Revista Cultura y Ocio
Con el poeta y amigo Juan Carlos Elijas no me he encontrado en Londres, aunque sí con su hija Claudia, que ha estudiado allí un curso escolar: la mala suerte ha querido que, cuando él iba a la ciudad a visitar a Claudia, yo estuviera en España. Pese a este no encuentro, tengo la sensación de que sí nos hemos visto, y hasta abrazado: hay encuentros espirituales, o imaginados, o inventados, tan reales como los físicos, o aún más. No obstante, y quizá para compensar las cervezas -esas sí, muy físicas- que no nos hemos tomado juntos en ningún pub de Londres, Juan Carlos ha querido invitarme este octubre a la Tardor Literària de la ciudad y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Tarragona, también al instituto de enseñanza secundaria donde trabaja como profesor de lengua y literatura, el Pons d'Icart. Allí me reúno con una de sus clases de bachillerato, donde charlamos él, los alumnos y yo sobre lecturas y escritores. Hablar con muchachos de 17 y 18 años tiene el encanto de descubrir a personas limpias y entusiastas que están empezando el maravilloso viaje de la vida, pero también supone constatar la condición de tabulae rasae, en punto a literatura (y a arte, en general), de muchas de ellas. Para mi desazón (y la de Juan Carlos, aunque él ya está más acostumbrado), ni uno -y hay una veintena de jóvenes en el aula- ha leído, no ya a Arthur Rimbaud, sino ni siquiera a Agatha Christie. Más descorazonador todavía: ni uno ha oído hablar nunca de Humphrey Bogart. Qué terrible averiguación. Hay, sí, quien ha disfrutado de una novela de vampiros (aprovecho entonces para contarles que el inventor de la figura literaria de Drácula fue un irlandés, Bram Stoker, cuya casa en Chelsea no está lejos de la mía); quien ha descubierto, gracias a La verdad sobre el caso Savolta, que le gusta leer; y quien ha llegado a la conclusión de que lo divertido de la literatura no son los libros, sino los cotilleos sobre los escritores. Pero todo lo demás, el infinito universo de la literatura, es terra incognita para ellos. Mi siguiente intervención se desarrolla en la sala de actos del instituto, a donde acuden varios grupos de bachillerato y sus profesores. Siempre es agradable ver que el lugar en el que habla uno está lleno, y el hecho de que la inmensa mayoría de quienes me escuchan sean oídos vírgenes añade interés al encuentro. Tras la presentación de Juan Carlos, leo algunos poemas y doy algunas explicaciones sobre ellos: si estamos en un centro de enseñanza, no me parece inadecuado ser algo pedagógico. Una de las composiciones que leo es una décima erótica. Antes de hacerlo, preciso que también he escrito poesía pornográfica, y que de esta me interesa el desafío que supone: hablar de algo socialmente tenido por sucio y, no obstante, hacer de eso arte. Busco ese desafío, añado, en todo lo que escribo: sin conflicto, sin incertidumbre, sin apartamiento de lo común, la poesía no existe para mí. El asunto de la pornografía es lo que más interesa a algunos de los asistentes. Por lo menos, es sobre lo que me hacen preguntas al acabar el acto (no en el acto: en la fase de ruegos y preguntas, nadie se ha atrevido a intervenir: los adolescentes son reacios a hablar en público, aunque en privado, sin el escrutinio de sus pares, no tengan inconveniente en interrogarte): varias chicas me preguntan si he leído poesía guarra en público y, si es así, por qué no lo he hecho hoy. Mi respuesta es que no me ha parecido prudente recitar según qué cosas en un instituto de enseñanza secundaria, pero que todo está en mis libros, si tienen interés: en Seis sextinas soeces o La montaña hendida. Como ya es la hora de almorzar, Juan Carlos, Rafa -profesor de filosofía y secretario del instituto- y yo vamos a comer a un buen restaurante del puerto. Cae una paella, desde luego, regada con un buen blanco de la tierra, mientras Rafa, que también es marino, nos habla de navegación y de barcos, y vemos palidecer suavemente al sol sobre la lámina verdeazul del Mediterráneo. Por la tarde toca la presentación de Corónicas de Ingalaterra en un bar del barrio viejo de la ciudad, el Museum Café. Saludo a muchos amigos: el gran Ramón García Mateos, que ha venido de Cambrils con toda su humanidad a cuestas; Juan López-Carrillo, que ha hecho lo propio de Reus, no menos grande que Ramón (y, en algunos aspectos, todavía más); Gustavo Hernández Becerra, un excelente narrador cuyo creciente parecido con Fernando Savater se me antoja extraordinario; Juan González Soto, que tiene cara de espadachín del diecisiete, y al que, como a mí, La casa encendida, de Luis Rosales, le parece uno de los mejores poemarios de la literatura española del veinte; Enrique Villagrasa, que parece haber firmado un pacto por el diablo, porque conserva exactamente el mismo aspecto que hace veinte años, cuando lo conocí; José Ángel Hernández, autor de dos espléndidos poemarios, Inercia de arena y Ucronía e hilván, con el que hablo mucho en la cena que sigue al acto; y Teresa Domingo, derrochadora, como siempre, de simpatía y entusiasmo. Hablamos de las Corónicas al lado de un discóbolo de yeso que otro Juan Carlos, el dueño del local, tiene al fondo de la sala. De hecho, el Museum Café es un lugar heterogéneo, en el que se mezclan las figuras clásicas, como este discóbolo de Mirón, con fotografías de Mánchester, pancartas colgadas en la pared y ornamentos de origen desconocido. Al día siguiente, sábado, Juan Carlos y su mujer, Eugenia, me han organizado un paseo por la ciudad, que culminará con una visita al Puente del Diablo, el acueducto romano de Tarragona. Para ello contamos con la inestimable ayuda de Maite, compañera también del instituto, y profesora de latín y cultura clásica. Disfrutar de un tour por Tárraco (que no Tarraco, con acento llano, como yo había dicho siempre) con una experta en latinidad es un privilegio al que no cabe renunciar. Empezamos por el anfiteatro, donde se martirizó a San Fructuoso, junto con sus diáconos Eulogio y Augurio, por el sencillo pero eficaz procedimiento de pegarles fuego, anticipando así el que la propia Iglesia utilizaría luego, durante siglos, para liquidar a sus herejes y enemigos. Luego pasamos al circo, del que se conservan imponentes arcadas y pasadizos, y subimos a la torre del pretorio, desde cuya azotea se disfruta de una excelente vista de la ciudad, una fascinante superposición de pueblos y arquitecturas: entre lienzos de la altísima muralla romana emergen las espadañas de las iglesias, las construcciones medievales y los tejados de la urbe burguesa y proletaria del diecinueve y el veinte. El recorrido por el Museo Arqueológico se limita a algunas secciones. Maite me pregunta: "¿Qué es lo que más te gusta ver?". Y yo respondo sin dudar: "Los desnudos". Nos dirigimos, pues, ipso facto a donde se reúnen las venus y los efebos, aunque compruebo, con alguna decepción, que hay más de estos que de aquellas. No obstante, es muy interesante la vitrina de príapos, entre los que destaca un trípode de bronce sin circuncidar y una hermosa colección de falos enrabietados que hacían, comprensiblemente, la función de nomeolvides. También admiramos una delicada muñeca articulada de hueso del siglo III d. C. y una magnífica serie de mosaicos, provenientes, en buena parte, de la villa de Els Munts, donde se cree que residió el emperador Adriano durante su estancia de dos años en Tárraco, capital de la Hispania Citerior y centro de operaciones de su campaña contra los asturas y cántabros, aquellos montañeses que tenían la insolencia de negarse a ser conquistados por Roma. Cuando salimos del Museo, observo que en una de las paredes se ha conservado una pintada de algún cenetista de 1936 que llama a la revolución, y que, nada más llegar a la calle, una placa recuerda que allí vivió Estanislao Figueras, presidente del Poder Ejecutivo de la I República: la mezcla de tiempos sigue presente en esta ciudad amasada por la historia. El recorrido acaba, como había sido prometido, en el Puente del Diablo, el acueducto que llevaba agua del río Francolí a Tárraco, y que se conserva como si hubiera sido construido ayer. Más aún: se puede caminar por la conducción del agua y cruzar toda la vaguada, ocre y verde, que salva la magnífica obra. Tras el paseo, damos reposo a los cuerpos con un aperitivo en la casita del guardia modernista (la casita, no el guardia) de la finca que da acceso al monumento, hoy reconvertida en bar, y hablamos, cómo no, de la situación política en Cataluña, que a todos nos inspira templados comentarios. El encuentro prosigue en la comida, que hacemos en otro bar, y en el café subsiguiente, que compartimos, en un local de la Rambla, con Marcel Pey, marido de Maite, poeta y artista multimedia, que, nacido en Cardona, recuerda cuando en los salones derrumbados del castillo, hoy parador de turismo, había estantes de madera a lo largo de las paredes en los que se alineaban calaveras. Una calavera, precisamente, luce él en un anillo, acaso como recuerdo de aquella imagen aciaga. Pero la conversación, con él y con todos, no es funeral, sino alegre y luminosa, como lo ha sido todo en estos dos días de poesía y amistad.