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Cómo no escribir un cuento

Publicado el 08 septiembre 2017 por Gllamphar @gllamphar
Sólo sabía tres cosas.  La primera era que debía escribir un cuento en poco tiempo. La segunda, era que para él la inspiración venía siempre de los lugares oscuros y recónditos de la humanidad, de peleas y conflictos, disgustos y rencores. A él le salían más las palabras cuando escribía pensando en lo que odiaba y, en ese momento, su vida era perfecta, por tanto, lo segundo que sabía era que no tenía forma de escribir un buen cuento porque no tenía forma de obtener inspiración. Lo tercero, que sabía con total seguridad, era que no estaba dispuesto  a escribir un cuento que proviniera de lugares desconocidos para su pluma, nada de historias felices y personajes desgarbados que transitan por la fantasía sin mucho pesar y caminando sin fuerza.  Era esto todo lo que sabía en aquél momento.  Había intentado muchas veces escribir desde la positividad y muchas veces se encontró con textos felices y positivos, sí, pero que no le llenaban nunca literariamente, por eso llegó a  la conclusión de que necesitaba construirse un conflicto, una pelea, discusión o lo que fuese necesario para escupir las palabras con las que se sentía más cómodo. Fue a casa y pateó al perro al entrar, literalmente. Buscó a la esposa y también la pateó, metafóricamente claro. Le habló secamente y dijo haberla engañado en orgías, con otros hombres y otras mujeres. Le dijo tantas cosas que la mitad no logró nunca recordarlas. Mathilda en ese momento reaccionó de modo poco usual. Preguntó dos o tres cosas, como los nombres de las personas con quienes la había engañado y detalles nimios de esa índole. Él no quiso darle nombres, en parte porque no los tenía y en parte porque le parecía innecesario. El pecado había sido el mismo independientemente de si su acompañante se llamara Juan o Juana. Al no hallar respuesta, Mathilda se retiró de la cocina en silencio, afectada pero no destruida, y se dirigió a su habitación. Él se quedó en la cocina acompañado sólo por el perro que lo veía, desconfiado, desde el rincón. Durmió en la sala y a la mañana siguiente una voz calmada lo despertó. Te perdono, le dijo Mathilda y salió de la casa.  Como mostrando una solidaria sorpresa, el perro dejó de jadear y su cola de moverse. Él se quedó sentado en el sillón mirando fijamente al frente. Toda reacción distinta de la que esperaba iba a ser pequeña, pero la reacción de Mathilda había sido, entre todas, la más pequeña, lo suficientemente pequeña para no alcanzarle ni para media cuartilla. ¿Qué iba a decir “Él la engañó, ella lo perdonó y vivieron felices y comieron muchísimas y muy rechonchas perdices”? No, por supuesto que no, pero su florida y muy exuberante imaginación de escritor no le permitía pensar en una posibilidad mayor de conflicto. ¿En dónde presionas a una persona para obtener una reacción absoluta, fuerte pero controlable? No lo sabía. Su tiempo se estaba acabando y su inspiración lo había abandonado desde muchísimo tiempo antes. Pensó en lo increíble que era su incapacidad para generar un conflicto, una trama ficticia. Necesitaba sentirse arder para darle un poco de calor al papel. ¿Cuándo tendría su magnum opus, cuando se muriera? Decidió rápido, lo mejor que podía hacer era integrar el poco conflicto que había logrado dentro de uno mayor, darle un contexto, un por qué.  Se puso manos a la obra, al papel. Tecleaba rápido, ignorando signos ortográficos y la más básica sintaxis. No lo hacía por desconocimiento, como su proceso de escritura provenía directamente del caos así también era su estilo hasta la tercera o quinta revisión, si es que las hacía alguna vez.  Escribió sobre su incapacidad de escribir, dejando claro de dónde provenía la inspiración y cómo se empeñaba en eludir a todo aquél que no tuviera en su momento una fuente de problemas, sobre cómo el perro  le sacaba otra vez la vuelta, arrinconándose tan pronto lo veía. Escribió sobre la posibilidad de buscar conflictos en todas partes y la imposibilidad de encontrarlos: he aquí el resultado.
Cómo no escribir un cuento

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