Palacio de Fomento, sede de la oficina de patentes en la década de los 20
El mismo Arturo Barea aprovechó entre 1927 y 1935 para registrar tres inventos suyos: un envase para pasta dentífrica, unos perfeccionamientos para máquinas vaporizadoras y un sistema para fabricar objetos huecos en pasta celulósica. En su libro "La lucha" que forma parte de su trilogía La forja de un rebelde (que vuelvo a recomendar encarecidamente) dedica uno de sus capítulos de forma casi íntegra a sus vivencias en la Oficina de patentes, y dentro de estas, hace incapié en los tejemanejes y presiones que ejercían ciertas compañías para que o se diesen patentes que les mermasen las ventas. Así lo narra:
Arturo Barea
Un catedrático de la Universidad Central de Madrid, profesor de química, descubrió un procedimiento para disolver las sales alcalino-térreas, hasta entonces insolubles. La solución de este problema suponía una revolución en varias industrias, y el inventor era consciente de ello. Para la obtención de azúcar se tritura la caña o la remolacha y se produce una melaza que contiene el azúcar en solución. De esta melaza se obtiene del 14 al 17 por 100 de azúcar contenido, porque la presencia de las sales alcalino-térreas impide separar el resto. Nuestro cliente lograba separar del 85 al 92 por 100. Es decir, se podía obtener cinco veces más azúcar y cinco veces más barato. Cuando la patente estaba en trámite a través de varios países del mundo, se presentó un día en el confesonario el gerente de una sociedad alcoholera. Una sociedad que figuraba como española, pero que en realidad era alemana y de hecho tenía el monopolio del alcohol industrial en España.-Barea, quiero una copia de esa patente. -Está en trámite y no puedo dársela sin orden del inventor. Me mostró una carta del inventor autorizándome a darle una copia y toda clase de detalles. La leí, y comenzamos a hablar: -¿Qué opina usted de la patente? -Creo que es genuina. Inglaterra la ha concedido y Alemania también. -Pero ¿usted cree que esto funciona? -A mí me lo ha demostrado prácticamente en su laboratorio. Industrialmente no sé, pero en el laboratorio es un juego de niños. -Bien. Quiero que plantee usted un pleito de nulidad de esta patente. -La sociedad era un viejo cliente nuestro. -Lo siento, pero no podemos hacerlo. Somos los agentes del inventor. -Ya lo sé. Lo que quiero es que se encarguen ustedes del asunto. Es decir, de dirigir el asunto, no de figurar en él. Figurará el abogado de la compañía. Pero el abogado no sabe una palabra de la ley de patentes. -Pero es un pleito perdido. La patente es sólida y real y no se podrá anular. -También lo sé. Pero... bueno. Le voy a explicar la situación. Nosotros compramos a la Azucarera todos los residuos de la melaza para hacer alcohol. El inventor ha firmado un contrato con la Azucarera, lo cual quiere decir que las melazas van a tener un cinco por ciento de azúcar en lugar de un ochenta y cinco por ciento. Comprenderá usted que estamos en nuestro derecho de defender nuestro negocio. En el momento que pongamos pleito a la patente, la Azucarera suspende el contrato. -Pero la patente no la anulan ustedes. -¡Claro que no! Pero el inventor es un profesor de universidad y nosotros tenemos millones. El pleito va a recorrer todas las instancias, y va a durar años. El abogado lo tenemos a sueldo en la casa. El único gasto son los honorarios de ustedes y los derechos. La patente no la anulamos, pero al inventor lo arruinamos.
No aceptamos el negocio, pero tuvimos que tomar la defensa del cliente. El contrato con la Azucarera se anuló. Su fortuna personal, unas doscientas mil pesetas heredadas de su familia, se consumió en pleitos. La patente se mantuvo firme, pero la gran industria se rió al fin.
Una firma holandesa se interesó por la patente: explotaba el azúcar en las Indias neerlandesas. Cuando comprobó la realidad de la patente, le ofreció cinco mil florines por todos los derechos. El inventor rechazó indignado la proposición. Le replicaron que su único interés era tener la patente como defensa, porque, ¿quién se iba a preocupar de llevarla a la práctica cuando lo que sobraba en el mundo era azúcar, y el negocio estaba en crisis por exceso de producción? Una entidad norteamericana fue más brutal: «No sabemos qué hacer con el azúcar de Cuba, y ¿quiere usted que le paguemos dinero por el derecho de fabricar cinco veces más barato un producto que no se vende?».
Personalmente, no me interesaba el inventor, pero me interesaba el problema económico que planteaba esta patente. El azúcar en España era uno de los artículos de primera necesidad más caros. Constituía en realidad el monopolio de un trust que controlaba los precios de la remolacha y tenía profundas ramificaciones en la política para mantener unos aranceles prohibitivos al azúcar extranjero. Se pagaban precios de hambre al cultivador aragonés de remolacha y se marcaban precios exorbitantes a un consumidor que carecía de la posibilidad de elección. Las clases pobres consideraban el azúcar un artículo de lujo. Lo habían considerado siempre desde que España perdió la isla de Cuba. Aún recordaba yo la parsimonia con que mi madre prodigaba la cucharadita de azúcar en su café.
No era éste un caso aislado, ¡no! Mi confesonario ha visto desfilar entre sus paredes de acero y cristal a docenas de tiburones de la industria y de las finanzas, cada uno con su idea recóndita para acrecentar sus millones, aun a costa de vidas humanas. A mi confesonario venían los hombres que viajan a través de Europa en avión y firman contratos fantásticos entre vuelo y vuelo. Algunos ganan miles de pesetas por día.Costosos agentes de amos que se ocupan en el incógnito, llegaban, impecablemente vestidos, aunque no siempre les sentaba bien la ropa; se instalaban en los mejores hoteles; eran refinados en sus maneras; exquisitos, suaves y convincentes en sus tratos; y a menudo increíblemente brutales y primitivos en sus diversiones después del negocio. Los he visto vestidos y desnudos, en negocio y en juerga; porque era mi trabajo ser el agente de estos agentes.
Tengo que hacer una aclaración: yo no creo que todo hombre de negocios es un canalla. He conocido y conozco muchos industriales y comerciantes honrados y sanos, con su defecto humano de querer ganar más y más. No hablo de éstos, sino de los otros. De los comerciantes e industriales que personalmente no existen. De los que no se llaman Muller, Smith o Pérez, sino que se esconden bajo un anónimo y se llaman la Deutsche A.G., la British Ltd. o la Ibérica S.A., y que en la impunidad de este anónimo, sin que nunca se encuentre al responsable, acaparan negocios, imponen precios y destruyen países. Sus directores y sus agentes comerciales no tienen más que una consigna: el dividendo. Los concerns y los trusts no están interesados en que sus agentes sean personas honradas, sino en que sean personas que sepan aparecer como honradas legalmente. Si es necesario sobornar a un ministro para que firme una ley, la sociedad da el dinero, pero es necesario que el agente sepa hacer de forma tal que nunca pueda probarse que fue la sociedad quien pagó.
Desde mi punto de observación del mecanismo económico, llegué a conocer estas entidades que pueden regalar acciones liberadas a reyes empobrecidos o avariciosos y hacer y deshacer ministros para pasar una ley de la cual muchas veces no ya el país, sino ni aun los diputados de la Cámara se enteran. Pero son demasiado poderosas para que simples palabras las hieran. Yo sabía quién pagó doscientas mil pesetas por el voto del más alto tribunal de España en el año 1925, para que se resolviera un pleito a su favor en el que se discutía nada más ni nada menos que el que España pudiera o no tener una industria aeronáutica propia. Sabía que los fabricantes de paños catalanes estaban a merced de un concern de industrias químicas las Industrias Químicas Lluch- que figuraba como español pero que de hecho pertenecía nada menos que a la I.G. Farben-Industrie. Sabía quiénes pagaron y quiénes cobraron miles de duros para que el pueblo español no pudiera tener aparatos de radio baratos, a través de una sentencia injusta. Y quiénes fueron los que a través de la ceguera estúpida de un dictador de cuarto de banderas se apoderaron del control de la leche en España, arruinaron a miles de comerciantes honrados, arruinaron a los granjeros de Asturias y obligaron a pagar al público leche más cara y sin valor nutritivo. Pero ¿qué podía hacer yo?
Por el confesonario, por «mi confesonario», pasaban estos hombres y estas cosas. Yo era una ruedecilla insignificante de la maquinaria, pero la fuerza tenía que pasar a través de mí. No tenía derecho a pensar ni a ver. Se me consideraba como un complemento de ellos, como uno más que estaba haciendo su carrera. ¡Y se confesaban conmigo! En la escuela me había visto entre el engranaje de un sistema hipócrita de enseñanza que comerciaba con la inteligencia y la miseria para atraer al internado a los hijos de los mineros ricos. En el ejército me había visto entre el engranaje de los obreros de la guerra, maniatado por un código militar y por un sistema que impedía probar nada, pero que permitía destruir fácilmente a un sargento. Ahora me veía en otro engranaje, al parecer menos brutal, pero mucho más sutil y eficaz. Podía rebelarme, pero ¿cómo? A un juez no podéis ir a contarle que el gerente de una sociedad alcoholera trata de despojar a un inventor de su trabajo y a una nación de azúcar cinco veces más barato. Los jueces no están para eso. Los jueces están para perseguiros a vosotros, porque habéis violado un secreto profesional y esto es delito. Lo otro... lo otro son negocios y en negocios todo es legal. La sociedad puede atacar una patente que cree nula; el inventor tiene el derecho legal de defenderse. Si no puede, si no tiene los millones necesarios para enfrentarse con una sociedad anónima y para resistir cinco años de pleito, esto no es culpa del juez ni de las leyes, es mala suerte del inventor.
Si yo planteo una denuncia semejante, el juez se ríe de mí y mi jefe me pone en la calle. Pierdo mi prestigio de trabajador leal e inteligente y se me cierran todas las puertas. Me muero de hambre bajo el dedo acusador de la familia que me llama idiota. Puedo ir a la cárcel por calumnia. Por calumniar a los que arrebataron la nata de la leche a los niños de Madrid; por calumniar a los que les arrebataron el azúcar; por calumniar a personas decentes, honorables, que hacen negocios lícitos...
Fuente: La lucha, La forja de un rebelde. Arturo Barea