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Claustrofobia en la inmensidad: La patrulla perdida

Publicado el 17 abril 2012 por 39escalones

Claustrofobia en la inmensidad: La patrulla perdida

Primera Guerra Mundial. Desierto de Mesopotamia.

Una patrulla de caballería del ejército británico atraviesa un mar de dunas camino de una misión que solamente conoce su comandante, pero que parece de vital importancia para el curso de la contienda en aquella demarcación. Sin embargo, el destino del grupo de soldados cambia cuando, en una acción aislada, el oficial resulta muerto de un disparo procedente de alguna de las partidas de árabes que luchan a favor de los turcos. El resto de los soldados, que apenas tiene capacidad para responder al ataque, queda aislado, desconectado tanto de su acuartelamiento de origen como de la misión que únicamente conocía el comandante que yace muerto en la arena, y a merced de los grupos armados que acosan a las tropas británicas en el desierto. Se hace cargo del mando el sargento de la pequeña compañía (Victor McLaglen), con la esperanza de encontrar el camino a la base o de cruzarse con algún contingente aliado que les permita volver a casa o cumplir su desconocida misión.

Sensacional obra del maestro John Ford en la que vuelve a dar muestras, como hizo durante prácticamente toda su etapa muda anterior, de su excepcional manejo del lenguaje visual, el sentido del ritmo y el equilibrio narrativo en una historia épica que alterna acción, aventura, suspense y toques de cine fantástico. La película, de nada menos que 1934, se mantiene fresca, dinámica y más que interesante, y presenta excelentes interpretaciones que añadir al vigoroso pulso que Ford otorga a la dirección, en un ejercicio de estilo que manifiesta ya a las claras las que serán las notas características más celebradas de su excepcional filmografía sonora de las décadas posteriores, casi siempre en la cumbre del arte cinematográfico. Destaca, en primer lugar, la utilización del paisaje con sentido dramático. Las inmensidades del desierto, retratadas primorosamente por la fotografía en blanco y negro de Harold Wenstrom, adquieren a un tiempo la luminosidad y el silencio de la calma tensa de un desierto en guerra y la atmósfera amenazante y tétrica del peligro que se esconde tras cada promontorio, en cada hueco en las arenas, tras el perfil de una duna o en los lejanos puntos en movimiento que se adivinan en la distancia. Ford y Wenstrom consiguen lo que parece imposible: que un inmenso espacio abierto gobernado por un sol inclemente y omnipresente se dote de las agobiantes sensaciones y de los paranoicas inquietudes de un entorno cerrado, asfixiante, limitado. Los soldados son diminutas presencias en un océano de arena, acosadas por un enemigo invisible cuyas motivaciones no se contemplan, cuya presencia siempre es lejana, remota, pero mortal. No cuesta nada, en este aspecto, rememorar pasajes de los posteriores westerns de Ford, en los que los paisajes de Monument Valley u otras infinitas extensiones de desiertos y praderas (La diligencia, Tres padrinos o el comienzo de Fort Apache, entre muchos otros ejemplos) poseen un valor narrativo propio, simbólico y dramático, casi como un personaje más, benevolente o adverso, clemente y cómplice o cruel y asesino. Ello, junto a pequeños guiños, como la aparición de un soldado Quincannon, apellido que lucirá espléndidamente McLaglen en la futura “Trilogía de la Caballería” de John Ford, encarnando a ese sargento irlandés, pendenciero y borrachín, a las órdenes de John Wayne; la presencia de Francis Ford, hermano mayor y mentor en el cine de John (y que aparecerá también, ya muy viejecito, en El hombre tranquilo, de 1952), con el que mantuvo una ambivalente relación toda su vida cinematográfica; o la producción de Merian C. Cooper, el codirector de King Kong, todo un personaje que merecería una película él solito que contara su vida, que no tardaría en cofundar con Ford la productora Argosy, en la que verían la luz los primeros grandes westerns del maestro y no pocas de sus más memorables películas.

El clima de asfixia y peligro se acrecienta con la llegada de la noche y también con el descubrimiento de un oasis en el que detenerse a descansar y protegerse de la cada vez mayor sensación de vulnerabilidad ante un enemigo omnipresente, poderoso y letalmente hostil. El destacamento de caballería, prácticamente sitiado por un adversario terrible e invisible, presenta distintas reacciones en cada uno de sus miembros, lo que permite a Ford realizar un brevísimo, sintético pero suficientemente acertado análisis de personajes a través de su manera de encarar y afrontar la dificultad de hallarse en peligro de muerte, más cuando durante todo el tiempo que permanecen en el oasis los miembros del escuadrón son uno a uno diezmados por las selectivas acciones de los árabes cuya presencia sólo se percibe a través del poderoso sonido del silencio, de reflejos inexplicables en el perfil del horizonte o en oscuras siluetas de cabezas y sombras que parecen asomar de vez en cuando entre las dunas. En ese momento, la película, un prodigio de concreción (dura apenas 72 minutos), desgrana magníficamente un fenomenal retrato de personajes, desde el humor y las muestras de camaradería presentes en una situación delicada con el fin de relajar la creciente tensión hasta las explosiones de heroísmo, al coraje y la valentía de quienes se encaminan a una muerte segura para intentar salvar al resto del grupo, la cobardía de quienes dan todo por perdido y quieren dejarse morir, la desesperación de los soldados que caminan deliberadamente a una muerte segura como única forma de romper con la tortura de una insoportable tensión cuyo único fin a la vista es una muerte cruel y dolorosa, la entrega al fanatismo religioso, a los mensajes más catastrofistas y apocalípticos que permiten las religiones más basadas en la culpa, el pecado y el castigo divino o, en el caso del sargento, el intento por mantener en una situación casi imposible la disciplina y el concepto de cumplimiento del deber a fin de vender cara su piel y defenderse como corresponde al ejército británico en una trampa mortal que carece de salida.

La patrulla perdida, que tiene en la música de Max Steiner (nominada al Oscar) otra de sus mejores bazas, contiene algunas interpretaciones de excepción, como la de McLaglen, uno de los fijos de Ford, como sargento, o la del gran Boris Karloff como santón mezquino y ruin. Dos de las muestras de uno de los temas de interés más queridos al gran maestro norteamericano de origen irlandés: la exposición de un grupo humano de distintas personalidades y caracteres a una situación a la que deben hacer frente en común, y de cómo ésta saca a la luz lo más oculto, lo más sublime o lo más perverso del ser humano. Y también, de cómo estos episodios al límite, una vez superados, pueden servir para construir mitos, historias, recuerdos, que contribuyan al asentamiento y mantenimiento de valores, ideales y sueños comunes. En cuanto a sus carencias, se echa de menos quizá una mayor contextualización del aventurero episodio en la contienda mundial, en el teatro de operaciones de Oriente Medio, y en las acciones de un Imperio, el británico, que tras la guerra contribuyó con el dominio de toda aquella zona a generar conflictos históricos y políticos que todavía perduran en la actualidad, ya sean las distintas guerras de Irak, la pervivencia de dictaduras islámicas dirigidas por familias reales de más que dudosa procedencia, o la misma existencia y preponderancia de Israel por encima de sus vecinos musulmanes. Con todo, este aparente defecto, contribuye por otra parte a acrecentar la sensación de aislamiento de unos personajes expuestos a los rigores del desierto y de la guerra y al más peligroso de los males: la propia naturaleza humana, imprevisible, indescifrable, terrible.


Claustrofobia en la inmensidad: La patrulla perdida

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