Hoy he quedado con Claudia Elijas, hija del poeta de Tarragona Juan Carlos Elijas, que quiere entregarme los libros que su padre le ha dado para mí. Claudia, que está estudiando en el instituto español de Londres, me escribió hace unos días, venciendo la comprensible timidez de sus quince años, para cumplir el encargo de Juan Carlos. Al salir de casa, observo que el agua sigue saliendo a borbotones delante de mi casa. Ayer se rompió una cañería subterránea y toda la esquina de Alexandra Avenue con Battersea Park Road está inundada. El agua mana de las profundidades por las hendiduras de los adoquines y del asfalto, con un burbujeo constante, y vuelve a sumirse en ellas por los sumideros de los bordillos. Y lleva así más de 24 horas: el derroche de agua ha sido brutal, y no tiene visos de remitir. Si algo sobra en este país es agua, pero no me imaginaba que los eficacísimos ingleses pudieran actuar con tanta lenidad en un asunto tan catastrófico. Superado los charcos, que casi alcanzan ya la categoría de estanques (y donde, si nadie lo remedia, vendrán pronto a posarse los cisnes y las garcetas), camino de la parada del autobús que me ha de llevar a la plaza de Trafalgar, lugar de mi encuentro con Claudia, me cruzo con un porsche setentero completamente pintado de grafitis, como si fuera un muro callejero del East End, pero con cuatro ruedas y asientos de piel. En el del conductor, su dueño trastea con el móvil. Es un caballero de pelo blanco y aspecto respetable, pero con ese punto de modernidad -de deportividad: chaqueta informal, guedejas ondulantes- que acaso explique su agrado por la decoración psicodélica. Cuando llego a Trafalgar, tras superar un tráfico impenetrable, reparo también en que el gallo azul -la gigantesca escultura de la alemana Katharina Fritsch que ha ocupado uno de los rincones de la plaza desde julio de 2013- ya no está: ha volado. La enorme peana desde la que el fasiánido oteaba el horizonte luce ahora dolorosamente vacía y toda la plaza transmite una sensación de amputación. El gallo era una figura extraña en Trafalgar, pero, precisamente por eso, su ausencia resulta aún más aparatosa. Encuentro a Claudia y a una amiga suya en las escaleras de Saint Martin-in-the-Fields, donde hemos quedado. Las invito a que conozcan la cripta de Saint Martin y a tomar algo ahí. Por suerte, no hemos de batallar demasiado para encontrar una mesa. Mientras ellas sorben los zumos de naranja que han elegido y yo mi darjeeling, charlamos. O más bien charlo yo, porque ninguna de las dos parece un prodigio de locuacidad. Les pregunto por su experiencia inglesa, y ambas dicen estar contentas. También me intereso por sus aficiones: Claudia dice que le gusta dibujar, el arte, la historia y los idiomas; si es así, Claudia derrocha vocaciones, cuando mucha gente de su edad nunca llega a saber qué le gusta, si es que le gusta algo. De sus dibujos ya he sabido por su padre, que me ha enviado un enlace en el que aparecen algunos de ellos. Claudia lo sabe y, como a cualquier adolescente del mundo, le avergüenza. Pero le digo, con sinceridad, que me parecen trabajos hechos por una persona mayor que ella, relatos muy bien perfilados de una vida interior delicada y pujante. Su mirada, entonces, se hace aún más limpia: todos sus rasgos se redondean y brillan con una pureza de líneas, con una inocencia esencial, que me recuerda a la de sus dibujos. Me entrega entonces los tres volúmenes de su padre: un CD, El todo por los cuernos, con poemas suyos musicados por Santi Palau y Quique Culebras, y dos libros: Sonetos a Simeonova, un sonetario de 2014 publicado por Alacena Roja, y Flors a les parpelles ("flores en los párpados"), en catalán (porque Juan Carlos tiene el privilegio de escribir en ambos idiomas: castellano y catalán), ganador del premio de poesía "Paco Mollá" de 2012, y publicado por la alicantina Aguaclara. A Juan Carlos Elijas, que forma parte de la nutrida grey poética tarraconense, lo conocí hace mucho tiempo en algún recital en su ciudad y, aunque no hemos mantenido una relación constante, sí nos hemos avistado en la distancia, creo, con interés y cordialidad. Volvimos a vernos a finales del año pasado, cuando di un recital en Tarragona por invitación de nuestra común amiga Teresa Domingo y él tuvo la amabilidad de asistir y de acompañarnos en la cena, que es siempre lo mejor de estos encuentros. Aunque la poesía de Juan Carlos y la mía son de textura diferente, y acaso apunten a objetivos asimismo dispares, siempre me ha atraído de ella su polifacetismo, su abundancia y su humor. Elijas escribe como quien canta, o, mejor, como quien gorjea; y no me refiero ahora a twitter. Sus versos brincan en la página, ingrávidos y alegres, o vuelan, como un manojo de hojas llevadas por el viento, críticos con todo pero generosos con todos, atentos a las múltiples maravillas de lo cotidiano y también a las tristezas agazapadas en sus pliegues, joviales aun siendo, a veces, sombríos, ligeros pese a su gravedad, cultos y populares, filosóficos y proletarios, irónicos y fúnebres. Su figura y su obra responden a un perfil de generosidad para con el mundo y la creación: todo cabe en la página; todo es digno de ser dicho; todo puede ser abrazado con ternura, aunque eso no excluya el análisis inquisitivo ni, en muchos casos, la censura. La poesía, pues, como nudo de las cosas y los afectos: como eslabón último del mundo. Me digo que leeré con calma estos últimos poemarios suyos al llegar a casa. Acompaño a Claudia y a su amiga a la parada del autobús con el que volverán a casa. Han de regresar antes de que anochezca: son chicas responsables, que se recogen cuando hay que hacerlo. Cruzamos la plaza y compruebo que la explanada delante de la National Gallery sigue siendo un circo pensado para entretener -y muñir, claro- a los turistas: hoy, junto a los gaiteros presuntamente escoceses y los hombres estatua, menudean los yodas de cuchufleta que parecen levitar: cuento hasta tres, todos verdes, con las orejas puntiagudas y la cara de Jordi Pujol. Esperamos a que llegue el 6 y me despido con besos de las dos. Al volver yo a casa, mucho después de que haya oscurecido, me cruzo otra vez con el porsche grafitero, que ahora circula a toda velocidad y entre rugidos por las calles, y veo que ya han cercado con vallas el epicentro del escape, y que varios operarios de Thames Water -salidos de camionetas que, en lugar de grafitis, están pintadas con inmensas leyendas que proclaman la eficacia y el compromiso social de la compañía- se aprestan a resolver el desaguisado. No está mal, pienso: un día y medio para arreglar una cañería; miles y miles de litros desperdiciados. Me consuelo leyendo, sentado ya en el sillón del comedor, este poema de Juan Carlos:
he visto a los idiotas más célebres de mi generación sucumbir ante los tres mil canales de una vía satélite ante el automóvil más veloz e inteligente los he visto salir a berrear a las calles después de la victoria de un equipo de fútbol y abominar de los libros en líneas generales
he visto en mi sueño maya o malcolmiano cómo les revienta la cara delante de un televisor cómo rescatan sus cuerpos ferrificados y los de sus mártires de los amasijos de una autovía en obras cómo intimidan hienas entre cuatro una noche a quien lleva una bufanda diferente y cómo incendian las aulas de su antiguo colegio volviendo de borrachera
he visto cómo envejecían y los hijos tarados que han sido capaces de malcriar porque hablo ya desde los ojos blancos de la muerte desde la dimensión del cadáver en que me han convertido
(De Nuevo aullido para Allen Ginsberg, incluido en El todo por los cuernos)