Claire Denis nació en Paris, pero vivió desde muy niña en diferentes países de África (Somalia, Senegal, Burkina Faso y Camerún) hasta que regresó a Francia para estudiar en la Universidad. A lo largo de su carrera ha rodado una decena de películas, unos cuantos cortometrajes y tres documentales para televisión. Sin embargo, es la primera vez que estrena comercialmente una película en España. El fantasma colonial que recorre el continente africano y las contradicciones todavía existentes en una sociedad en pleno desarrollo constituyen el fondo, de alguna manera, de buena parte de su filmografía. White Material, que es el título de esta película, es el nombre despectivo con el que se refieren los africanos a los colonos blancos. Vestigios del pasado, sombras de un legado colonial dado a la fuga dejando tras si guerras infinitas en las que todavía, a pesar del paso de los años, los extranjeros juegan un papel relevante en el expolio sistemático de sus tierras mientras quede un euro por ganar. A algún lumbreras de alguna distribuidora española le ha dado por traducir, o más bien inventar, un título que poco o nada tiene que ver con la intención del original, de modo que por estos pagos la han llamado Una mujer en África. Obviaré comentarios al respecto, como quiera que sea, hay que decir que la película está en las antípodas del glamour de la África de postal para turistas de safari que nos venden en televisión o agencias de viaje. Tampoco es un cine de denuncia, al menos como se pueda concebir entre los sectores más progresistas de la vieja Europa, a pesar de que, sin posicionarse en ningún momento, la carga de profundidad sobre la situación política y social en el continente sea más que notable.
La película nos sitúa en un estado africano contemporáneo no identificado, y el principal eje es María, una Isabelle Huppert excepcional. Definitivamente, Isabelle Huppert es de esas actrices que parece que todo lo puede, en este caso, con un papel que roza lo imposible del que sale absolutamente airosa. María, decía, es francesa y propietaria de una plantación de café que dirige como negocio familiar. El mundo que habita se muestra violento hasta el sin sentido, plagado de conflictos en todos sus rincones, un lugar donde la ley se dicta en cada momento por quien tiene en sus manos el poder de un fusil. Los rebeldes han tomado el control de las infraestructuras del país y el gobierno ha enviado fuerzas militares para frenar la insurrección. Comenzamos viendo a María que trata de encontrar quien la lleve de regreso a casa, la primera escena. Después, hay un cadáver, también un líder revolucionario llamado el boxeador que huye de los militares y María tratando de salvar la cosecha de café, a pesar de la advertencia de evacuación inmediata dirigida a los franceses. Son los primeros diez minutos de la película. El café es solo café, no vale la pena morir, le dice el último jornalero fiel mientras abandona la plantación con su familia en busca de refugio. Pero María es terca, terca hasta jugarse la vida, no tiene intención alguna de moverse de su casa y camina sola hasta el poblado más cercano para encontrar nueva mano de obra, inconsciente de que su ex-marido André (Christophe Lambert) trata de llegar a un acuerdo para vender la plantación. El origen de las disputas entre la pareja es su hijo veinteañero Manuel (Nicolas Duvauchelle), joven apático y sin norte que no está por la labor de trabajar en el negocio familiar. Manuel deambula por los espacios salvajes mientras se transforma en un loco xenófobo, como los niños africanos convertidos en soldados.
Estos serían algunos trazos del hilo argumental, tratando de hacer los menores spoilers posibles. Ni que decir tiene que un guión de este tipo daría para hacer películas muy diversas. Claire Denis se limita a mostrar la realidad tal cual sucede, no hay bandos mejores que otros, todos tienen sus razones, todos ocupan su lugar, es la historia quien los ha colocado y solo pueden elegir entre huir o prestarse a ello asumiendo las distintas consecuencias. Seguramente por eso, una parte de la crítica haya percibido el guión como débil frente a los logros visuales, que son destacables en la película. Lo que sucede es que del mismo modo que cuando nos disponemos a ver un film de Bresson, Cocteau o Herzog, la búsqueda constante de imágenes inéditas que logren atmósferas mágicas y especiales constituyen una forma particular de narrar que exige por parte del espectador, si no un esfuerzo, al menos un cambio de chip, porque si hay algo seguro es que no se trata de una película convencional. La carga dramática es aquí eminentemente visual en perjuicio de diálogos. Se combinan largos planos fijos con otros con cámara al hombro y con primeros planos que siguen el rostro y los cuerpos de los protagonistas. A la vez, Denis juega con saltos temporales y abruptos contrastes entre el silenció desértico de la sabana y la virulencia radical de la guerra. La cámara aprovecha también el color, el poder expresivo del paisaje y de los objetos cotidianos. Imágenes de moscas alrededor de cadáveres sin rostro entre mansiones abandonadas en medio de exuberantes paisajes africanos, totems sombríos de una cultura pasada que transmiten la atmósfera de desasosiego y derivan en momentos de auténtico terror. Protagonistas asaltados por el espectáculo terrorífico de la guerra que se intensifica en la narración con figuras como las de niños soldados embravecidos, que tan pronto disparan o rebanan cuellos como juegan bañándose en una casa ya vacía, o la cabeza de una vaca muerta, cargada de la simbología de la superstición, rodando entre los granos de café. Manuel se afeita el cráneo y se transforma, sin palabra alguna, en un asesino horroroso que vaga enloquecido, como todos los demás, atrapados en un continente infernal donde africanos y franceses, población civil y combatientes, soldados y rebeldes, jóvenes y ancianos, parecen converger en esta pesadilla fenomenológica orquestada por el pulso turbulento de la historia. Lo más angustioso es que, hoy por hoy, andan todavía muy lejos de despertarse.