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Come Home Billy Bird – The Divine Comedy

Publicado el 10 diciembre 2013 por Srhelvetica

- El fútbol, el fútbol, todos igual.. Que si Messi, que si Ronaldo, todos los chavales igual… Yo también tengo críos, ¿sabe? Y andan todos igual, en el colegio, a vueltas con el fútbol, parece que no supieran jugar a otra cosa… Claro, que lo que los chavales hacen, es imitar lo que ven hacer a los mayores ¿verdad? Ellos son así: hacen lo que ven ¿no? Y en todo el mundo igual, no se crea: los de acá como los de allí… Es una locura, pero mejor eso que anden haciendo el taramabana ¿no?, que con lo que se ve hoy en día…

El hombre escrutó el espacio interior del vehículo con un vistazo rápido al espejo retrovisor, en busca de alguna señal de empatía, pero la mirada perdida del ocupante del asiento trasero denotaba su total falta de interés en la conversación, y se dijo a sí mismo que tal vez ni siquiera le había escuchado. Diantre, a veces eran así: tíos importantes en trajes elegantes y pocas ganas de conversar… y sin embargo éste de atrás tenía algo distinto, se repitió. Aquel no parecía un mal tipo, tan sólo uno de esos hombres con prisa que sólo son capaces de desclavar la vista de la ventanilla para lanzar una mirada angustiada a su caro reloj de muñeca. Rubio y escrupulosamente peinado, alto, trajeado: extranjero, desde luego, pero no un turista. Le había recogido en la puerta de su hotel, y le había visto subir apresuradamente al taxi con el gesto desencajado y un raquítico “Al aeropuerto, por favor”. Había algo de súplica en esas cuatro palabras; quizá fue el tono agobiado con que lo dijo, pero al escuchar su voz fue como si el hombre implorara una ayuda que sólo él podía darle. De modo que en cuanto la portezuela del coche se cerró con un chasquido metálico, su conductor pisó el pedal sin apenas dar tiempo a que la nuca de su cliente encontrara descanso en el reposacabezas, y el taxi aceleró con un bramido hasta incorporarse al colorido fluido del tráfico.

Había conducido un rato en silencio, hasta que al llegar a la rotonda, había tomado el desvío que delimitaba el final de los imponentes edificios de piedra, y la incorporación súbita a un grisáceo paisaje de rotondas sin sentido, atestados hipermercados, tiendas de muebles escondidas bajo carteles claramente desproporcionados, y despoblados almacenes de materiales de construcción. Al llegar a ese punto, su cliente dejó escapar un suspiro, apenas audible, pero suficiente como para animarle a iniciar una conversación:

- ¿Qué anda, con prisa?

El hombre trajeado proyectó hacia el asiento delantero una sonrisa a todas luces forzada. Luego volvió la cabeza hacia la ventanilla y contestó con una cierta desgana, pero fue más como si se estuviera dirigiendo a las primeras gotas de lluvia que empezaban a correr al otro lado del cristal, que como si lo hiciera en respuesta a su pregunta. Sus palabras llegaron así al salpicadero como si procedieran del otro extremo del mundo:

- La verdad es que sí… pierdo el avión.

El taxista sonrió, reconfortado tras reconocer el familiar molde de una conversación que dominaba: aquello era, en cierta manera, lo más parecido que podría tener un taxista a jugar en casa.

- ¿A qué hora sale, a y media?

- A las diez y veinte. Pero debería estar antes en la puerta de embarque… unos veinte minutos antes, como muy tarde.

Diez y veinte. Repasó mentalmente el trayecto que tenían por delante, y que había recorrido en tan numerosas ocasiones; la secuencia familiar de edificios, eslóganes comerciales y curvas por los que discurrirían en unos minutos, visualizó hasta el importe que rondaría el taxímetro en el momento de detenerse junto a las puertas de entrada del aeropuerto: muy justos. Pero quién sabe, se dijo, tal vez el tipo tuviera suerte.

- No se preocupe: andamos justos, pero yo creo que llegamos.

Aquello no pareció tranquilizar a su cliente, que no dijo nada, de modo que no insistió. Tomaron la salida de la autopista y tras un ascenso de suave pendiente junto a los últimos cartelones, el taxi se adaptó con un acelerón excitado y lleno de gratitud a la nueva velocidad. Aquello también pareció animar al conductor, de alguna forma, como si entre él y el vehículo se hubiera establecido, a lo largo de tantos años de estrecha convivencia, una suerte de conexión emocional que ligaba la palanca de cambios y su capacidad para conversar.

- Viaje de negocios ¿no?

Todo lo que obtuvo por respuesta fue un leve “humm”, apenas enunciado. Lo tomó como una forma de asentimiento, así que en cierto modo sí que podía decirse que su pasajero había contestado, pero a partir de ese momento se hizo evidente para él que aquel sería un trayecto en el que un silencio incómodo ocuparía una plaza más en el vehículo. Sin embargo, sorprendentemente a los pocos segundos la grave voz del tipo de atrás reavivó la posibilidad de una charla distendida:

- En realidad, vuelvo a casa… -el hombre titubeó un segundo, tal vez tanteando el tono apropiado, pero prosiguió- Por el momento, ya está bien de negocios. Ahora toca ir a casa.

Aquello era mucho más de lo que el taxista hubiera deseado: todo un campo virgen por explorar, el extremo de una larga hebra que podía ser convenientemente desenrollada a lo largo del camino al aeropuerto. En su fuero interno, estaba absolutamente convencido de que dar conversación a sus pasajeros suponía algo así como un plus al servicio que les prestaba; un extra de proximidad, cortesía de la casa, por el cual quedaban francamente agradecidos y que, no en pocas ocasiones, acababa traduciéndose en generosas propinas. Claro que había clientes antipáticos con los que era mejor permanecer callado, pero francamente, éste no parecía uno de aquellos. Quitando el caso concreto de esos servicios, a menudo se trataba simplemente de dar pie a una charla con la que abreviar el paso de los minutos, o (esta era claramente una de esas ocasiones) hacerlo justo con el objetivo contrario de congelar el secundero.

De modo que tal vez su pasajero no era lo que se dice muy hablador, pero, una vez desestimada la consabida opción de hablar del horrible tiempo que hacía, o las diferencias entre sus países de origen, el tema del hogar y la familia parecía abonado para propiciar una cierta camaradería masculina, y probablemente la mejor forma de sustraerle del agobio. Un simple  “tendrá ganas de llegar ya a casa” y aquel hombre retiraría sus defensas: costó un poco más de lo que había estimado inicialmente, pero, no sin hacer un pequeño esfuerzo por ser amable, el tipo acabó cediendo. Así fue como, de un modo más cercano a un interrogatorio que a una conversación, el taxista supo que el actual ocupante de su taxi tenía un hijo, aproximadamente de la misma edad que uno de los suyos. Y que -entre otras cosas- de que finalmente subiera a ese avión, o no, dependía que llegara a tiempo para asistir al partido en el que el equipo de su hijo se jugaba el campeonato escolar: de esta manera habían llegado al tema del fútbol.

- A mí ya me ha tocado, con el mediano. Todos los sábados, durante tres años, aunque luego se ve que se cansó y lo acabó dejando. Pero aquello era así:  daba igual que hiciera bueno, que hiciera malo, que llueva, que nieve o que… que… qué se yo, que ahí tenías que estar con el chaval  en el campo de fútbol perdido de no se qué pueblo, pues no sé, a las ocho de la mañana. Aquello era una putada: levántate a las seis y media de la mañana y cógete el taxi para ir a no-se-dónde con el crío, a pasar frío. Pero claro, hay que ver a los chavales, la ilusión que le ponen, cómo lo viven…

El hombre asintió en silencio, pero pareció más dispuesto a escuchar que a poner de su parte en la conversación.

- Y los padres también ¿eh?, los padres igual… no: los padres a veces peor, porque hay que ver cómo se ponían algunos… no sé cómo será en su tierra, pero aquí yo he visto a más de un padre perder los papeles. Ya sabe lo que le digo ¿no? -en realidad ahora no esperaba que el tipo contestara, así que ni siquiera le cedió el tiempo para hacerlo- En plan: árbitro, eso es falta. O entrenador, a ver si sacas a mi chaval, que aquel otro hoy no anda fino… y eso no está bien, hombre, no está bien. A los chavales hay que dejarles que jueguen, que eso es lo que debería ser, un juego. Pero claro, ya se sabe, lo que maman los chavales es lo que ven en la tele… lo que hablábamos antes de que si Ronaldo gana mil millones por día , y claro, pues qué le vas a decir al crío, si es lo que está viendo…

Llegados a ese punto, el desinterés de su cliente en la charla se había convertido en una punzante forma de incomodidad, de modo que optó por dejarlo estar, y concentrarse en la conducción. Sin embargo, su propósito fue interrumpido por algo parecido a un soplido proveniente del asiento trasero,  una forma mínima de expresión (pero comunicación, al fin y al cabo), y antes de que pudiera ser plenamente consciente de su incontinencia verbal, las palabras ya habían salido de su boca:

- ¿A usted le gusta el fútbol?

Volvió a mirar al retrovisor justo a tiempo para toparse con los ojos de su cliente clavados en los suyos, atrapados en el diminuto espejo rectangular. Percibió entonces un gesto furtivo en ellos, como si su propietario se hubiera sentido sorprendido en una mirada ilícita, y desviaron entonces rápidamente su trayectoria, pero en lo apresurado de su huida el hombre no tuvo más remedio que soltar el precioso botín de unas palabras.

- No -se quedó callado un instante y luego, quién sabe si por el modo incómodo en que su escueta respuesta retumbaba en aquel silencio, decidió añadir algo más- No mucho, la verdad.

- Ah.

Aquello dinamitaba definitivamente cualquier intento de reconstrucción de la charla, y de hecho fue lo último que ambos se dijeron hasta el final del trayecto.  A partir de aquel momento, la convivencia en el reducido habitáculo se desarrolló en los términos comerciales más absolutos, en el enfriado ambiente de un pacto tácito de no interacción. El taxi rodó silenciosamente otros diez minutos sobre la cinta gris que se desplegaba ante él, atravesando un hermoso paisaje al que ninguno de sus ocupantes prestó la atención que se merecía; el uno porque, a base de repetir el trayecto, había acabado por insensibilizar sus sentidos frente a cualquier posibilidad de disfrute; el otro porque, a pesar de perder la mirada en el espacio que se abría a sus ojos, en realidad visualizaba los paneles de embarque reproduciendo los mensajes de última llamada, los avisos al señor William Bird para que acuda urgentemente a la puerta de embarque H6, las miradas cómplices del personal de tierra antes de cerrar la fase, walkie-talkie en mano; los resguardos de los billetes de los pasajeros amontonándose en una ordenada pila sobre la mesa… O no, espera. ¿Qué hacían con esos resguardos de los billetes? ¿No los metían en una maquinita de esas de acero, como las que hay en las entrada del metro?

- Ya llegamos ¿ve? Ahora le tocará correr – la voz del taxista interrumpió sus divagaciones, y aquello tuvo el efecto de una pequeña descarga en su espalda, arrellanada hasta entonces en el asiento. Hizo el gesto automático de extender la mano hacia la compacta maleta que descansaba sobre el asiento, a su lado, y su cabeza se inclinó en sentido opuesto, para inspeccionar a través de la ventanilla el enorme edificio al que se aproximaban. Una vez confirmada visualmente la noticia, en su frente se dibujó un gesto de concentración, similar al de los corredores de los 100 metros lisos, justo cuando esperan el sonido del disparo que hará que sus músculos entren en acción de forma explosiva.

El vehículo se detuvo, por fin, y casi de forma simultánea al momento en que el índice del taxista pulsaba sobre el botón que detenía el contador digital, el extranjero inquiría acerca del importe de la carrera. Un billete atravesó rápidamente la fila delantera de asientos, y con un leve tintineo unas monedas realizaron el viaje de vuelta, sobre la palma cubierta de sudor.  Sin esperar a guardarlas en la cartera, el extranjero farfulló un gracias, buenas tardes, mientras las volcaba en su bolsillo, y a continuación abrió la portezuela del coche,  bajo la atenta mirada del conductor.

- ¡Suerte!… ¡Y que gane el mejor! -El taxista lo dijo de corazón, proyectando su vozarrón a a través de la puerta entreabierta, hacia la figura del hombre que encogía los hombros bajo el helador primer contacto con las gotas de lluvía. Él también tenía un chico, y sabía lo que eran estas cosas. “Hay que ir, para ellos es muy importante”, pensó.

El tipo se agachó ligeramente, doblegando su elevada estatura hasta asomar la cabeza por el marco metálico, y dejó ver así como una leve sonrisa asomaba a sus labios, sin llegar a concretarse. Transcurrió un instante, extraño, en el que pareció que el hombre fuera a decir algo, pero a continuación fue como si reaccionara, y todo aquello quedara convenientemente resumido en  tan solo dos palabras:

- Gracias. Adiós.

Entonces, cerró la portezuela con un golpe algo brusco, y a través de la ventanilla el taxista pudo ver cómo tiraba del asa de la maleta hacia arriba, desplegándola.  El hombre volvió la cabeza, echando a correr hacia la entrada del edificio, y protegiéndose de la lluvia de forma inútil con el brazo alzado, mientras era perseguido por el ronroneo de las ruedecillas sobre el asfalto mojado. El taxista permaneció quieto, siguiéndole con la vista hasta que la silueta del hombre quedó demasiado distorsionada por las gotas que resbalaban sobre el cristal, y pronto no era más que un destello oscuro contra el siena refulgente del edificio: con tanta lluvia, resultaba difícil dilucidar si en realidad vio, o sencillamente reconstruyó en su cabeza, el momento en que las puertas automáticas se abrían con silenciosa voracidad y la espigada figura era absorbida por la oscuridad del interior. Un bocinazo le sacó de su ensimismamiento: enmarcado en el retrovisor, el inalterable batido del limpiaparabrisas trasero le descubrió el airado gesto del conductor de otro taxi, levantando con frustración las manos del volante. Entonces, como si de una respuesta automática se tratara, lanzó una rápida mirada al espejo de su izquierda para asegurarse de que podía incorporarse a la circulación, pisó el pedal, y el vehículo volvió a ponerse en movimiento.


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