
La última obra de Sam Peckinpah es, quizá con justicia, una de las más denostadas de su filmografía. Citada a menudo como ejemplo de película testimonial definitiva del grado de decadencia al que puede llegar el trabajo de un cineasta antaño importante y que se zambulle en sus horas más bajas, cabe señalar, sin embargo, que buena parte de las debilidades patentes en el resultado final del filme no son en su totalidad achacables al director, por aquel entonces prácticamente apartado del cine, confinado en labores de segunda unidad -por ejemplo, para su antiguo mentor Don Siegel en la mediocre Blackjack (Jinxed, 1982)- después del fracaso de Convoy (1978) y de sus acusados y ya irreversibles problemas con el alcohol y las drogas, sino fruto de una serie de circunstancias en buena medida ajenas a su actitud y su capacidad. Cuando Peckinpah aceptó el encargo de dirigir la que sería su última película, la novela El caos Omega, de Robert Ludlum -creador, entre otros, del personaje del agente Jason Bourne, incorporado décadas más tarde por Matt Damon-, publicada en 1972, llevaba varios años circulando por las productoras, hasta que Peter S. Davis y William N. Panzer la compraron con la aspiración de lograr una película de calidad que les permitiera ascender en la profesión y afrontar proyectos de mayor enjundia. Contratar a Peckinpah suponía un riesgo a la hora de asegurar la financiación, pero, por el contrario, permitía que actores de cierta relevancia accedieran a bajar su caché para participar en una película de bajo presupuesto y con un calendario muy ajustado, pero a cambio de hacerlo a las órdenes de un cineasta que, pese a todos los inconvenientes, era una leyenda viva.
El primer gran problema de la película es que empezó a filmarse sin disponer de un guion completamente desarrollado. Al trabajo inicial de Ian Masters le sucedió la colaboración de Alan Sharp, que había escrito dos westerns, La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid, Robert Aldrich, 1972) y Billy dos sombreros (Billy Two Hats, Ted Kotcheff, 1974), y un neonoir, La noche se mueve (Night Moves, Arthur Penn, 1975), pero el borrador resultante, sin más, fue tomado como guion definitivo: la esposa de Lawrence Fassett (John Hurt), agente de la CIA, es asesinada por supuestos agentes del KGB (ella era una polaca encargada de la codificación de mensajes en una embajada), pero su asesinato ha sido acordado con Maxwell Danforth (Burt Lancaster), hombre fuerte de la inteligencia norteamericana. Desconocedor de esta circunstancia, Fassett, deseoso de vengarse de los asesinos, descubre una red de espionaje soviético en Estados Unidos, cuyos máximos exponentes son tres hombres de éxito, antiguos compañeros de universidad: el financiero Joseph Cardone (Chris Sarandon), el cirujano plástico -y obseso sexual- Richard Tremayne (Dennis Hopper) y el productor y guionista televisivo Bernard Osterman (Craig T. Nelson). Fassett revela esta conspiración a Danforth y logra que este le encargue la misión de reclutar y convencer al cuarto integrante del grupo, el famoso y polémico presentador de televisión John Tanner (Rutger Hauer), para que tantee a uno o varios de sus amigos, les haga notar que han sido descubiertos, y los persuada de convertirse en dobles agentes al servicio de los norteamericanos. Para ello, aprovecha uno de los fines de semana que periódicamente pasan juntos, ellos y sus esposas, y que denominan «Osterman Weekend», como el título original de la película, porque es Bernard quien se encarga de organizarlos (aunque en esta ocasión el anfitrión es Tanner). No obstante, Fassett tiene sus propios planes, no del todo coincidentes con los objetivos que le ha comunicado a Tanner ni con las órdenes recibidas de Danforth, y eso va a poner a prueba, y en juego, los ánimos y las vidas de todos.
El guion, débil e incoherente, lleno de lagunas (¿quién intenta secuestrar a la esposa y el hijo de Tanner? ¿Cómo es que en el último momento el secuestro es impedido?) se retuerce y deforma tanto y tan gratuitamente, que los planes de venganza de Fassett terminan por perder todo sentido, resultan de una violencia y truculencia innecesarias, inútiles, ineficaces para sus teóricos objetivos y, por tanto, de un desarrollo y ejecución completamente absurdos, contrapuestos al supuesto deseo del personaje precisamente porque él mismo así lo quiere. En este caos argumental, la película no podría hacer otra cosa que naufragar estrepitosamente. Los focos dramáticos paralelos a las acciones de Fassett, el estudio de personajes (los cuatro amigos, cada uno con sus problemas personales, sus rasgos de carácter y sus distintos condicionantes en sus relaciones con los demás, van acompañados de sus esposas, que también manifiestan personalidades notoriamente llamativas, de la cazadora con escopeta, arco o ballesta a la drogadicta y medio ninfómana) y la trama más realista acerca del secreto que los tres perseguidos ocultan a Tanner (una red para evadir impuestos llevando el dinero a cuentas suizas), no son suficientes para salvarlo, para dotarlo de interés y de fuerza alternativa que atrape y seduzca al público. Y sin embargo, el oficio (el montaje paralelo de distintas secuencias, las cámaras lentas) y la puesta en escena de Peckinpah, aunque muy por debajo del talento mostrado en lo mejor de su trayectoria, crean una atmósfera atrayente y muy dinámica que no carece de interés a pesar de sus abundantes puntos flacos (personajes desatendidos, poco perfilados o dibujados con trazo grueso -como Tremayne y Cardone pero, sobre todo, las cuatro esposas- y apelaciones a una sensualidad gratuita -la propia escena de la muerte de la esposa de Fassett o los encuentros sexuales nocturnos de algunos de los invitados a la casa-). Burt Lancaster, por ejemplo, encarna con convicción y vigor la figura del alto cargo de inteligencia con aspiraciones políticas que representa a una América no muy distinta de la de su tiempo -la administración Reagan- ni de la de hoy, con un discurso que evidencia el peligro de una deriva autoritaria al frente de la política estadounidense.
De igual modo, las lecturas secundarias, accesorias simbólicas, adquieren mayor protagonismo en el conjunto final. En particular, la elección de las profesiones de los tres presuntos traidores vendidos a los rusos -un experto en finanzas, un cirujano especializado en estética y un productor y guionista televisivo- señalan tres de los ámbitos más cuestionables de la cultura del éxito impulsada por el capitalismo sin regulación política implantado por Reagan y Thatcher en aquellos años (la libre circulación del dinero a paraísos fiscales, la obsesión por la apariencia y el culto al cuerpo, la banalidad y el entontecimiento colectivo generado por la televisión), pero es en este último aspecto, el de la televisión, donde el guion y la puesta en escena hacen hincapié. Dos de los personajes, Tanner y Osterman, trabajan en la televisión, pero esta como estructura, como tecnología, incluso como objeto, están presentes, real y simbólicamente, en toda la película. Prácticamente no hay escenas sin pantalla de televisión o algo que haga su misma función (monitor de información bursátil, ventanal con vistas a un cementerio militar lleno de lápidas…); el control mental, estético y moral que impone la televisión en esa sociedad moderna de los años ochenta (hoy ampliada a Internet y a sus redes sociales) es aludida directamente a través de la sofisticada instalación de cámaras y monitores que Fassett ordena colocar en casa de Tanner para supervisar y prever todas las situaciones y dominar a todos los ocupantes durante el tiempo que allí permanezcan, en un Gran Hermano de tintes psicópatas y de violencia delirante (Fassett se acompaña de un grupo de hombre armados que impiden toda escapatoria, aunque no del todo eficaces porque el guion así lo quiere: personajes, en teoría, sin ninguna experiencia como agentes se enfrentan con éxito a ellos, como expertos luchadores y combatientes). Este papel central de la televisión como encarnación de todos los males cobra su máxima significación en el desenlace del filme, con Tanner, Fassett y Danforth, cartas boca arriba, en horario de máxima audiencia, y en la eclosión violenta final retransmitida en directo a todo el país.
Una conclusión que enlaza la película con una de las preocupaciones de Peckinpah como autor, la presentación de la violencia de un modo no banal que genere en el espectador una reflexión acerca de la facilidad con la que es admitida regularmente a través de los medios de comunicación, una violencia real, estructural, dramática, muy diferente de la comúnmente asimilada gracias a la ficción, donde aparece estilizada, vulgarizada, asumida, gratuita, sin consecuencias. No obstante, las cargas de profundidad de Peckinpah quedan apenas esbozadas o, al contrario, resultan extrañamente evidentes, incluso burdas, y su representación se ve perjudicada por los avatares de producción que condicionaron su distribución y exhibición. Los productores, descontentos con el montaje de Peckinpah, le arrebataron la película y encargaron su propia edición, más acorde con lo que ellos pensaban que debía ser un thriller de espionaje convencional. El conjunto final se resiente tanto de todos los problemas de guion como de una falta de línea clara en el tratamiento de las distintas fuentes de imagen que contiene la película: las reales, las televisivas, las de los monitores de vigilancia, las grabadas y reproducidas… Los múltiples ángulos, fuentes, calidades, planos generales o primeros planos se editan de manera homogénea, y ahí la película pierde buena parte del dispositivo visual y simbólico del que potencialmente estaría dotada en la idea original; la abundancia de pantallas impone distanciamiento, frialdad e indiferencia (como puede verse cualquier pantalla en la que lo que se emite no nos interesa), lejos del sentimiento de invasión de intimidad, de ojo que todo lo ve, de efecto «Gran Hermano» que sería su sentido último. Sin embargo, la decisión de los productores de arrebatar la película a Peckinpah viene a subrayar otro de sus grandes intereses creativos a lo largo de su obra: la autoridad convencida de su papel mesiánico, que identifica sus propios intereses, basados en la simple ambición personal, con los de una comunidad, de un país, del cine, del arte. Un último guiño, una despedida, amarga pero quizá adecuada, a un director que, sin duda, sufrió los desplantes con tristeza, pero también con una maldición entre los dientes, una sonrisa sardónica y una copa en la mano.