Revista Cultura y Ocio
Claire Keegan nació en el condado de Wicklow, Irlanda, en 1968, en el seno de una familia rural y católica. A los 17 años, en 1985, viajó a Nueva Orleans, Estados Unidos, donde estudió Filología Inglesa y Ciencias Políticas en la Universidad de Loyola. En 1992, decidió regresar a Irlanda, donde realizó un master de escritura creativa en la Universidad de Gales. En ese entonces, el país pasaba por una gran tasa de desocupación, lo cual llevó a que Keegan, estando desempleada, comenzase a escribir sus primeros cuentos. Así, en 1999, Keegan publicó su primer libro de relatos, Antártida, el cual le valió el William Trevor Prize y el Rooney Prize for Irish Literature. En 2007, publicó su segundo libro de relatos, Recorre los campos azules, con el cual ganó el Edge Hill Prize.
En 2010, Keegan publicó su novela corta Tres luces, la cual fue publicada, en una versión más corta, en la revista The New Yorker, y ganó el Premio Davy Byrnes. En 2021, publicó su último libro, la novela Pequeñas cosas como esas.
Es miembro de la institución Aosdána. Todos sus libros en castellano han sido publicados por la editorial argentina Eterna Cadencia.
Keegan fue la ganadora de la primera edición del Premio William Trevor. También ha sido reconocida con el Premio Rooney de Literatura Irlandesa, el Premio Olive Cook y el Premio Davy Byrnes de Escritura Irlandesa 2009, además de obtener la Beca Hugh Leonard y la Beca Macaulay.
La versión francesa de su novela Ce genre de petites choses, fue preseleccionada para el Premio Literario de los Embajadores de la Francofonía y el Grand Prix de L'Heroine Madame Figaro. En marzo de 2021, Keegan, junto a su traductora al francés Jacqueline Odin, ganó el Premio Literario de los Embajadores de la Francofonía.
Hombres y mujeres
Mi padre me lleva a lugares. Tiene caderas artificiales, de modo que me necesita para abrir portones. Para llegar a nuestra casa hay que manejar por un camino largo a través del bosque, abrir dos portones y, cuando se ha pasado, cerrarlos para que las ovejas no se escapen a la ruta. Soy hábil. Abro los portones, mi padre pasa sin problemas con el Volkswagen, cierro los portones detrás de él y vuelvo a saltar al asiento del acompañante. Para ahorrar nafta, enciende el auto en movimiento, tomando velocidad en la cuesta que hay antes del camino, y entonces vamos donde quiera que mi padre vaya ese día en particular.
A veces es al depósito de chatarra, donde busca un repuesto o, después de olfatear una ganga en algún aviso clasificado, terminamos en el campo embarrado de algún granjero, que arranca repollos o recoge semillas de papas en un cobertizo polvoriento. En la forja miro dentro del barril de agua, cuya superficie refleja retazos de cielos lechosos que pasan flotando, con pereza, hasta que el herrero hunde el metal al rojo vivo y quema las nubes. Los sábados mi padre va a la feria y examina ovejas en los corrales, tanteándoles el espinazo, inspeccionándoles la boca. Si compra unas pocas, no se molesta en ir a casa a buscar el remolque, sino que las carga en el asiento trasero del coche, y a mí me toca sentarme en el medio del asiento de adelante para mantenerlas ahí. Cagan como piedritas y dicen ¡beeeeh!; las lenguas de las Suffolk, negras como el hígado crudo que cocinamos los lunes. Las mantengo atrás hasta que llegamos a cualquier lugar en que pa se detenga para comer algo camino a casa. Generalmente, es en lo de Bridie Knox porque Bridie faena su propio ganado y siempre hay carne. El freno de mano no funciona, así que pa se detiene en el patio, yo salgo y pongo una piedra delante de la rueda.
Soy la chica de los mil usos.
—Por Dios, señora, ¿dónde se metió?
—¡Dan! —dice Bridie, como si no hubiese oído el auto.
Bridie vive en una casita humeante sin marido, pero tiene hijos que manejan tractores por los campos. Son hombres bajos y profundamente feos que huelen a bosta y emparchan sus botas Wellington. Bridie usa lápiz de labios rojo y polvo para la cara, pero sus manos son como las manos de un hombre. Me parece que su cabeza no va con el cuerpo, como pasa con mis muñecas cuando les cambio las cabezas.
—¿Tiene un bocado para la niña, señora? En casa pasa hambre —dice pa, mirándome como si yo fuera uno de esos chicos africanos para los que donamos azúcar durante la cuaresma.
—¡Ah! —dice Bridie, sonriendo por el chiste viejo—. A mí, esa muchacha me parece alimentada. Siéntense y voy a calentar el agua.
—Para decirle la verdad, señora, no me habría caído por acá con las manos vacías. Vengo de la feria y el precio de las ovejas es un despropósito.
Habla sobre ovejas y ganado y el clima y cómo nuestro pequeño país está en un estado calamitoso, mientras Bridie dispone la mesa, saca la salsa Chef y la mostaza Colman y corta grandes y gruesas tajadas de tocino o de jamón cocido. Me siento junto a la ventana y vigilo las ovejas, que miran, confundidas, desde el auto. Pa come todo lo que le pongan delante, mientras yo levanto una torre de galletitas y les lamo el chocolate y le doy el resto al terrier Jack Russell que está debajo de la mesa.
Cuando llegamos a casa, busco la pala del hogar y junto la caca de oveja del coche y guardo la cebada en el pajar.
—¿Adónde fuiste? —me pregunta mami.
Le cuento todo sobre nuestros viajes, mientras cargamos baldes de alimento balanceado y pulpa de remolacha por el patio. Pa pone un balde de cinc debajo de su vaca Shorthorn y se sienta a ordeñarla.
Mi hermano está sentado en la sala de estar, junto al fuego, y hace como que estudia. Prepara el Certificado Intermedio. El año que viene. Mi hermano va a ser alguien, de modo que no abre portones ni limpia caca ni carga baldes. Lo único que hace es leer y escribir y dibujar triángulos con lápices especiales. Pa se los compra para dibujos industriales. Es el cerebro de la familia. Se queda ahí hasta que lo llaman para cenar.
—Ve y dile a Seamus que la cena está servida —dice pa.
Antes de bajar, me tengo que sacar mis Wellington.
—Ven a comer, haragán de mierda —le digo.
—Les voy a contar —me dice.
—No les dirás nada —le digo y vuelvo a subir a la cocina, donde le sirvo arvejas del huerto en el plato porque él no va a comer nabos o repollo como el resto de nosotros.
A la noche, saco mi mochila y hago la tarea sobre la mesa de la cocina, mientras ma mira la tele que alquilamos para el invierno. Los martes prepara una gran tetera antes de las ocho en punto y se sienta junto a la estufa y se pega al programa en el que un hombre le enseña a manejar a una mujer. Cómo hacer los cambios, dejar el embrague libre y acelerar. Salvo por una mujer hosca de detrás de la colina, que maneja un tractor, y por una protestante del pueblo, ninguna mujer que conozcamos maneja. Durante la pausa, los ojos de mami dejan la pantalla y viajan hasta el estante de arriba de la cómoda, donde escondió la llave de repuesto del Volkswagen en una tetera vieja y rajada. Se supone que yo no lo sé. Suspiro y sigo trazando el curso del río Shannon a través de un pedazo de papel encerado.
La víspera de Navidad, dejo carteles. Corto una caja de cartón y con un marcador rojo escribo: «POR ACÁ SANTA» y dibujo flechas que le indican el camino. Siempre tengo miedo de que se pierda o de que no se moleste en venir, ya que los portones son todo un problema. Cuelgo los carteles de la cerca al final del sendero y sobre los portones de madera y uno adentro de la puerta que da al vestíbulo, donde está el árbol. Le dejo un vaso de cerveza negra y un pedazo de torta sobre la chimenea y me imagino que, para la mañana de Navidad, Santa debe estar borracho como una cuba.
Papi saca su sombrero bueno y se mira en el espejo. Es un sombrero elegante, con una pluma dura metida en el ala. Le calza bien como para esconderle la parte calva.
—¿Y adónde vas a ir en la víspera de Navidad? —le pregunta mami.
—A ver a un hombre por un cachorro —le dice él y da un portazo.
Me voy a la cama y me cuesta dormir. Soy la única persona de mi clase a la que Santa Claus todavía visita. Lo sé porque el maestro preguntó: «¿A la casa de quién va Santa Claus todavía?», y la mía fue la única mano levantada. Soy distinta, pero cada año siento que hay una posibilidad mayor de que no venga, de que vaya a pasarme lo que les pasa a los otros.
Me levanto al alba y mami ya está prendiendo el fuego, de rodillas ante el hogar, rasgando un diario, sonriente. Hay un momento terrible en que pienso que tal vez Santa no vino porque dije «Ven a comer, haragán de mierda», pero viene. Me deja la muñeca Tiny Tears que le pedí, envuelta en el mismo papel de envolver que tenemos y pienso que el sistema postal es como magia, que puedo mandar una carta dos días antes de Navidad y que llega al Polo Norte de la noche a la mañana, aun cuando a Inglaterra tarda como una semana. Santa ya no le trae nada a Seamus. Sospecho que sabe lo que Seamus está haciendo en realidad todas esas tardes en la sala de estar, leyendo revistas Hit n Run y tomando la limonada roja del aparador, sin usar el cerebro para nada.
Nadie se levantó, salvo mami y yo. Somos las madrugadoras. Preparamos té y, como desayuno, comemos tostadas y dedos de chocolate. Después, mami se pone el mejor delantal, ese adornado con frutillas, y enciende la radio, corta cebollas y perejil, mientras yo rallo una hogaza hasta dejarla hecha migajas. Rellenamos el pavo y bailoteamos por la cocina. Seamus y pa bajan e investigan los paquetes que hay debajo del arbolito. A Seamus, para Navidad, le toca un tablero para dardos. Lo cuelga de la puerta y él y pa tiran dardos y anotan con tiza los puntos, mientras mami y yo nos ponemos nuestros anoraks y les damos de comer a los chanchos, a las vacas y a las ovejas y dejamos las gallinas afuera.
—¿Por qué ellos no hacen nada? —pregunto. Busco en la paja tibia, a ver si hay huevos. Las gallinas ponen menos en invierno.
—Son hombres —dice mami, como si eso explicara todo.
Como es Navidad, no digo nada. Entro y esquivo un dardo, que me pasa cerca de la cabeza.
—¡Ja! ¡Ja! —se ríe Seamus.
—En el blanco —dice pa.
La víspera de Año Nuevo nieva. Los copos de nieve caen y se derriten sobre los alféizares de las ventanas. Es el final de otro año. Me como un bol de postre con frutas para el desayuno y me quedo dormida mirando Lassie en la TV. Después de la cena, juego con mis muñecas, pero me canso de llenar con agua a Tiny Tears y de apretarle el agujero de la espalda, así que le saco la cabeza, pero tiene el cuello demasiado grueso como para que entre en el cuerpo de las otras muñecas. Empiezo a jugar a los dardos con Seamus. Él hace dos marcas sobre el linóleo: una para él y otra, cerca de la madera, para mí. Cuando saco un triple diecinueve, Seamus dice: «Pura suerte». Según mi hermano, todo lo que hago bien es por accidente.
—Ochenta y siete —le digo, sumándome el puntaje. Soy rápida para las sumas, aunque no tan buena para las restas.
—¡Pura suerte! —dice.
—No sabes lo que es la suerte —le digo.
—Exactamente —dice.
Estoy harta de ser tratada como una niña. Ojalá fuera grande. Ojalá pudiera estar sentada al lado del fuego y que me llamasen para cenar y dibujar triángulos, chupar la punta de los lápices especiales, sentarme detrás del volante del auto y tener a alguien para abrirme los portones que tuviera que cruzar. ¡Brum! ¡Brum! Al diablo con el auto, pondría una calcomanía en el guardabarros que dijese: CUIDADO, OVEJA A BORDO.
Esa noche nos vestimos bien. Mami lleva un vestido rojo, del mismo color que el de una vaca Shorthorn. Tiene la piel pecosa, como si alguien hubiera hundido un cepillo de dientes en pintura y la hubiese salpicado. Me pide que le cierre el collar de perlas. Solía pararme sobre la cama para hacer eso, pero ahora soy alta, la niña más alta de mi clase; el maestro nos midió. Mami es alta y delgada, pero tiene la piel de las manos dura. Me pregunto si algún día se verá como Bridie Knox, si será parte hombre y parte mujer.
Pa no se viste bien. Nunca supe que tomara un baño o que se lavara el cabello; se limita a cambiarse el sombrero y los zapatos. Ahora se calza el sombrero bueno en la cabeza y se mira al espejo. La pluma está más parada que lo habitual. Luego se pone zapatos. Son unos grandes zapatos negros que se compró cuando vendió el carnero Suffolk. Tiene problemas con los cordones, ya que le cuesta agacharse. Seamus lleva un suéter verde con parches en los codos, pantalones negros con las piernas en tubo y botas de cowboy que lo hacen más alto.
—No vayas a tropezarte con los tacos —le digo.
Subimos al Volkswagen, yo y Seamus en el asiento de atrás, y mami y pa en el de adelante. Aunque lavé todo el auto, puedo oler la bosta de oveja, un olor débil y acre que siempre nos devuelve al lugar del cual venimos. Papi enciende el limpiaparabrisas; hay uno solo y, cuando remueve la nieve, chirría. Los cuervos abandonan los árboles, dejando escapar sonidos chillones, hambrientos. Dado que atrás no hay puertas, mami es la que sale a abrir los portones. Me parece que, con sus perlas alrededor del cuello y la falda roja que se abomba cuando se da vuelta, es hermosa. Ojalá saliera mi padre, que la nieve cayera sobre él y no sobre mi madre así de bien vestida. He visto a otros padres sosteniendo los abrigos de sus esposas, abriéndoles las puertas, preguntándoles si hay algo que les gusta en los negocios, trayendo a casa barras de chocolate y peras maduras, incluso cuando ellas dicen no.
El Spellman Hall se levanta en el medio de un estacionamiento, un arco de lamparitas peladas de todos colores, rodeado por un cartel torcido de Feliz Navidad sobre la puerta. Adentro es grande como un depósito, con un piso resbaloso de madera y bancos en las paredes. Unas luces extrañas hacen que toda prenda blanca deslumbre. Es sorprendente. Puedo ver el sostén de la vendedora de diarios a través de su blusa, pelusa como nieve sobre los pantalones del rematador. El contador tiene un ojo negro y un suéter hecho de diamantes de lana grises y blancos. En lo alto, brilla tenuemente y gira con lentitud un globo de espejos quebrados. En un extremo del salón de baile, hay una mesa de fórmica repleta de botellas de limonada y naranja, galletitas con crema y queso y aros de cebolla marca Tayto. Atiende la mujer del carnicero, que reparte las pajitas y recibe el dinero. Varias de las mujeres que conozco de mis viajes por los alrededores están ahí: Bridie con su lápiz labial rojo fuerte; Sarah Combs, quien solo la última semana instó a mi padre a que tomara un vaso de jerez y me dio un pedazo de torta rancia, mientras llevaba a mi padre a su sala de estar para mostrarle su nuevo juego de muebles. Miss Emma Jenkins, que siempre se la pasa friendo y tomando café en lugar de té y nunca tiene nada dulce en la casa por algo que llama sus jugos gástricos.
Sobre el escenario, unos hombres de blazer rojo y corbata a rayas tocan la batería, las guitarras, los vientos y Nerves Moran está al frente, cantando «My Lovely Leitrim». Mami y yo somos las primeras en salir a la pista para el vals del cucú, y cuando para la música, ella baila con Seamus. Mi padre baila con las mujeres de nuestros recorridos. Me pregunto cómo es que puede bailar así y no abrir portones. Seamus baila con chicas adolescentes que conoce de la escuela vocacional, la mano arriba, la cola para afuera y las muchachas girando a toda velocidad. Los viejos de treinta me piden que salga.
«¿Te animas a este baile?», preguntan. O «¿Qué tal esta pieza?».
Me dicen que bailando soy leve.
—Cristo, eres como una pluma —dicen y me ponen a bailar.
En el «Paul Jones», la música se detiene y me quedo varada con un granjero que huele ácido, como el whiskey que les damos a beber a los corderos enfermos en primavera, pero se mete el muchacho que tranquiliza al ganado en la pista de la feria y me rescata.
—No le prestes atención —dice—. Se cree la gran cosa.
Trato de imaginar qué es la gran cosa y me suena extraño. Huele a cuerdas, a recién galvanizado, a desinfectante Jeyes Fluid, o quizás solo me lo imagino. La gente dice que yo imagino cosas.
Después del baile tengo sed y mami me da una moneda de cincuenta peniques para limonada y para la rifa. Empieza un vals lento y pa va hasta donde está Sarah Combs, que se levanta del banco y se quita el saco. Lleva los hombros desnudos; puedo ver la parte de arriba de sus pechos como dos huevos de pato. Mami está sentada con la cartera sobre la falda, observando. Esta noche hay algo triste en mami; es algo que la ronda, como cuando muere una vaca y viene el camión a llevársela. Algo que no entiendo del todo está pasando, como si hubiera una nube negra que podría estallar y causar un descalabro. Me cruzo y le ofrezco mi limonada, pero apenas toma un poco, un sorbo delicado y me agradece. Le doy la mitad de mis boletos de la rifa, pero no le importan. Mi padre rodea con los brazos a Sarah Combs, bailando lento ya que lentitud es lo que él quiere. Seamus está apoyado contra la pared más alejada, con las manos en los bolsillos, sonriéndole a la rubia que acapara el espejo en el baño de damas.
—Ve e interrumpe a pa.
—¿Qué? —me dice.
—Que lo interrumpas a pa.
—¿Para qué debería hacer eso? —pregunta.
—Y se supone que eres el que tiene cerebro —le digo—. Pedazo de mierda.
Cruzo la pista y golpeo suavemente la espalda de Sarah Combs. Le golpeo una costilla. Se da vuelta, su amplia y ostensible faja brillando a la luz que se derrama desde el globo que hay sobre nuestras cabezas.
—Disculpe —digo, como si fuera a preguntarle la hora.
—Je, je —dice, mirándome desde arriba. Tiene el globo de los ojos rajados, como la tetera de nuestro aparador.
—Quiero bailar con papi.
Ante la palabra «papi», su rostro cambia y suelta a mi padre. Asumo el control. Ahora, el hombre del escenario está soplando su trompeta. Mi padre me agarra fuerte de la mano, como si quisiera lastimarme. Puedo ver a mi madre en el banco, buscando un pañuelo en la cartera. Luego va al baño. En pa se percibe una sensación como de odio. Tengo la sensación de que está indefenso, pero no me importa. Por primera vez en toda mi vida, tengo algo de poder. Puedo entrometerme y hacerme cargo, rescatar y ser rescatada.
Hacia medianoche hay un alboroto generalizado. Todo el mundo está en la pista, las rodillas dobladas, los bolsos balanceándose. Nerves Moran cuenta de atrás para adelante los segundos que faltan para el Año Nuevo, y entonces hay besos y abrazos. Hombres a quienes no conozco me aprietan, me besan como si tuvieran sed y yo fuera el agua.
Mis padres no se besan. En toda mi vida, desde que tengo uso de razón, nunca los he visto tocarse. Una vez llevé a una amiga arriba para mostrarle la casa.
—Este es el cuarto de mami —le dije—, y este es el de papi.
—¿Tus padres no duermen en el mismo cuarto? —preguntó ella con una voz muy asombrada.
La banda retoma el ritmo. «¡Oh hokey, hokey, pokey!».
—¡Desháganse de los platos de pavo, sacúdanse los budines de ciruela! —grita Nerves Moran, e inclusive los fanfarrones de salón abandonan sus figuras de ocho pasos y bailan twist y se mueven y yo golpeo mi trasero contra el trasero del tipo de la feria y termino bailando con un extraño.
Todo el mundo se incorpora para el himno nacional. Papi se está secando la frente con un pañuelo y Seamus jadea porque no está acostumbrado al ejercicio. Se encienden más luces y nada sigue igual. La gente está colorada y sudorosa; todo vuelve a la normalidad. El rematador se apodera del micrófono y le agradece a un montón de gente y luego remata un ternero Charolais y un chivo y un lote de té y azúcar y panecillos y jamón, budín de ciruelas y empanadillas. Donde estuvo el chivo hay bosta, y me pregunto quién la limpiará. Hasta que no limpian todo, la rifa no comienza. El rematador le entrega la caja de cartón con los talones de los números a la rubia.
—Bien profundo —le dice—. Sin espiar. Primer premio: una botella de whiskey.
Ella se toma su tiempo, aceptando con entusiasmo la atención.
—Vamos —dice el rematador—. Bien, muchacha, no es la lotería.
Ella le entrega un número.
—Es un (¿de qué color dirías que es, Jimmy?)… Es un número color salmón, número setecientos veinticinco. Siete dos cinco. Número de serie 3X429H. Te lo diré de nuevo.
No es el mío, pero estoy cerca. De todos modos, no quiero el whiskey; lo guardarían para los corderos. Preferiría la caja de galletitas Afternoon Tea, que viene inmediatamente después. Hay un desorden general, una búsqueda en carteras, bolsillos traseros. El rematador repite los números, y parece que tendrá que sacar otro número, cuando mami se levanta de su asiento. Con la cabeza en alto, camina en línea recta a través de la pista. La multitud se abre, la gente se hace a un lado para dejarle paso. Sus nuevos zapatos de taco alto hacen clac-clac sobre el piso resbaladizo, y su falda roja destella. Nunca la he visto hacer eso. Por lo general, es demasiado tímida, me da los números y yo corro a buscar el premio.
—¿No quiere una gota de alcohol, señora? —pregunta Nerves Moran, leyendo el número de mami—. ¿Está segura de que no la mantendrá calentita en una noche como la de hoy? Ninguna mujer necesita a hombre alguno con una gota de Powers. ¿No es así? Siete veinticinco, es este.
Mi madre está allí parada, con su ropa elegante, y la cosa no cierra. No pertenece a ese lugar.
—Veamos ahora los números de serie —dice Nerves Moran, saliéndose con esa—. Lo siento, señora, el número de serie no es el correcto. Tal vez su marido la mantenga calentita esta noche. Vuelva con aquel en quien se puede fiar.
Mi madre se vuelve y camina clac-clac desandando el camino sobre el piso resbaladizo, con todo el mundo sabiendo que ella creyó que había ganado, cuando no había ganado. Y de repente, ya no camina, sino que corre, corre en la luz brillante y blanca, más allá del guardarropas, en dirección a la puerta, con el cabello violentamente suelto, como si detrás de ella tuviera una cola de caballo.
Afuera, en el estacionamiento, la nieve se acumuló sobre el pasto helado, los almácigos protegidos de hojas perennes, pero el pavimento está húmedo y brilla bajo los focos delanteros de los autos que se van. La luna brilla pesada y firme sobre la tierra. Mami, Seamus y yo nos sentamos en el coche, temblando, esperando a pa. No podemos encender el motor para calentar el auto porque pa tiene las llaves. Tengo los pies fríos como piedras. Una nube de vapor grasiento se alza desde la ventanilla posterior de la camioneta de las papas fritas, con una salchicha marrón y gorda pintada sobre el metal cromado. Alrededor, la gente se está yendo, saludando, diciéndose «¡Buenas noches!» y «¡Feliz Año Nuevo!». Recogen sus papas fritas y se van.
La camioneta de las papas fritas ya ha cerrado y el estacionamiento está vacío cuando sale papi. Se sienta al asiento del volante, enciende el motor, murmura y nos ponemos en movimiento, trepando la colina que está afuera del pueblo, zigzagueando por los caminos estrechos en dirección a nuestra casa.
—La banda no era mala —dice pa.
Mami no dice nada.
—Digo que era una banda bastante animada —dice más fuerte esta vez.
Mami sigue sin decir nada.
Mi padre comienza a cantar. Siempre que está enojado, canta, simula estar de buen humor cuando está furioso. Ahora, las luces del pueblo quedaron atrás. Estos caminos son oscuros. Pasamos delante de casas con velas prendidas en las ventanas, lamparitas que brillan intermitentemente en los arbolitos de Navidad, hojas de diario sujetas sobre los parabrisas de los coches estacionados. Pa deja de silbar antes de terminar la canción.
—¿Viste algo bonito en el salón, Seamus?
—Nada para volverse loco.
—Esa rubia estaba buena.
Pienso en la feria, todos los hombres en las barandas, ofertando por terneras y ovejas hembras. Pienso en Sarah Combs y en cómo siempre huele a hierba cuando vamos a su casa.
Las ramas del nogal al fondo de nuestra senda están duras de nieve. Pa detiene el auto, y nos vamos un poco para atrás hasta que pone el pie en el freno. Espera que mami baje a abrir los portones.
Mami no se mueve.
—¿Te lastimaste algo? —pregunta pa.
Ella mira hacia delante.
—¿La puerta está trabada o qué? —pregunta pa.
—Ábrela tú.
Él se estira y le abre la puerta, pero ella la cierra de un portazo.
—¡Sal y abre ese portón! —me ladra.
Algo me dice que no me moveré.
—¡Seamus! —grita—. ¡Seamus!
Ninguno de nosotros hace el menor movimiento.
—¡Cristoooo! —dice.
Tengo miedo. Afuera, uno de los bordes de mi cartel «POR ACÁ SANTA» se soltó y el cartón mojado ondea al viento. Pa se vuelve hacia mi madre y le dice con voz venenosa:
—Y tú caminando, haciéndote la fina, delante de todos los vecinos, creyendo que te habías ganado el primer premio de la rifa —y riéndose, abre su puerta—. Corriendo como una gitana para salir del salón.
Sale y en su modo de caminar hay rabia, como si caminase sobre carbón ardiente. Canta «Far Away in Australia». Llega, saca el cable del portón en el momento en que una ráfaga de viento le vuela el sombrero. Los portones se abren. Se agacha para recoger el sombrero, pero el viento lo pone fuera de su alcance. Vuelve a dar unos pocos pasos y se agacha nuevamente, pero otra vez el sombrero queda fuera de su alcance.
Pienso en Santa Claus, usando el mismo papel de envolver que nosotros y, de pronto, entiendo. Hay, obviamente, una única explicación.
Mi padre se hace cada vez más pequeño. Parece como si los árboles se movieran, el nogal, cuyas verdes ramas nos protegen en el verano, está retrocediendo. Entonces me doy cuenta de que es el auto. Somos nosotros. Estamos andando, deslizándonos hacia atrás sin el freno de mano, y no estoy afuera para poner la piedra detrás de la rueda. Y es entonces cuando mami toma el volante. Se desliza hasta el asiento de mi padre y pone el pie en el freno. Dejamos de ir para atrás. Acelera y pone el cambio, haciendo chirriar la caja de cambios; no apretó el embrague, pero entonces hay una crepitación y estamos en movimiento. Mami nos está llevando más allá de donde está el cartel de Santa, más allá de donde está mi padre, que ha dejado de cantar, y cruzamos los portones abiertos. Nos lleva a través de la nieve fresca. Puedo oler los pinos. Cuando me vuelvo, mi padre está allí, observando nuestras luces traseras. La nieve cae sobre él, sobre su cabeza calva, mientras se queda ahí, sujetando con fuerza el sombrero.