Agrupaciones de hombres que afirman proteger los derechos de sus congéneres de lo que han llamado “los excesos del feminismo” han cobrado mayor visibilidad en varios países del mundo, entre ellos Inglaterra, Canadá y Sudáfrica. Estas reivindicaciones han sido objeto de duras críticas por banalizar la violencia contra las mujeres y reafirmar una masculinidad cimentada en la dominación. En países como Colombia, donde la violencia contra las mujeres ha encendido las alarmas de las autoridades y la sociedad civil, el eco de estos planteamientos resulta preocupante.
Libros como El segundo sexismo: discriminación contra hombres y niños (2012), de David Benatar, recogen los reclamos de los llamados ‘movimientos masculinistas’, para quienes la lucha por los derechos de las mujeres derivó en la instauración de un “matriarcado castrante” y en distintas formas de discriminación contra los hombres. De acuerdo con sus integrantes, esto sería evidente en el sector educativo, donde las mujeres constituyen el grueso de estudiantes en los países industrializados, así como en el de la salud, ya que las autoridades sanitarias le han dado prelación a las enfermedades que afectan a las mujeres frente a las de los hombres.
En Colombia, el tema cobró visibilidad a raíz de las declaraciones de Edilberto Barreto Vargas, fundador del Movimiento Machista Colombiano. En una entrevista transmitida por la televisión nacional, Barreto señaló que para pertenecer a esta organización era necesario demostrar que se es un hombre a través de actitudes como golpear a la suegra, haber sido demandado por acoso sexual o por incumplir con la obligación de proporcionar recursos para la alimentación de los hijos. En declaraciones a otro medio, afirmó que el hombre debía educar a las mujeres y tenía derecho a golpearlas (“darles duro como al ganado”), cuando ellas no lo obedecieran.
Pronunciadas en un contexto en el que la violencia contra las mujeres está en el debate público a raíz de los crecientes ataques con ácido y del aumento de femicidios, estas afirmaciones le valieron a Barreto una demanda penal por violencia contra las mujeres y discriminación. El recurso fue interpuesto por el Representante a la Cámara Iván Cepeda, quien es coautor de un proyecto de ley que busca elevar a la categoría de crímenes de lesa humanidad los delitos de violencia sexual, haciéndolos imprescriptibles.
En entrevista con el CLAM, Mara Viveros Vigoya –Doctora en Antropología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, EHESS, de Paris y Profesora Asociada de la Escuela de Estudios de Género y del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá– habla sobre la proliferación de la violencia contra las mujeres en contextos en los que se cuestiona el orden de género. También pondera las transformaciones a las que se oponen los movimientos masculinistas y analiza el lugar que ha ocupado la violencia en la construcción de las masculinidades en América Latina.
¿Qué opinas de las declaraciones de Edilberto Barreto Vargas?
Lo primero que me llama la atención es la trivialización de expresiones como éstas en el contexto colombiano. Por ello me alegra mucho la demanda de Iván Cepeda. También por el hecho de que sea otro hombre el que haga ese reclamo, pese a que las mujeres ya habíamos protestado contra ello. Esto tiene un efecto simbólico importante en el país, puesto que la masculinidad es un asunto entre hombres. Recuerdo que en algún momento entrevistaron a Florence Thomas, una reconocida feminita colombo-francesa, sobre el movimiento machista y un proyecto de ley para proteger a los hombres que Barreto quería tramitar en el Congreso. Al respecto yo veía dos cosas: primero, que situaban al movimiento feminista como la contraparte del movimiento machista. Una falsa oposición que siempre me ha irritado mucho. En segundo lugar, que las declaraciones de Florence no tuvieron ninguna recepción mediática, porque eran, una vez más, las palabras de una mujer feminista, es decir ‘un poco loca’, algo ya devaluado per se. El reclamo se escucha mejor de parte de Iván Cepeda. Si bien me molesta que siempre sea un asunto entre hombres, celebro que él haya utilizado el privilegio masculino que tiene en la sociedad para hacerlo y que haya asumido el costo que implica en Colombia defender una causa que parece trivial.
¿Cómo interpretas el hecho de que estas afirmaciones y las de la Senadora Liliana Rendón –quien justificó las agresiones contra una mujer por parte del ex director técnico de la selección colombiana de fútbol Hernán Darío Gómez– se hayan dado en un contexto en el que parece cobrar mayor importancia la violencia contra las mujeres?
Creo que, sin duda, estos dos aspectos, violencia contra las mujeres y reacciones masculinas frente a los cuestionamientos de la dominación masculina, están relacionados. Como también lo están los femicidios de Ciudad Juárez y cierto empoderamiento que han adquirido las mujeres que trabajan en las maquiladoras. Las maquiladoras no son una actividad que en sí misma empodere a las mujeres, pero, de manera paradójica, el capitalismo ofrece la posibilidad de que las mujeres se empleen y a través de ello tengan cierta autonomía económica, permitiéndoles ocupar lugares preeminentes en la sociedad y en sus hogares. Este nuevo lugar de las mujeres y la multiplicación de empleos femeninos jóvenes en esa ciudad despertaron muchas reacciones en los hombres. Los femicidios son un ejemplo extremo de estas reacciones masculinas a una redefinición, así sea parcial, del orden de género. Violencias como estas tienen lugar en contextos en los que se cuestiona la dominación masculina y en los que se les da un espacio a los movimientos de emancipación de las mujeres.
Volviendo al contexto local, considero que declaraciones como las de Barreto son un ejemplo de los coletazos reaccionarios de muchos hombres contra el feminismo, aunque de maneras menos horrorosas. Revelan un temor masculino frente a unas mujeres que han cuestionado su poder. No son signos del poder masculino sino de su impotencia. Por ello adoptan formas tan represivas y violentas como las de “darles duro como al ganado”. Estas afirmaciones provocaron muchas risas socarronas en el país. Son risas cómplices. Lo que Barreto dice es visto como un exceso, pero es un exceso de algo que mucha gente piensa. De alguna manera, él amplifica esos temores masculinos.
Hace unos días di una conferencia en la Biblioteca Luis Ángel Arango sobre los sentimientos amorosos en la segunda mitad del siglo XX. Al terminar, varios hombres me interpelaron diciéndome: “¿dónde están los hombres en sus escritos?”, “¿por qué no habla de cómo las mujeres nos oprimen?” “¿de cómo las leyes por la equidad de género terminan oprimiendo a los hombres?”. Estas cuestiones forman parte del discurso de ‘Beto’ Barreto, quien quiere hacer una defensa del honor masculino, porque, en su opinión, los hombres se acabaron y están oprimidos por las mujeres. Son momentos en los que se expresan de manera muy fuerte contradicciones que ya estaban latentes en la sociedad.
Pienso que algo similar ocurre con frases racistas como las del ex diputado Rodrigo Mesa y las del concejal bogotano Jorge Durán Silva. Me pregunto por qué estas declaraciones fueron pronunciadas en un momento en el que aparece la ley contra la discriminación. Por qué hoy algunas personas tienen lapsus de este tipo, pero en voz alta. Lamentablemente, la primera reacción de muchas personas es decir: “es una cuestión de forma”, “se le fue la mano”, pero a mi modo de ver, lo que esos lapsus están expresando es la irritación que le produce a muchas personas de la sociedad colombiana el cuestionamiento del orden socio-racial que había imperado en nuestro país hasta hace poco, es decir, dicen en voz alta lo que muchas de estas personas piensan.
Hace un rato hablabas sobre la trivialización de estas cuestiones. ¿Crees que declaraciones como éstas y como las del candidato republicano al Senado de Estados Unidos Todd Akin –que aboga por excluir la violación de las permisivas de aborto argumentando que las mujeres violadas rara vez quedan embarazadas– evidencian una banalización de la violencia contra las mujeres?
Sí. Creo que esto puede verse en el marco de ciertas oscilaciones que hay en la historia de las relaciones de género. Estamos en un momento más represivo que expansivo. Pienso en la década de 1980, una década que buscó regresar al orden de género tradicional cuando aún se sentían coletazos fuertes de cambio en el mundo. En Colombia, por ejemplo, se llevaron a cabo el encuentro feminista de 1981 y la primera marcha de minorías sexuales en 1982. Pero al mismo tiempo, es la década de la pandemia del Sida y del pánico moral, y es el momento de cerrar filas debido a los ‘excesos’ de las décadas de 1960 y 1970.
Habría que mirar declaraciones como la de Akin en perspectiva, algunos derechos que se han alcanzado en algunos países, como el de interrumpir voluntariamente un embarazo, son interpretados como si a las feministas se nos fue la mano. Por eso, hay que recordarles a las mujeres su lugar y hacer gala de un poder que se ha perdido banalizando la violencia sexual contra ellas. Avances en materia de parejas del mismo sexo como los de Argentina y el lugar que ocupa el ‘matrimonio gay’ en la campaña presidencial de Estados Unidos se convierten en temas intensamente políticos, polarizando posiciones en torno al orden de género deseable.
Podría pensarse que lo de ‘Beto’ Barreto es banal, pero no lo es. Además, la recepción mediática se ha encargado de convertirlo en un hecho político y con la demanda de Iván Cepeda, todo esto se politizó aún más. Estoy segura de que si una mujer hubiera entablado la misma demanda, mucha gente pensaría: “está respirando por la herida”. Las víctimas no tienen derecho a protestar contra la injusticia de la cual son objeto sin que su solicitud sea devaluada. Ese es otro privilegio de los dominantes: señalar la injusticia.
¿Estas oscilaciones de la historia se dan a escala global?
Es probable, pero también es necesario considerar algunas cuestiones geopolíticas. Algunos líderes de ciertos países africanos se expresan de forma muy violenta contra la homosexualidad, pero el debate sobre el tema no solo tiene visos de género y sexualidad sino que también se ha enmarcado en toda una cuestión geopolítica. Por una parte, desde lo que llamamos Occidente, se les ha tildado de países bárbaros en una escala valorativa relacionada con sus posiciones frente a la homosexualidad, pero por otra parte, ellos se valen de una retórica antiimperialista en sus declaraciones. No quieren ser marionetas de Occidente, al que identifican con la defensa de los derechos de los gays, y ven la cuestión gay como algo ajeno a sus historias y sociedades. Este es un tema muy complejo, porque si bien estoy, por supuesto, en contra de esta violencia homofóbica y contra declaraciones como las de ‘Beto’ Barreto, también lo estoy contra los comentarios naturalizantes que dicen que los africanos son bárbaros salvajes y que ‘Beto’ es un llanero machista. Esa es una comprensión culturalista según la cual los llaneros son machistas, porque su cultura es machista, como si las culturas fueran siempre las mismas, congeladas en el tiempo. Lo de Barreto es una reacción amplificada pero contemporánea de un hombre colombiano, en este caso llanero, frente a la nueva situación de las relaciones de género en el país.
En la pasada contienda electoral en los debates entre los candidatos Antanas Mockus y Felipe Arias, Arias combatía a Mockus feminizándolo, diciendo que si algo llegaba a molestarle, él se bajaría los pantalones para “mostrar las nalguitas” [en alusión al polémico gesto protagonizado por Mockus frente a un grupo de estudiantes que no le permitían hablar cuando era rector de la Universidad Nacional]. Como sabemos, esta parte del cuerpo ocupa un lugar particular en los hombres, es un sitio abyecto de feminización. Enrique Peñalosa, que en aquel momento formaba parte del mismo partido político de Mockus, salió a defenderlo diciendo que, de ser elegido, Mockus defendería con firmeza y carácter su programa, es decir, como un verdadero varón. Este tipo de diálogos entre hombres son reveladores de la forma como se construye la masculinidad y de la importancia que sigue teniendo la “verdadera masculinidad” en la sociedad colombiana.
Ahora, no puedo dejar de pensar que ese diálogo tiene que ver algo con el diálogo que se entabla entre Iván Cepeda y ‘Beto’ Barreto, vía la demanda, en donde Arias sería como el ‘Beto’ Barreto, o el ‘uribito’ recio [en alusión a Álvaro Uribe Vélez, ex presidente de Colombia] y Cepeda sería como Mockus, descrito por Peñalosa, como el portador de los valores del hombre verdadero… Esto evidencia los valores de género que orientan muchas posiciones políticas.
¿Qué opinas respecto a que movimientos similares, críticos de lo que ellos llaman “los excesos del feminismo”, hayan surgido en países considerados liberales o progresistas frente a los derechos de las mujeres como Inglaterra, en donde se gestó uno de los primeros movimientos sufragistas femeninos?
Esto que señalas (“se les fue la mano”, “es un exceso”) es exactamente lo que describía antes. Estos grupos constituyen un fenómeno de resaca que pretende frenar los logros adquiridos por las mujeres –garantizados en estos países por leyes, políticas y programas sociales en distintos campos–. Expresan un sentimiento de pérdida de poder de algunos hombres de estas sociedades y una reacción defensiva frente a esta experiencia de menoscabo. Y probablemente entre más se cuestionen los ordenamientos de género más fuertes serán estas reacciones. Pero me gustaría matizar algunas de las afirmaciones de libros como El segundo sexismo con el ejemplo de la educación superior. Se habla mucho de que en los países industrializados existe un mayor número de mujeres que de hombres en la universidad y que sus niveles de deserción son menores. Esto también es válido para América Latina y para Colombia. Pero cabe preguntarse en qué lugares de la universidad están estas mujeres. Las cifras de la Universidad Nacional, por ejemplo, muestran una mayor concentración de mujeres en carreras como enfermería, nutrición, terapia ocupacional, trabajo social, todas vinculadas con las tareas de cuidado y asociadas a sus roles de género y por eso mismo, devaluadas de antemano en la escala jerárquica de las disciplinas. Hay muy pocas mujeres en ingenierías y en ciencias. Al contrario de lo que parecen decir estos hombres masculinistas, creo que el ordenamiento de género ha cambiado poco. Estas protestas frente a cambios que parecen espectaculares, como el número de mujeres matriculadas en la educación superior, son en realidad, reacciones excesivas frente a avances relativamente moderados. Es verdad que en Canadá, Sudáfrica e Inglaterra ha habido avances, pero no son tantos ni tan profundos.
Algunas personas señalan que las transformaciones operadas por el feminismo a nivel de las subjetividades han calado más en las mujeres que en los hombres, de ahí que exista una suerte de desfase entre unas y otros. ¿Crees que esto es cierto?
Yo creo que sí, porque el ejercicio reflexivo sobre el género, que ha estado menos presente en los hombres que en las mujeres, es transformador de las subjetividades. Parte del problema es que los hombres no se han sentido convocados por esos temas. Pero los hombres reflexivos en términos de género, que también los hay, se transforman. Sin embargo son pocos porque no tienen necesidad de ello. Las mujeres hemos hecho de la necesidad virtud. Hay necesidad de ser reflexivas para defenderse en este mundo, ordenado tal como está. Cuando se ocupa el lugar del privilegio no es necesario cuestionar nada. Felizmente, hay unos cuantos hombres que no se sienten muy cómodos ocupando este lugar y hacen ese ejercicio reflexivo… y asumirlo no es cuestión de cuerpos, no importa que sean hombres o mujeres quienes lo hacen, lo importante es hacerlo.
En mi generación, el desfase que existe entre las mujeres que hemos estado en contacto con el feminismo y los hombres que no, es impresionante. Hay un hiato muy grande que también se expresa en los desencuentros en las relaciones amorosas y eróticas, como seguramente también se manifiesta en los índices de separaciones conyugales y divorcios. Ahora hay muchas mujeres que piden el divorcio, porque son ellas las que se sienten mal con esa conyugalidad, y no ellos, que no quieren perder esos vínculos pues les resultan protectores. Esto es así porque no ha habido transformaciones en las subjetividades de los hombres de esta generación.
Sin embargo, tampoco considero que necesariamente los hombres más jóvenes se hayan transformado más en estos aspectos. Sería iluso pensarlo, porque esa no es una cuestión biológica, no tiene que ver con la edad sino con la generación, con las ideas que circulan y con la recepción de esas ideas. Los hombres que se han transformado, mayores o jóvenes, constituyen una capa todavía pequeña de la sociedad colombiana.
Teniendo en cuenta lo que has señalado sobre geopolítica, violencia y masculinidad, ¿qué lugar crees que ocupa la violencia en la construcción de masculinidades en América Latina?
Esa es una pregunta grande, pero muy interesante. Yo creo que, infortunadamente, la violencia masculina ha ocupado un lugar casi podríamos decir fundante en la historia latinoamericana. Nuestra historia está hecha de procesos violentos protagonizados por hombres, como la Conquista y la Colonización. Y en lo que llamamos mestizaje colombiano deben haber existido muy pocas relaciones consentidas, y muchas mujeres indígenas y afrodescendientes violadas. La historia del mestizaje no fue una historia feliz.
En Colombia es difícil hablar de espacios y momentos en los que la violencia no haya estado presente, pese a que no quiero dar la idea de que desde la Guerra de los Mil días hasta nuestros días ha habido una línea continua de violencia. Trabajos como el de Daniel Pécaut muestran que hubo un período en la historia reciente, como de 10 años de relativa calma, que se acabó por el narcotráfico. Pero si miramos quiénes son los narcotraficantes, encontraremos que muchos son hombres y que la subcultura que se crea en torno al narcotráfico así como su derivado, el sicariato, es masculina. Hay mujeres narcotraficantes y sicarias, ciertamente, pero ellas asumen y defienden comportamientos hipermasculinos.
Infortunadamente, es difícil disociar la violencia de la masculinidad, tal como ha sido concebida y construida en América Latina. Y aunque siempre se han configurado espacios de resistencia, estos no han sido muy documentados ya que la historia oficial, el relato de nuestras identidades nacionales, los ha dejado de lado.
Quisiera pensar más esta respuesta. Es un asunto que tiene muchos hilos para trenzar, algunos muy gruesos. Por ejemplo: ¿Cómo articular en esta violencia masculina el impacto de otros sistemas de dominación distintos al género? Una mirada interseccional e histórica puede ayudar a pensar mejor eso de la violencia en la construcción de masculinidades en América Latina. Si rastreamos por ejemplo los efectos de larga duración de la Colonización en las construcciones de las identidades masculinas debemos comenzar por identificar distintos grupos de hombres en este proceso porque en él también hay luchas entre hombres, hay unos dominantes y otros que están en posiciones dominadas. En esta historia colonial, los dominados fueron los hombres de los grupos indígenas y afrodescendientes esclavizados, pero dentro de los grupos indígenas y afrodescendientes también hay heterogeneidad y las relaciones entre unos y otros no han sido siempre las mismas. La violencia ha estado presente en estas relaciones, pero de maneras diversa. Mientras iba contestando tu pregunta se iba complejizando mi respuesta. Por eso creo que una respuesta a esta pregunta amerita una reflexión más profunda.
En algunos de tus escritos señalas que si bien el llamado ‘machismo latinoamericano’ ha sido empleado para esencializar a determinados grupos, la violencia parece indisociable de la construcción de masculinidades en América Latina…
Así es… los estudios realizados en América Latina, entre ellos los míos, muestran que la violencia está presente en las masculinidades hegemónicas, pero también en las masculinidades subordinadas por razones de clase, etnicidad o raza. Es cierto que muchos hombres dominados se han sentido despojados de su humanidad por la supremacía de los hombres blancos, ricos y heterosexuales, pero también es cierto que muchos hombres dominados han llegado a creer que el fortalecimiento de la masculinidad y la autoridad masculina sobre las mujeres son parte esencial de su emancipación. En muchos relatos de luchas políticas latinoamericanas, como en el de la revolución mexicana y en las descripciones de sus caudillos se entrelazan las referencias al orgullo viril y a la agresividad sexual con las acciones políticas, como si éstas necesitaran apelar al orgullo masculino para poder triunfar. En ese sentido me pregunto: ¿Por qué no anclar esa posibilidad de lucha en otro lugar?
Fuente: Clam
Revista En Femenino
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