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Coda de El hombre tranquilo: La salida de la luna (The Rising of the Moon, John Ford, 1957)

Publicado el 25 noviembre 2024 por 39escalones
Coda de El hombre tranquilo: La salida de la luna (The Rising of the Moon, John Ford, 1957)

Impulsada primordialmente con el fin de ayudar a crear una estructura industrial y técnica estable para un cine nacional irlandés, esta modesta producción de apenas ochenta minutos de duración es una de las películas menos vistas y reconocidas de la filmografía de John Ford, siendo despachada incluso en algunas de sus biografías más exhaustivas en apenas unas pocas líneas o, con suerte, unos cortos párrafos, que la califican apresurada y muy poco rigurosamente como una cinta «menor» en la trayectoria del maestro (no existe en la carrera de John Ford nada menor; ¿qué se diría, por ejemplo, en términos comparativos, de la inmensa mayoría de los títulos que pueblan hoy las carteleras?), una breve cuña, un divertimento, un simple entretenimiento, unas vacaciones creativas a disfrutar en su patria ideal entre los rodajes de las obras maestras que la precedieron y la sucedieron, la misma valoración que suele concederse a otra humilde pero estimable película igualmente filmada en las Islas Británicas, Un crimen por hora (Gideon’s Day, 1958). Porque, si bien como hipotético motor de una naciente cinematografía irlandesa puede calificarse como fracaso sin paliativos (las recaudaciones quedaron muy por debajo de los ya de por sí mínimos recursos invertidos en el filme: por ejemplo, John Ford no cobró por realizarla; con esos mimbres es imposible asentar una industria cinematográfica autóctona), no puede en justicia decirse lo mismo de su resultado artístico, que plasma los intereses estéticos y narrativos puramente fordianos en la misma medida que en sus obras más aplaudidas, ese sentido de la memoria, la integridad, la dignidad, la melancolía y la profundidad de los sentimientos humanos evocado a partir de un lenguaje visual hermosamente poético, acompañado de un fino tratamiento del humor, que descansa en la elección del encuadre, la composición del plano, la carga narrativa en el empleo de los objetos y de la música, y en las veladas alusiones de los diálogos de los personajes, tan ricos en dobles sentidos y tan significativos como sus elocuentes silencios. La película, dividida en tres episodios presentados por Tyrone Power, a su vez inspirados en las historias de tres narradores irlandeses (Frank O’Connor, Martin J. McHugh y Lady Gregroy), reúne temas y motivos ya tratados en otras películas precedentes de Ford de temática irlandesa, pero en especial funciona como epílogo o extensión del mayor de estos clásicos, El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952).

La primera historia, The Majesty of the Law, basada en un relato homónimo de Frank O’Connor, está tallada en piedra. Este es el material que destaca visualmente de principio a fin. Un comisario (Cyril Cusack, al margen de Power, el nombre más reconocible de entre los que constituyen el reparto de la película, aunque su fama mayor aún estuviera por llegar) se dispone a cumplir una misión que le desagrada: exigir el pago de la multa de cinco libras a la que un lugareño (Noel Purcell) ha sido condenado por agresión en la persona de un representante de whisky que le ha endosado una remesa de baja calidad. La alternativa, si el reo se niega a pagar, como el policía teme, es que deba pasar una noche en la cárcel. Este simple pretexto permite a Ford, en primer lugar, desplegar un amplio catálogo visual de postales rurales irlandesas, y además, con un aire decididamente costumbrista, mostrar el carácter y la idiosincrasia de la «auténtica» Irlanda idealizada por el director. El orgullo del condenado viene acompañado de un profundo sentido de la integridad y de la justicia que, si bien le obliga a reconocer su culpa y aceptar el veredicto, no excluye el hecho de considerar que el apaleado se merecía su castigo. Y esta reserva es la que hace que se niegue a pagar la multa en dinero contante y sonante pero, en cambio, acepte resignado y terco su breve encarcelamiento: ninguna sugerencia, ningún consejo, ninguna súplica, pueden alterar su decisión, tomada con plena conciencia de su concepto de justicia y haciendo honor a aquello que sus antepasados esperarían a buen seguro de su conducta, tanto en el momento de cometer su desliz delictivo como en el de ser reprimido por él. Ford dirige una puesta en escena sutil pero efectiva (los personajes que se ven acercarse, a lo lejos, terminarán apareciendo en un primer plano decisivo), en la que los elementos de decoración y ambientación poseen un peso específico propio. Así, la tetera, puesta a calentar en el fuego de la chimenea, la botella de licor clandestino (toda una institución en la isla, que ni siquiera la policía se molesta en perseguir; más bien al contrario), los sombreros y los bastones y, por encima de todo, la piedra: la del ruinoso torreón que los antepasados del protagonista levantaron con sus propias manos; la que cubre el hueco delante de la chimenea en la que oculta la lata que contiene esos ahorros con los que podría pagar la multa si quisiera, pero que se niega a despilfarrar tan tontamente; la que recoge del suelo de su propiedad, la de su familia, y, tras liberarla de polvo y barro, besa antes de echarse al bolsillo para que le acompañe en su paseo hasta la cárcel y en su estancia en la celda. El costumbrismo en Ford siempre va acompañado del humor, y al gag de la chimenea, cuando se vierte en ella el whisky ilegal que están bebiendo, se suma el diálogo entre policía y detenido acerca de cuándo es el mejor momento para que este acuda a la cárcel a cumplir su condena. Por encima de estos toques de comedia sobrevuela, sin embargo, la solemnidad y la melancolía del instante en que los vecinos y los amigos acuden a despedir al condenado, como si su encierro fuera por largos años y no fueran a volver verle en largo tiempo (hasta el agredido se presenta voluntariamente a pagar la multa de su propio bolsillo para impedir el encarcelamiento, pero, de nuevo, el orgullo hace su papel). Su llegada a la prisión es uno de esos instantes aparentemente pequeños, anecdóticos, insignificantes, que la poesía visual de Ford logra elevar a episodio solemne, trascendental, heroico. En cambio, el simpático y humanizado tratamiento que el guion hace de los policías, parte de la administración británica ocupante de la isla, quizá fuera la causa del rechazo del IRA y de buena parte del nacionalismo irlandés a la película, sin duda uno de los condicionantes externos que contribuyeron a su irrelevancia comercial.

Coda de El hombre tranquilo: La salida de la luna (The Rising of the Moon, John Ford, 1957)

El segundo capítulo, A Minute’s Wait, adaptado a partir de una obra de teatro de Martin J. McHugh, tiene un protagonismo coral. La proverbial falta de puntualidad de los ferrocarriles irlandeses (al menos entonces), la incertidumbre sobre cuándo y cómo partirán y llegarán, si es que lo hacen, sirve a Ford de metáfora acerca de las tensiones de la vida irlandesa entre tradición y progreso, y del predominio de aquella sobre este. Un tren, que circula con un minuto de retraso (o eso proclama a gritos su revisor), se detiene en un apeadero a llenar de agua el depósito de la locomotora, momento en que empleados y pasajeros aprovechan para bajar en tropel a la taberna de la estación a dar cuenta de sus existencias de whisky y cerveza. Sin embargo, distintas incidencias que se van produciendo -la necesidad de transportar una cabra, campeona en un concurso de ganado ovino, propiedad además del hijo de unos de los propietarios del ferrocarril; la inminente llegada de los jugadores del equipo local, que acaban de ganarle un partido a su máximo rival…- hacen que la demora se vaya multiplicando exponencialmente, a pesar de que el revisor siempre anuncia el retraso de un solo minuto. Estos instantes de ida y vuelta, del tren al bar y viceversa, dan pie a presentar numerosos cuadros humorístico-costumbristas de la vida irlandesa, desde el arreglo matrimonial entre dos pimpollos por parte de sus progenitores a una declaración de amor tan indirecta como poética; de las canciones cerveceras a los pormenorizados relatos de historias que nunca se concluyen; de la invocación a los antepasados como justificación para una pelea de honor a puñetazos al blanco continuo de agravios, quizá no del todo involuntarios, que constituye una entrañable pareja de veteranos ingleses que viajan por el país camino de una boda (o eso creen). Narrativamente el más complejo y logrado de la película, en la combinación encadenada de abundantes historias y personajes diversos pero entrelazados en poco más de veinte minutos, Ford emplea una destreza casi berlanguiana, con atención minuciosa a detalles aparentemente irrelevantes pero sustanciosos (cómo esa camarera salta de un lado a otro de la barra; cómo se cantan y bailan las canciones tradicionales; cómo el alcohol se funde con un pasado cuyo peso condiciona el presente). El final de este episodio, sin exageración alguna se encuentra entre los mejores de toda la filmografía de John Ford. Lenguaje visual de primer nivel para que la comedia se convierta en ingeniosa declaración política.

Coda de El hombre tranquilo: La salida de la luna (The Rising of the Moon, John Ford, 1957)

El último segmento, 1921 (significativo año de la historia irlandesa con gran protagonismo de los Black and Tans, fuerza paramilitar empleada por la Real Policía Irlandesa en la represión de la revolución republicana) está inspirado en el relato de Lady Gregroy que da nombre a la película y que, junto con la balada del mismo título cuya letra conecta los tres capítulos, supondría, en principio, el elemento que por reputación y repercusión debería haber tirado comercialmente del filme. Sin embargo, es quizá el más convencional, en términos narrativos, de los tres episodios, y también contiene la decisión estética más desconcertante y discutible de Ford, esa extraña querencia por inclinar los planos. Cada uno se inclina hacia un lado, casi en orden alternativo, izquierda y derecha, con algunos insertos centrados (esto, durante el periodo en que la acción transcurre en la prisión y sus alrededores; en la conclusión, cerca del puerto, la narración se estabiliza en planos centrados): ¿el balanceo del ahorcado? ¿Robert Krasker, director de fotografía acreditado en El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), convenciendo a Ford -algo muy poco probable- de que le permitiera realizar experimentos expresionistas del mismo tipo que en aquella obra maestra? ¿Reminiscencias fordianas de sus propios coqueteos con el expresionismo en otro de sus clásicos irlandeses, El delator (The Informer, 1935)? El enigma del sentido último de esta decisión acompaña al argumento, que se centra en una prisión de Galway (ciudad por la que llegaba antaño la ayuda española a los irlandeses en rebelión contra la corona inglesa) en la que va a ser ejecutado por ahorcamiento Sean Curran (Donal Donnelly), un patriota irlandés, líder de la oposición armada a la ocupación británica, condenado a muerte, y en el ingenioso (aunque previsible, y algo ingenuo para resultar creíble) mecanismo de fuga que ponen en práctica sus acólitos. En los alrededores de la prisión se han dado cita partidarios de Curran y de la independencia irlandesa, grupos de mujeres que rezan y lanzan plegarias y súplicas, grupos de levantiscos que protestan contra la ejecución. Ello obliga a un despliegue militar que controle a las masas, un volumen de tropas que se une a la ya poblada guarnición que custodia la prisión. La historia gira entre dos personajes, el de Curran y su fuga (en este punto, religión y teatro se dan la mano: las monjas que visitan al reo en su celda y el teatro de la ciudad entre cuyos figurantes de la obra que se representa se esconde el prisionero evadido: las relaciones entre teatro y vida son una constante del cine de Ford) y el de uno de los policías que dirige el tráfico de peatones en los aledaños de la cárcel, y que luego participa, un poco a regañadientes, en el dispositivo de persecución. Este veterano, concentrado en el cumplimiento de su deber, recibe las visitas de su esposa, que le lleva las cestas con el almuerzo y la cena (nuevo toque costumbrista que da pie al intercambio de diálogos humorísticos) y le recrimina por su alineación con la autoridad, en vez de ser receptivo al sentir mayoritario de quienes rodean la cárcel. La deriva de la trama conduce la acción a las proximidades del Spanish Arch, donde este policía es testigo del paso de Jimmy Walsh, compositor y ejecutante de baladas, que atraviesa distintos controles policiales, ayudado por varios paisanos, haciendo gala de sus dotes de bardo y trovador, hasta que logra llegar a una barca por medio de la que, junto a algunos camaradas, se propone llegar a un buque que ha zarpado rumbo a América. Aquí despliega Ford ese talento que le es propio, diferencial e inigualable: primero, acercando la cámara al rostro del policía que, súbitamente, comprende, pero que no se siente ni decepcionado ni herido ni traicionado ni burlado. Este agente de la ley, que en palabras de su mujer ha recordado el tiempo en que hizo la instrucción en el campo, sin uniforme, y cantaba determinadas canciones (sin duda rebeldes), bajo el repentino temor de que esas revelaciones en voz alta pongan en peligro el cobro de su ya no lejana pensión de jubilación, descubre sorprendido cómo en su alma vuelve a adquirir cuerpo ese ideal al que sirvió en el pasado, y es en ese instante cuando da la fuga de Walsh por buena, cuando decide mirar para otro lado y desviar y hacer desviar la atención, pero al mismo tiempo descubre su admiración por el personaje y su renovada militancia en su causa; Ford simboliza ese sentimiento en un simple sombrero que el policía encuentra en el suelo: su primera intención es arrojarlo a las aguas del puerto, pero lo piensa mejor y se apresta a conservarlo como un tesoro.

John Ford culmina a sí su enésimo retorno a su idealizado y sentimentalizado universo irlandés, pleno de animación, humor y encanto, de entretenimiento, emotividad, combatividad y lirismo. La Irlanda de John Ford es de hierba verde, aguas transparentes, árboles milenarios y muros y campanarios y torres centenarias, está hecha de tabernas donde corre la cerveza negra y se cantan baladas de legendarios guerreros por la libertad. Una Irlanda hecha, sobre todo, del material en el que se forjan los sueños de celuloide, mientras unos ojos reprimen una lágrima y unos labios dibujan una sonrisa.


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