Revista Arte

Claroscuros de la alteridad en Black Out

Por Bill Jimenez @billjimenez

black outPor Elisenda N. Frisach

Decía Schopenhauer que “la consciencia es un relámpago entre dos eternidades de tinieblas.” Es el enfrentamiento, pero también la complementariedad, de la luz y la sombra el punto de partida de Black Out (que significa tanto “dejar a oscuras” como “desmayarse” o “censurar”), el nuevo montaje de la compañía Alta Realitat, un interesante proyecto nacido en Londres y refundado posteriormente en Barcelona en 2003, y que cuenta en sus filas con figuras como el bailarín y coreógrafo Jordi Cortés, justamente director –y también intérprete– de esta pieza.

A lo largo de aproximadamente 60 minutos asistimos a un espectáculo que combina sin estridencias el teatro de texto y el videoarte con la danza. Cuatro personajes, de sexos, psicologías y condiciones sociales diferentes, se insertan en un espacio prácticamente desnudo, marcado por los claroscuros, que se constituye en una metáfora de las relaciones interpersonales, de ese “campo de batalla entre Dios y el demonio” que es “el corazón humano” (según Dostoievski), pero también del sentido de la vida, de su fugacidad y absurdidad. Para plasmar estas ideas en toda su complejidad, los cuatro performers lanzan monólogos al público; se aproximan a sus compañeros con una fisicidad a veces tierna y otras, cruel; se alejan de ellos, se aíslan; se buscan en una zozobra de deseo, dominación o ternura; se filman; se visten y desvisten; se integran con los objetos que constituyen el exiguo decorado (espejos, perchas, zapatos…).

Por el hecho de que nuestras normas sociales nos encadenen a una serie de apriorismos que imposibilitan nuestra realización plena en tanto entidades de existencia limitada temporal y espacialmente, la obra prima con marcado acento sarcástico la importancia de la mirada del otro, a través de la cual nos reconocemos pero también nos limitamos. Y esa mirada, obviamente, no puede existir sin que exista algo que descubra el objeto observado, que lo ilumine; por eso es tan sintomático ese deseo de oscurecer, expresado en el mismo título de la pieza, esto es, de revelar, por la vía inversa, paradójica, el sentido subyacente, profundo –y por tanto despojado de apariencias–, del comportamiento de los seres humanos. En última instancia, el espectador también es sacudido de su cómoda posición de voyeur y deviene uno más de los personajes de la pieza, lo que es llevado a cabo con la naturalidad que propicia el espacio escénico en tanto constante realización y reinterpretación colectiva de una realidad previamente fijada (¿qué mejor símbolo, si no, de la propia vida?): una dialéctica de amor/odio entre los que actúan –los que se muestran– y los que observan –los que se esconden–.

Claroscuros de la alteridad en Black Out

Este montaje es, en realidad, el negativo de una imagen idílica; en este sentido, el tema musical de Henry Mancini al inicio del espectáculo (de la banda sonora de Desayuno con diamantes) nos retrotrae a la alta comedia hollywoodiana, basada por lo general en un análisis muy blando de la denominada “guerra de sexos”. De hecho, dicho tema ya poseía un cierto deje irónico en el filme original, pero aquí se agranda notablemente, al comprobar que el deseo, el dolor, el amor y la rabia no entienden de tendencias sexuales, edades o limitaciones físicas. La excelente partitura de Jesús Díaz y Fletcher Ventura para la ocasión, en la que se mezclan con elegancia la electrónica, el jazz y el minimalismo clásico, se cierra con otro tema ajeno: el “Vals nº 2 (Jazz suite)” de Shostakovich, de nuevo una cadencia que redunda en una visión irónica de lo expresado, dado el componente de música elitista y ligera que posee este tipo de composición, pero con la tamización melancólica y decadente que le imprime el músico ruso.

En definitiva, Black Out pretende acceder a regiones ocultas de nuestra mente (¿o alma?), iluminar las tinieblas o bien incorporarlas a la luz; de ahí las imágenes de un abrigo flotando solo, de cuerpos que se transmutan al vestirse o desnudarse o de un hombre convertido en un elefante calzado con tacones, que evocan el surrealismo pictórico de autores como Magritte, Delvaux o Dalí. Y los balbuceantes cantos infantiles que acompañan a la filmación que abre la obra, en la que los personajes deambulan cual fantasmas, marcan las coordenadas primigenias de esa indagación en la cara luminosa, amable, de la oscuridad, o en la cara tenebrosa, terrible, de la luz, quizá demasiado tiempo relegadas a un esquematismo imposible; porque lo único que distingue al relámpago es, precisamente, la oscuridad que lo rodea.


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