Haciendo tiempo en Madrid
Eso puede suceder sin ningún esfuerzo. Bastan tres cosas: que confundas las 14h con las cuatro de la tarde, que la tarjeta de crédito con la que compraron tu boleto no la tengas tú, y que nunca hayas leído las normas de equipaje de Iberia y sus tarifas, para descubrir que las maletas y tú sobrepasan todos los pesos posibles.
Insólito, pero a mí me ocurrieron esas tres cosas por no leer bien.
A la una de la tarde de un jueves soleado en Madrid. O, a las 13h de un jueves soleado en Madrid, yo estaba tomando una cerveza en Plaza Mayor, conversando como a quien se le va la vida, maleta al lado y el entusiasmo intacto. “Si mi vuelo sale a las cuatro de la tarde -o sea, a las 14h según mi cálculo matemático insípido- está bien llegar a las dos de la tarde al aeropuerto”. Perfecto, una cerveza más.
Llegué puntual a Barajas. (Já, puntual). El aeropuerto medio vacío y caminé hacia algún counter de Iberia con mis dos sobradas horas de tiempo. La felicidad de la cerveza se me esfumó en los ocho segundos que el oficial tardó en decir: “pero es que usted ha perdido el vuelo, las 14h son las dos de la tarde, señorita”.
Que yo qué. Cara blanca. ¿Y ahora? “Pues nada, vaya a atención al cliente para que cambie su boleto por el próximo vuelo a Zurich”.
Entonces, dos personas por delante, mi maleta y yo hicimos una fila que pareció eterna. Todo se resolvería, conseguiría un cupo en el próximo vuelo y no había más nada de qué preocuparse. “¿Me permite la tarjeta con la que fue comprada el boleto?” La tarjeta, yo no tenía la tarjeta. “La tarjeta, señorita, que no tengo la tarjeta. Que es un viaje de trabajo y yo no he comprado el boleto. Me lo enviaron”. “¿Me permite la tarjeta con la que fue comprada el boleto?”
La tarjeta iba volando en ese instante hacia Zurich porque su dueña sí había entendido las horas y embarcó puntual, pero sin que yo estuviera en el asiento de al lado. Otro asunto por resolver era avisarle que llegaría a cualquier otra hora y que nunca anoté el hotel al que tenía que ir. Pero eso venía más tarde.
Varias capturas de pantalla después, tres oraciones y una conversación con el gerente; acordamos comprar un nuevo boleto, reembolsar el otro y listo, podría irme a Zurich sin problemas en el último vuelo de esa noche, a las no sé qué horas. Pero había un problema. Otro. Mi boleto fue comprado en una tarifa especial, que ya no existía, y ahora tenía que cancelar una diferencia de 435 euros que no tenía. “Es la única manera de tomar el vuelo”, me dicen.
Volví a rezar.
Siempre suceden cosas cuando parecemos estar desamparados. Los tecleos mágicos del gerente me conservaron la tarifa. ¡Listo! ¡Vamos a pagar! “Disculpe, pero su tarjeta está rechazada”. “¿Que mi tarjeta qué?”. Con diez euros en el bolsillo, y nada más que eso, invertí dos en conectarme a Internet, porque el aeropuerto de Barajas tiene la grave falla de no tener Wi-fi gratis. Revisé mi cuenta, me hice una transferencia, dejé el dinero disponible, volví al counter y dos sonrisas después, tenía mi boleto en mano.
Caminé por el aeropuerto con la misma alegría con la que Heidi saltaba en las praderas. Llegué nuevamente al counter de Iberia para darme cuenta que mi maleta se excedía hasta en buenos pensamientos. No era mi culpa, o sí, pero culpé al trabajo. Como no tenía dinero para el sobrepeso, pedí una bolsa plástica -que se rompió dos horas después- y vacié mi equipaje lo más que pude. Así, y al fin, pude pasar.
Después de tanto, llegué a Zurich
Esta historia tiene otra parte. Cómo fue que averigué la dirección del hotel en el que me hospedaría, cómo logré que un amigo avisara a la persona con la que me encontraría que llegaría al borde de la madrugada y cómo fue que me rescataron en el aeropuerto, cinco minutos antes de que cerrara, para dejarme en el hotel con el cansancio a tope y comenzando a contar esta historia, por primera vez. Pero eso lo escribiré otro día, quizá.
La mejor manera de no perder un vuelo Madrid-Zurich es leer bien. Pero leer muy bien.