Lo más fácil es quedarse en la crítica. Lo sencillo es establecerse en la cómoda posición de señalar lo que está mal y denunciarlo. Tiene que haber algo más, intuyo. No puede ser políticamente sano quedarte en posiciones sobre temas que nunca se te van a plantear (o no al menos, en un plazo razonable de tiempo). Hace veintiséis siglos, Sócrates utilizó el diálogo para llegar a algún tipo de conclusión. El diálogo puede ser un fin en sí mismo tan sólo en tanto el propio diálogo ya supone un cambio. Pero si no se pretende un cambio ¿a qué estamos?
Existe una batalla en el plano de las ideas. El fin de la batalla no es perpetuarla sino ganarla. Según como cada cual se tome esto, la batalla puede estar perdida antes de comenzar. Lo que decía el chino aquel: «las guerras se ganan antes de que tengan lugar». Bueno, aquel chino decía muchas chorradas, eso también es verdad. Volvamos a Sócrates, barramos para casa.
Existe una batalla de las ideas que, en estos tiempos, necesita del poder de la calle. Es necesario articular un discurso de masas. Si lo que queremos es ganar —no querer ganar es un delito—, hay que ganar la calle porque el sistema hunde sus raíces en la calle. Queramos o no, por mucho que critiquemos la corrupción del sistema, la representación política es posible, y esa representación política es imprescindible para provocar cambios (o impedir que se produzcan los cambios que no consideramos deseables).
La política tiene una parte de tertulia de café, deseable, y otra de tomar el poder y usarlo, imprescindible. El punto de partida de quienes no queremos controlar la vida de los demás, es muy complicado, desde luego, pero no por eso hay que eludir esta contienda. ¿Por qué? ¿Por qué alguien que no quiere establecer enormes programas públicos, ni decidir sobre las vidas y haciendas del personal, debe tener interés en alcanzar el poder y usarlo? Por una cuestión muy sencilla: no dejar el poder en manos de los malos. En economía hay algo que se llama “coste de oportunidad”. Es eso. Pero tiene que haber algo más, porque si no, nos quedamos en la posición reaccionaria de gobernar para que no gobiernen otros.
Se podrá decir que el mero uso del poder es contradictorio para aquellos que deseamos reducir la capacidad de ese poder. Bien, nadie dijo que vaya a ser fácil. El poder político que va más allá de la barra del bar consiste en innumerables contradicciones. Y ojo, que hablo desde la teoría del poder absoluto. Es más probable llegar a una parte del poder, o que el poder tenga que ser compartido. ¿Cómo vas a pactar o negociar nada con camándulas, chupópteros, zascandiles y comadrejas peladas? Con una pinza en la nariz, qué quieres que te diga. Y siendo un pesado.
Pero es que la política apesta. Es un juego sucio. Solamente hay ladrones e incluso los que no llegan como ladrones, el propio sistema los transforma en ladrones. Eso lo sabemos todos. Pero aún así, resignarse no es una opción. Cada pequeño paso que se dé, es ya una pequeña victoria para impedir que las comadrejas y los chupópteros sigan igual que antes. El uso del poder político suele significar pequeños cambios cuyas consecuencias se ven a la larga. De esta idea también podemos vislumbrar la diferencia entre el gestor y el político.
Se ha de tener a capacidad de manejar ambas facetas. Por una parte, que los trenes salgan a su hora, por la otra, que jamás un pesado levante una estatua a su primo en una rotonda si la pasta no sale de su bolsillo. Y aún así, seguirá habiendo corrupción. La conocida corrupción consustancial al sistema. Pero esto no puede ser un freno. Precisamente las piedras del camino aumentan el coeficiente de rozamiento y sirven para tomar impulso y avanzar más y mejor. Sí, la herencia recibida entra en la categoría de “piedras en el camino”.
Dicho esto surge nuevamente la pregunta clave. La Pregunta. ¿El fin justifica los medios? No te puedo decir que sí, porque sería malvado. Pero, ¿acaso los fines están a la vista y son manejables? Cada decisión, cada acto, tiene unas pocas consecuencias previsibles y un número desconocido de consecuencias imprevisibles. Puede que una consecuencia imprevista arregle un error previo. Simplemente no lo sabemos. La ignorancia de no saberlo no puede atenazarnos.