Él no sé qué pensará de mí cuando está solo; yo, que no soy parte de sus desvelos, me abandono a un repertorio de palabras gruesas que más tarde le comunico, con resultados habitualmente desastrosos. Él es capaz de un sinfín de habilidades que después desestima por absurdas; yo persevero en un exclusivo talento, que consiste en apreciarme sin hesitación como un perfecto inútil. Él me acompañó en la ambulancia cuando me enfermé; yo sostenía el tubo de suero sobre el pecho mientras pretendía recoger esquirlas de la ciudad entre las rayas pintadas de los vidrios. Él puede cantar varias notas sin desafinar, con esa voz a lo Jamie Cullum que tiene; yo tiendo más bien al cacareo. Él pasó frío en los inviernos de su infancia; yo fui presa de cierta comodidad malsana. Él me pidió disculpas por haber dudado de mis síntomas; yo estaba en la cama del sanatorio, el médico nos supuso hermanos. Él hizo el servicio militar; yo me salvé porque ya lo habían abolido. Él fue lo primero que vi después de la operación, a lo lejos, en un salón sin nombre; yo estaba del todo boleado, me crecían telarañas bajo los párpados. Él dice que no sabe de qué se trata el amor; yo le digo que siempre es una palabra acotada, apenas el cotejo del resto de mi vida. Él fue católico en su adolescencia; yo ni siquiera tomé la primera comunión. Él me regaló un cacto de espinas suaves durante mis días de internación, averiguó la especie: Echinopsis; el día que firmé al alta lo trasladé hasta mi departamento como toda fortuna. Él duerme abrazado a una almohadita, pero le molesta que yo comparta sábanas con Winnie the Pooh. Él ha iniciado un ritmo de lectura trepidante, amontona libros junto a la cama; por el contrario, yo siento que he perdido la paciencia. Él me dijo, en el sofá de una casa ajena, que me notaba cambiado; los invitados, luego de informarse acerca del funcionamiento de mi páncreas, se dedicaron a mirar proyecciones sobre la pared. Él dijo: “cambiaste, pero cada día que pasa, como por un hechizo, estoy más enamorado de vos”. Poco después me dediqué a pensar que ya no lo quería: resulta sencillísimo convencerse de que el apego es una purulencia de drenaje rápido. Él pasa por indolente para no revelarse sensible; yo hago al revés. Él es ahora quien porfía del amor, pregunta si acaso consiste en cosa alguna. Y yo pienso, por agregar un ejemplo, cuando juntos leemos a Natalia Guinzburg, cuando, de a poco y suavemente, somos parte de una misma sabiduría.
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A ver si hacemos entre todos un año mejor.