al cine. No es suficiente argumentar que el cine es cultura antes que una industria, pensando que así se justifican todas las excepcionalidades legislativas, jurídicas, mercantiles, sociales y artísticas. Olvida que, por mucha cultura que suponga, el cine sobrevive gracias a una industria, y eso implica aceptar un mínimo de reglas desde el momento en que se opta por entrar en el mercado para producirla.
3. Me resulta indignante la argumentación que emplea para cuestionar las comisiones que decidirán las ayudas a los filmes de menos de dos millones de euros: según él, los criterios serán opacos, sujetos a modas y bajo sospecha de favoritismos. ¿Acaso todos esos riesgos no se dan en una productora privada a la hora de valorar un proyecto cinematográfico? ¿No se da cuenta de que siempre será necesario que alguien elija qué se subvenciona y qué no, ya sea dentro del ámbito público o del privado?
4. No entiendo por qué cuestiona el establecimiento --incluso la existencia misma-- de un límite presupuestario para diferenciar las películas y los tipos de ayudas a las que pueden optar, argumentando que eso provocará que se inflen presupuestos hasta llegar a la cantidad exigida. ¿Dónde está la presunción de responsabilidad de su propio sector?
5. Pero lo que me saca de quicio es esa arraigada idea que subyace en su justificación del punto 3: que las subvenciones públicas --por el mero hecho de serlo-- no deben estar basadas en criterios de ninguna clase, ni exigir mínimos, ni valorar calidades; sino limitarse a soltar la pasta sin preguntar hasta que se acabe el presupuesto. Quienes defienden esto, además de revelar un populismo completamente rancio y arcaico, revelan el pánico atroz que les produce la valoración pública de sus películas. Lo aceptan tras el estreno porque no tienen más remedio (es la única forma de obtener beneficios legítimos), pero no que otros les examinen antes de ponerse a rodar. Señor Martín Cuenca, en todos los sectores económicos, entidades y empresas --públicas y privadas--, también los estudiantes y los investigadores, ponen sobre la mesa sus proyectos para que terceras personas los comparen con otros y decidan cuál es el mejor. Esta labor, qué casualidad, casi siempre la llevan a cabo los que pagan: para obtener becas, subvenciones, adjudicarse concursos o, simplemente, vender productos o servicios. Lo hace todo el mundo, todo el mundo. ¿Por qué los cineastas no? ¿Porque ellos hacen «Cultura»? ¿Acaso la «Cultura» no cuesta dinero? Precisamente porque los recursos son limitados hay que establecer criterios, normas y límites.
Dedicarse a una actividad «cultural» o «artística» no te convierte en intocable, ni a ti, ni a tus creaciones. Además del criterio subjetivo e individual para preferir una película a otra, existen numerosos criterios socialmente intersubjetivos que hacen que determinados títulos resulten más importantes que otros, y además posean una considerable influencia dentro de su ámbito creativo. Desde un punto de vista intersubjetivo, no es comparable la importancia de Tesis (1996) de Alejandro Amenábar con ¡Que vienen los socialistas! (1982) de Mariano Ozores. Son dos películas rodadas en soporte celuloide, sí, pero ahí se acaban las coincidencias. Da la sensación de que muchos cineastas desean limitarse al nivel incomparable e inatacable de las preferencias subjetivas, en el «a mí me gusta y ya está» que rehuye toda argumentación racional. No sé qué resulta más ingenuo e infantil: si el pánico a la comparación o la creencia de que los poderes públicos deben conceder dinero a la cultura sin preguntar nada.
¡¡Barro, barro, que hay debate!!