Profundidades de una mina
“Bajar a una mina de Oro es como hacer un viaje de pruebas al Hades. Hay que dejar las ropas fuera, en la superficie, ropa interior incluida, y, enfundados en un mono blanco, hay que penetrar en una jaula de acero que nos proyecta, por el interior de una roca, a una milla de distancia en dos minutos de tiempo. Allá abajo existe un mundo ruidoso, cálido y húmedo, iluminado por las danzantes luciérnagas de las lámparas que los mineros llevan en sus cascos. Un paseo de diez minutos a lo largo de una galería excavada en la roca, cuya temperatura natural supera los 37 grados centígrados, basta para que cualquier visitante se sienta inmerso en una atmosfera cálido-húmeda.
Después, dominando el constante zumbido de los acondicionadores de aire y del estrépito de los vagones que se deslizan por sus raíles de acero, llega el ruido de las perforadoras de aire comprimido, mordiendo en la solidez de la roca.
A un lado del túnel, una angosta abertura inicia un descenso, siguiendo un ángulo de casi veinticinco grados, camino de las entrañas de la tierra. Tiene apenas cuarenta pulgadas de altura y se mantiene delicadamente abierta por medio de entibos de goma de color azul. En el léxico minero se le llama “bancada”.
Dentro de la bancada, parece como si la roca presionase por los cuatro costados; del techo se desprenden minúsculas motas que caen charcas de agua tibia en las que los mineros están sometidos, ya tendidos, ya arrodillados.
Oculto casi por un sutilísimo rocío de agua destinado a amortiguar el polvo, el largo pico de una perforadora vibra horadando la roca por un punto marcado con una señal de pintura roja. A todo lo largo de un costado de la bancada, una línea continua de pintura roja señala una veta de roca de cuatro pulgadas que, hasta a ojos del profano, tiene un aspecto absolutamente diferente que el de las rocas situadas más arriba y más debajo de aquella. Constituye un amasijo de guijarros blancos, estrechamente unidos y, aquí y allá, incrustada entre ellos, luce una minúscula partícula de oro al reflejarse en ella el haz de luz de las lamparillas de los mineros. Esta veta, o este filón, es lo que la carne en bocadillo. Extraer esta delgada veta de oro, situada a una profundidad de dos millas, o más, por debajo de la superficie, constituye un proceso costoso y desesperanzador. Por encontrarse el oro muy diseminado entre los guijarros o conglomerados, no solamente hay que volar e izar, después, a la superficie la fina veta del filón portador de oro, sino que, además hay que subir también y machacarla, gran parte de la roca situada a ambos lados del filón, puesto que cada vez que se vuela la bancada con las cargas de dinamita colocada en los hoyos que hace la perforadora, la roca se confunde con el conglomerado.” De este modo explica Timothy Green en su libro El Mundo del Oro, el trabajo realizado en una mina.
Y es que el trabajo de un minero es digno de admirar, al estar bajo condiciones extremas y exponiendo su vida en todo momento. Sumergirse a tales profundidades, en donde la luz del sol es totalmente nula, la luz artificial se convierte en un complemento esencial. Una labor enteramente física y desgastante: taladrar, picar y extraer; sumado al riesgo de posibles enfermedades como la silicosis (producida por inhalar constantemente químicos que causan efectos irreversibles a los pulmones y dificulta la respiración) y de derrumbes, para lo cual deben apuntalar las pasarelas excavadas.
Para alcanzar la veta donde esta incrustado el oro, es necesario que trabajen muchas veces inclinados o arrodillados durante largos recorridos.
Debido a todo esto su edad de jubilación es más reducida, y su jornada laboral máxima (por lo menos en España) es de 35 horas a la semana, aunque en muchos otros países trabajan en condiciones menos favorables, y no se valora como es debido la labor que los mineros desempeñan, todo para poder extraer el Oro que compramos y vendemos hoy en día.
Por: Lizette Paternina