La dicotomía urbano/rural es tan antigua como aquella Çatalhöyük -considerada la primera ciudad de la Historia- levantada en la actual Turquía alrededor del año 7500 a.C.. Probablemente, lo sea tanto como la primera vez en que dos grupos de humanos decidieron vivir en chozas contiguas. En la actualidad, nuestras ciudades se encuentran años luz de sus antepasadas en cuanto a dimensiones y complejidad. Cambia la escala y crecen exponencialmente los volúmenes, tanto para lo que se considera positivo (oferta cultural, desarrollo tecnológico, comodidades, oportunidades laborales, socialización) como para lo interpretado como puntos en contra (consumismo, contaminación, estrés, hacinamiento, soledad, guetos, criminalidad). Sin embargo, esta escala es relativa, y la ciudad de París tiene por qué ser un lugar menos estimulante o inhóspito para un francés de lo que lo que lo fue Lutecia para un galo de hace 2.000 años.
¿Por qué atraen y, al mismo tiempo, repelen las grandes urbes? Al símbolo de progreso, que ha llevado asociado el concepto de ciudad, se opone ese componente que atenaza a sus habitantes. Juanma Agulles, autor de La destrucción de la ciudad (Libros de la Catarata) acostumbra a decir que "la ciudad es una buena idea cuyo único problema ha sido convertirse en realidad". Para este sociólogo, tarde o temprano, cualquier habitante de una supermetrópoli se enfrenta al conflicto interior de tener que posicionarse entre la libertad que proporciona sentirse uno más entre millones de rostros anónimos que se cruzan por las calles sin saludarse y la pérdida de identidad que ese misma circunstancia acarrea.
En este contexto, la ciudad podría interpretarse como un enorme plato de comida de aspecto apetitoso y delicioso sabor, pero que, en el fondo, sabemos que puede acabar sentándonos mal. Un 'alimento' para el espíritu al que no le faltan ni partidarios ni detractores. Entre los primeros, la mayoría adora los ritmos frenéticos que impone el espacio urbano y reivindican la "energía" que desprende la gran ciudad, animados por encontrarse en esa mezcla de todo lo habido y por haber. En el lado opuesto, aquellos a los que les aterroriza poner un pie en cualquier población mayor de 50.000 habitantes y que preferirían perderse de noche en un bosque infestado de lobos a pasar 40 minutos atrapados en un taxi en un atasco de gran arteria urbana en hora punta.
ONU Habitat defiende que las verdaderas 'ciudades inteligentes' son las que crean espacios seguros para grupos marginados
Entre las dos fronteras, la del orgullo y la de la repulsión, hoy se abre paso una corriente que reclama espacio para las ideas y la búsqueda de soluciones que ayuden a convertir las junglas de asfalto en espacios más habitables, sensatos y sostenibles. Núcleos de integración, no solo para las personas, también para tecnología y vegetación. Esta visión invita a replantearse el propio concepto de ciudad tanto en términos de desarrollo urbanístico como del propio uso que queremos darle a esos lugares y a nuestra conexión emocional con ellos. En otra palabras, cambiar visiones como 'ciudad dormitorio', 'colmena' o 'suburbio' por 'vida de barrio', 'comunidad' o 'slow city'.
Hace aproximadamente un año, en pleno confinamiento, Greenpeace hizo un llamamiento a rediseñar nuestras ciudades 'post-covid' para proteger el futuro y el planeta. Entre sus propuestas, un mayor espacio para los peatones, las bicicletas u otras alternativas de transportes no contaminantes; ampliación de zonas verdes; promoción de la reutilización, la reparación y el intercambio, y una apuesta decidida por mercados y cooperativas de alimentos de productores locales. Para otras organizaciones, las ciudades, más que un problema, podrían ser la solución a los retos poblacionales que se avistan en el futuro próximo. Así, el informe Ciudades del Mundo 2020 de ONU Habitat sostiene que la urbanización se puede aprovechar para luchar contra la pobreza, la desigualdad, el desempleo, el cambio climático y otros desafíos globales urgentes. El trabajo concluye que las verdaderas 'ciudades inteligentes' son aquellas orientadas a las personas y tienen en cuenta a todos los grupos que viven en ellas. Según sus autores, las áreas urbanas pueden contribuir a reducir las desigualdades proporcionando viviendas asequibles para los residentes con bajos ingresos y creando espacios seguros para grupos marginados. Además, recuerdan que las ciudades bien planificadas y gestionadas son capaces de crear un valor intangible en forma de orgullo cívico y sentido de pertenencia en sus ciudadanos.
La pandemia, de hecho, ha transformado las dinámicas entre las áreas densamente pobladas y las zonas rurales, haciéndonos testigos de que los modos de vida tienen más espacio para desarrollarse. Este tipo de propuestas ponen en equilibrio las ventajas de la vida rural -en términos de sentido colectivo, mayor conexión con la naturaleza o menor dependencia del transporte- pero sin renunciar a lo mejor que siguen ofreciendo las ciudades: su vibrante vida cultural y económica, sus conciertos, museos, bares y tiendas de barrio, emprendedores, a su creatividad y a su empuje. Una nueva identidad urbana que derribe las murallas (imaginarias pero efectivas) en las que siguen atrapados, sin saberlo, muchos de sus habitantes.
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