En el comienzo de esta aclamada película de Milcho Manchevski (que tantas y tan altas expectativas despertó, prácticamente todas defraudadas a partir de su segunda película, hasta el punto de la súbita, progresiva e imparable disolución de su carrera), coproducción entre Macedonia, Francia y el Reino Unido, el director macedonio establece visualmente cuál es la estructura y el fondo narrativo de la cinta: en un homenaje directo al comienzo de Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), unos niños ponen a luchar a dos tortugas en el centro de un círculo que han creado con ramas y palos, azuzando a la una contra la otra, empujándolas y agarrándolas de sus caparazones, antes de prender fuego a las ramas y palos y completar así un círculo de muerte. De este modo, en dos breves tomas, Manchevski sitúa temática y narrativamente la película: en primer lugar, el esqueleto circular del guion, construido sobre historias cruzadas -tan de moda durante los noventa y hasta bien entrados los dos mil- de círculos concéntricos que convergen al comienzo y al final del metraje; en segundo término, las imágenes aluden simbólicamente al fondo de la historia, la guerra enconada, de difícil resolución, en un mundo que ha estallado en llamas. Estructurada en tres partes, Palabras, Rostros e Imágenes, la historia entreteje las evoluciones de distintos personajes en la recién independizada república de Macedonia en el contexto de la guerra de los Balcanes, en una atmósfera de odio y depuración étnica y racial.
El primero de los segmentos es el visualmente más logrado, y también al que mejor se ajusta la música compuesta por Anastasia para la película. La fotografía de Manuel Teran crea hermosas composiciones de exteriores, aprovechando la morfología montañosa y el perfil del monasterio medieval recortado junto al lago, mientras que en los interiores saca enorme partido al ceremonial ortodoxo griego, a la modesta suntuosidad de los iconos y la iluminación con velas y cirios, a la solemnidad ceremonial del culto y al entorno tranquilo, semioscuro y silencioso de la vida monacal. En este escenario, un joven monje que ha hecho voto de silencio (Grégoire Colin) se ve en la tesitura de contravenir las severas normas de la comunidad para esconder y proteger a una muchacha albanesa, de fe musulmana, perseguida por una brigada de ciudadanos armados de una localidad próxima. Mintiendo a sus superiores al tiempo que oculta a la chica, la presión de ambas situaciones se hace insostenible y conduce a un final pesimista en el que el odio y se impone sobre la razón y la fe, la intransigencia sobre la compasión y la caridad. Las esperanzas del monje se vuelcan entonces en reunirse en Londres con un tío suyo, un famoso y premiado fotoperiodista. En la segunda de las historias, una fotógrafa de una agencia de prensa londinense (Katrin Cartlidge) lucha por superar la crisis personal que se deriva tanto del alejamiento de su marido (Jay Villiers) como de los deseos de su colega y amante (Rade Serbedzija) de retornar a Macedonia; cuando se reúne con su marido para intentar poner fin a sus problemas, de un modo u otro, se ven súbitamente interrumpidos y amenazados por un episodio irracional y violento que prueba que las armas y la guerra tienen los tentáculos muy largos y pueden llegar a cualquier parte en todo momento; en el último de los fragmentos, el fotógrafo, de retorno a su país de origen, se encuentra con una realidad muy distinta a la que dejó atrás: los pueblos prácticamente en ruinas, su casa medio derruida, barrios enteros desiertos y muy deteriorados, y comunidades que antaño vivían en paz y armonía, separadas, incomunicadas, armadas, preparada una para expulsar a los que considera extraños, lista la otra para defenderse a cualquier precio; en este contexto, reencontrarse con amigos «del otro» lado, con su descendencia, como la muchacha albanesa del primer capítulo, y tratar de recuperar a un antiguo amor, conllevan un enorme riesgo, y mantener la cordura implica pagar el más alto precio ante el absurdo abismo de la guerra.
El atractivo visual y el gusto del director por la composición de planos y el uso del escenario que rigen en el primer capítulo no se trasladan al episodio londinense, plano y anodino, de estética artificiosa y ritmo apresurado. El nudo central del drama, el triángulo amoroso entre la fotógrafa, su amante y su marido encajan mal con la resolución, un tanto caprichosa y traída por los pelos, por más que se comprenda la tesis que subyace sobre ella, si bien la conexión con el primero de los fragmentos está bien hilada, aunque truncada e inconclusa por las circunstancias. Estéticamente, la película decae, tanto por la menos inspirada fotografía como por el diseño frío y aséptico de los interiores, que en el restaurante dan incluso sensación de precariedad. El tono visual remonta en el último capítulo, si bien su tema es principalmente la desolación, y esta idea se traslada a los interiores y exteriores escogidos. Una desolación doble, la de los campos sin cultivar o las casas abandonadas como metáfora de la campana de incomunicación e incomprensión que se ha extendido sobre las comunidades macedonia y albanesa, antaño bien avenidas. En ese contexto, cualquier intento por un miembro de una de las partes por tender puentes, de la clase que sean, con la otra, recibe los recelos de ambas, si no acusaciones de traición, con las consecuencias fáciles de prever.
La película gozó en su momento de una excelente acogida crítica y de público, sin duda sensibilizados a causa de las imágenes que diariamente podían contemplarse en los informativos de todo el mundo y de la accesibilidad de su tesis central, por sabida que sea nunca improcedente, y que gira en torno a la idea de los estragos que puede causar la guerra, más allá de las banderas y los himnos patrióticos, de los maximalismos ideológicos o raciales, en las historias particulares de las personas, de sus familias, sus amigos y su modo de vida. La guerra como hecho absoluto y fenómeno universal, que afecta a todo y a todos aunque su localización geográfica sea la de un lugar poco relevante cuyos habitantes no importan a nadie, y que convierte en bestias irracionales incluso a las personas más justas, amigables y cabales, aun dentro de la propia familia. La película, con todo, ha sufrido el impacto de los treinta años transcurridos, y aunque las tres historias conservan la potencia de su fondo dramático y su capacidad de conmoción, visual y narrativamente la construcción de su entrelazado se ha revelado como una maniobra de guion artificiosa y algo postiza. Una película más de fragmentos, de partes, que de la totalidad, en la que brillan planos e instantes concretos por encima del conjunto, a la manera de la propia carrera de Manchevski, que siguió incidiendo en historias temporalmente fragmentadas e interconectadas sin la fortuna ni el éxito de este primer trabajo suyo, en media docena de películas y una serie de televisión. El desenlace del personaje del fotógrafo, en este punto, resulta casi un augurio irónico.