Revista Ciencia
El viento que antes batía sobre las dunas del Sahara descendió este verano sobre la Península Ibérica para convertirla en una extensión meteorológica del desierto. En nuestro ecosistema, las frecuentes olas de calor desde finales de junio han llevado al límite la capacidad de supervivencia de muchas especies. Los tomillos, paradigma de planta resistente, están más secos de lo que nunca he visto, aunque todavía conservan algunas hojas medio verdosas entre la sombra de la base de sus diminutos tallos. Incluso los romeros (Rosmarinus officinalis) amarillean, a pesar de que su mayor tamaño les da ventaja frente a la sequía, pues les permite desarrollar unas raíces más profundas, que acceden a zonas del suelo que permanecen húmedas más tiempo. Nunca deja de asombrarme que estas plantas de la familia Labiadas sobrevivan a los días de fuego en que el aire parece quemar y la calima desdibuja los contornos del paisaje. ¿Cómo lo consiguen? Cuentan con la protección de sus aceites esenciales, esas sustancias aromáticas que recubren sus hojas como un barniz que reduce la pérdida de agua. También frenan la desecación gracias a las fuertes cutículas de las hojas, a la protección del vello del envés, y resguardando bien los poros (estomas) con que la planta intercambia gases. Pero todo eso no basta; lo demuestran las hojas secas que se acumulan día tras día en las ramas fragantes de ambos arbustos. La propia planta las deja morir, cortándoles el suministro de savia, sacrificándolas para evitar perder demasiada agua a través de ellas.
Aun así, las hojas que la planta "decide" conservar vivas en verano todavía habrán de afrontar serios peligros de deshidratación. Para economizar al máximo la necesidad de agua, dentro de las células de las hojas del romero la actividad fotosintética se ralentiza, las paredes celulares se refuerzan y se acumulan sustancias de reserva. Lo peor han de soportarlo las hojas altas, las que apenas reciben sombra de otras ramas; en ellas podemos ver ahora una curiosa disposición, la que muestra la fotografía. Cuando noté por primera vez estas hojas giradas en vertical, pensé que era el preludio de que se secarían, idea que abandoné al ver hojas secas pero perfectamente horizontales más abajo, en la misma rama. ¿Acaso el romero estaba pivotando sus hojas más altas para salvarlas del sol? Tras buscar información, creo que esa es la respuesta. Lo hacen otros arbustos mediterráneos que también pierden algunas hojas en verano, en concreto algunas jaras (Cistus): orientan sus hojas en un ángulo muy vertical para que reciban menos insolación, con lo cual evitan no sólo que se deshidraten, sino los daños que causa la intensa radiación ultravioleta del sol en los delicados sistemas fotosintéticos (esto es, la fotoinhibición).
Por estos trucos de supervivencia tan sutiles podemos imaginarnos hasta qué punto peligran las plantas en el verano mediterráneo. No perdamos de vista que son la respuesta a unas condiciones verdaderamente duras, a una meteorología propia de un desierto subtropical. Si el resto del año siguiera la tónica seca y cálida del verano mediterráneo, a la larga desaparecería nuestro monte y lo sustituiría la desolación. La realidad indiscutible del calentamiento global durante el siglo XX sugiere que, de ir en alguna dirección, vamos en esa. Y la presencia de más dióxido de carbono en la atmósfera de lo que ha habido en los últimos 400.000 años apunta claramente a que la causa directa de ese aumento de temperatura es la quema de combustibles fósiles. Y en contra de cualquier principio de prudencia, seguimos emitiendo gases de invernadero, y al hacerlo no sólo jugamos con el clima del futuro, sino también con las fuerzas y los ritmos que han modelado el patrimonio de la biodiversidad que nos rodea.