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Ciudad

Publicado el 03 septiembre 2012 por Francissco

Ciudad

Oooh, Baby, I love you. Aquí estoy de nuevo, en mi ciudad, en mi jungla, en mi ecosistema. He vuelto, hey, a reclamar ese asfalto cabrón que me pertenece, a luchar con uñas y dientes contra las Fuerzas del Mal, encarnadas en facturas, jefes chupasangre, atascos y noticias cabronas. Aquí y ahora es cuando empieza el condenado año, no en esa mariconada llamada “Día de Año Nuevo”, bah.

El aterrizaje en el barrio lo muestra como lo que siempre me ha parecido: una zona recientemente desmilitarizada, donde las fuerzas de ocupación habrían tirado la toalla tan solo de puro aburrimiento. Los rostros vecinales -oh, dios mío-  muestran el acostumbrado grado de embrutecimiento y endogamia. Los contenedores de basuras están a reventar y una tubería llena la acera con el agua de algún gilipollas con su climatizador a toda pastilla. Ese agua es su sudor, es la descomposición de algún urbanita gordo y pedófilo, asqueado por no haber podido abandonar la colmena y -posíblemente- por no poder hacerlo jamás.

La gente en las aceras te mira con el rostro aborregado por el calor, al tiempo que te llega olor a marihuana desde un grupo de niñatos con prisa por quemarse el puto cerebro. Cuando los humanos inventamos esta asquerosa colmena, este aglomerante engendro de mierda llamado ciudad, no reparamos en que terminaría por oler. Llevar semanas fuera y olfatear es como entrar en un infierno al minuto. Todavía no has desarrollado el filtro que te permitirá aguantar y la combinación de tubos de escape y humanidades en salmuera posee efectos letales, uuf.

Las caras de la gente muestran una cualidad blanquecina y viscosa y las aceras son recorridas de una forma absurdamente rápida. Parece como si hubieras entrado en alguna colonia de larvas que esperan a que las devoren. Al final de tu recorrido ves una puerta enorme, maciza y metálica, que semeja un sarcófago y que te asusta porque es el patio donde vives. Asumir que habitas en esa especie de intestino largo, iluminado con luces chillonas y rematado con un ascensor al final, es parte del precio por vivir en este puto siglo.

Pero es un precio que nunca terminas de pagar. No cuando una vecina te saluda al bajar tan solo con un gesto autista, como si al cerrar la puerta de casa hubiera abandonado alguna escena psicótica. Intuyes en cada cara la tensión, la locura consensuada. Millones de termitas humanas viven una vida alienante, encajadas en segundos, terceros y que se yo, en veinteavos pisos. Por algún sitio deben  reventar las costuras de vez en cuando. Ese sitio primero, como no, es la gestualidad, la pose. Esas miradas extraviadas de quienes han sido desposeídos de su tiempo y su libertad para siempre, con tan solo un breve respiro vacacional si son afortunados.

Acercarte al centro es no dar crédito a ese infierno acústico en el que nadie parece reparar. Va atardeciendo ya y en una tienda de electrodomésticos ves una TV de plasma. El sátrapa que nos gobierna gesticula y el público del mitin mira embobado…

Saludos cariñosísimos. El vórtice no se rinde.

 

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