Revista Cine

Cine “independiente” hecho con molde: Atando cabos (2001)

Publicado el 13 mayo 2013 por 39escalones

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Esta película de Lasse Hallström es un caso curioso cuyo análisis resulta muy revelador para entender cuánta hipocresía se encuentra a veces bajo el pretendido y pretencioso sello de la independencia cinematográfica. Ésta, lejos de ser un invento “moderno”, esa etiqueta con la que nos referimos desde finales de los ochenta y principios de los noventa a la confluencia del auge del Festival de Sundance con el ascenso de la productora y distribuidora Miramax de los hermanos Bob y Harvey Weinstein, es una realidad muy presente en Hollywood ya desde los tiempos de los pioneros, pero que encuentra su eclosión y su máximo exponente en el primer Orson Welles. Esa reciente moda de la “independencia cinematográfica”, más una etiqueta comercial que una realidad (casi todas las compañías independientes fueron absorbidas o sustituidas por otras promovidas por los grandes estudios) pretendía englobar aquellas producciones que por temática, bajo presupuesto, pormenores de la trama, reparto, etc., quedaban fuera de los grandes estudios por suponer “riesgos” para la taquilla. Pero, hecha la ley, hecha la trampa, porque cuando estos productos de diseño (laboratorios de guión y robo de ideas en Sundance, estudios de mercado en Miramax…) comenzaron a obtener el favor del público de forma más que testimonial, las señas de identidad se pervirtieron y las películas ”independientes” cayeron en los mismos errores que sus hermanas mayores de los estudios: confección de repartos comercialmente atractivos, aumento de las inversiones en publicidad, aumento del presupuesto y consiguiente necesidad de obtener compensaciones en taquilla, lo cual hacía abandonar los argumentos y guiones “de riesgo”, etc., etc. Tal fue así que esas productoras “independientes” buscaron el cobijo de las anchas alas de los grandes estudios para mantenerse en pie. Columbia, Universal, o Disney (que compró Miramax), se quedaron con el sello de la independencia, y comenzaron a fabricar con molde productos “independientes” de diseño en los que la antigua frescura, la ambición por innovar, por ir más allá de las convenciones comerciales, habían desaparecido por completo. Así, nos encontramos con cineastas y películas falsamente independientes, que no son más que productos de lo más conservadores pasados por la pátina estética (y nada más) de la independencia, pero que en realidad son, quizá más que nunca, fruto de los estudios de mercado (Juno, Pequeña Miss Sunshine, El lado bueno de las cosas…). Atando cabos (The shipping news, 2001), como se ha dicho, es un ejemplo paradigmático.

Quoyle (Kevin Spacey), una piltrafa de ser humano que trabaja como controlador de tinta en las prensas de un periódico, pierde en poco tiempo a sus padres y a su esposa (Cate Blanchett), una muchacha casquivana y demasiado habituada a emplearse como prostituta, con la que tuvo una hija en un corto e infeliz matrimonio. Para huir del pasado, y gracias a una tía suya (Judi Dench), marcha al pequeño pueblo de pescadores de Terranova de donde es originaria su familia, y se emplea como cronista del puerto para el periódico local. Allí descubrirá de nuevo el amor (Julianne Moore), conocerá hechos del pasado de su familia, no pocos de ellos perturbadores (un oscuro episodio incestuoso), otros mágicos (la casa sin cimientos trasladada de aquí allá), y se dejará rodear y apreciar por un grupo de pintorescos lugareños entre los que descubrirá de nuevo la alegría de vivir.

A priori, todo en la película parecen elementos atractivos, a saber: un reparto de primer nivel que cumple con solvencia (Kevin Spacey, Judi Dench, Julianne Moore, Cate Blanchett, Scott Glenn, Pete Postlethwaite); unas localizaciones espectacularmente bellas en las costas salvajes de Terranova; la interesante música de Christopher Young; un material original, la novela de E. Annie Proulx ganadora del Pulitzer de 1994, como buena materia prima; la excepcional labor de ambientación; la dirección correcta, funcional, artesanal, de un veterano cineasta experimentado; y el bolsillo de Miramax para costearlo todo y para darle el rebozo adecuado para la carrera al Oscar… Sin embargo, todos estos ingredientes, por separado estimables, no terminan de cuajar, no hacen masilla, y la película se deshilacha. La presencia de estos elementos salva a la película de ir de cabeza a la célebre sección de la Tienda de los Horrores, pero no la convierten en una buena película. Sus problemas principales son dos. En primer lugar, un guión, obra de Robert Nelson Jacobs, de lo más plano y blandito, comido por los lugares comunes de ese subgénero vomitivo llamado “lucha por la superación personal después de un trauma y resurrección a la vida gracias al hallazgo del amor”; y producto de lo anterior, una historia que se zambulle en la indefinición: no es un drama puro, no es una comedia costumbrista, no es realismo mágico, no es cine social, no es una película de crímenes, no es una comedia romántica… El problema no es tanto lo que no es como el hecho de que no consigue ser nada por sí misma, y que, propiciado por el estilo generalmente neutro, contemplativo, lánguido y pausado de su director, la cinta se instala en la continua y completa frialdad, sólo abandonada cuando al director le da por abrir la mano y dar paso a un humor fresco y amable.

El par de agradables momentos cómicos que imprimen frescura y alegran algo el ritmo del espeso metraje (124 minutos) no son más que breves respiros, alimentados por las apariciones de Scott Glenn y Pete Postlethwaite, entre el marasmo de sentimentalismo barato, ñoñez supina y frialdad formal, que desaprovecha los escenarios y se pierde en anticlimáticos flashbacks que pretenden servir para introducir ciertas atmósferas pesadillescas que inunden tanto los sueños de la hija de Quoyle como su acercamiento al pasado remoto y legendario de su familia. Ese choque de la magia con la realidad cotidiana no está bien cerrado, ni tampoco la naturaleza ni las relaciones de los personajes entre sí, cogidas con alfileres, tratadas en precario, sin definición ni rumbo claro. La película se esfuerza denodadamente por emocionar, pero lo intenta con métodos prefabricados, lágrima fácil, apelaciones a sentimentalismos primarios y ninguna elaboración, la pobreza del recurso a la emocionada voz en off y a la manipulación sensiblera del espectador más propenso a mostrar sus buenas intenciones a flor de piel. Sólo el humor, como se ha dicho, y un par de breves instantes surrealistas, levantan un poco la media de mediocridad configurada por la ineficaz mezcla de elementos tan dispares pésimamente combinados.

En resumen, una cinta demostrativa de las perversiones que han hecho del cine independiente una presencia habitual en las carteleras de las salas de los centros comerciales y en las fases finales de los premios Oscar: películas complacientes, superficiales, primarias, con muy poquito que rascar, pero rebozadas en señas de identidad estéticas que las alejen de las grandes superproducciones de cacharrería. Pero, no nos engañemos: unas y otras no son más que dos caras de la misma moneda. Cine para espectadores-súbditos; público sometido. Prohibida la transgresión. Desterrada la ambición. El reinado de la taquilla fácil. Un desierto de criterio.


Cine “independiente” hecho con molde: Atando cabos (2001)

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