Cuando tienes tres hijas que comen, visten y aún necesitan pañales, cuando te quedan cien euros en el bolsillo y todavía no has pagado el alquiler, ni el descubierto del banco, ni el recibo del teléfono y en el congelador tienes lo justo para aguantar la canícula como una bacteria prehistórica hasta que el INEM y la puñetera aseguradora que aún te debe la prima del mes pasado por un acuerdo al que llegaste con ella cuando trabajabas y eras de fiar, acoquinen, la verdad es que no te quedan ganas más que de meter la cabeza en un agujero _como los avestruces_ y encomendarte a Santa Katsumi para que haga el milagro de que los días se aceleren al punto de eludirlos con la misma placidez de quien anda bajo el efecto de una anestesia.
Cuando, además de todo lo dicho, tienes entre manos un proyecto absolutamente prometedor al que aún le falta _mínimo_ medio año de rodaje para empezar a ser rentable, un proyecto que te saca la piel a tiras y por el que, después de dejarlo todo _seguridades laborales incluidas_ has sacrificado los horarios convencionales y razonables en los que uno debe dormir, comer y vivir, entonces la anestesia que precisas para que todo sea mínimamente tolerable es un chute de narcótico similar al que requeriría un mamut.
Es una pena que yo sea tan poco amiga de lisergias de ningún tipo, que huya despavorida de todo cuanto huele a alcohol, coca, caballo y demás tufos psicotrópicos porque, francamente, a menudo me gustaría _por la vía que fuese_ adquirir la levedad e inconsistencia de una pluma para evadirme de una realidad que, aunque mía, reconozco tan extraña como inmerecida.
Me gustaría, como en otras ocasiones de mi vida, alzar los puños _cual Escarlata O'Hara en medio de la tierra roja de Tara_ y gritar a los cuatro vientos aquello de que jamás volveré a pasar hambre, que no habrá tormenta mundana que me doblegue y que vendrán _pese a quien pese_ los días suaves y amables en que ya todo dejará de costar sangre, sudor y lágrimas.
Y aunque física y mentalmente agotada, al borde de mis fuerzas _que son menos que muchas_, todo me parece de una lejanía inmensa, cuando cierro los ojos y me entrego a las únicas horas en que mi mente no me tortura con urgencias de ningún tipo, siempre escucho una voz, un eco, apenas un susurro que me acaricia el alma y me insta a hacer un último esfuerzo, a seguir esperando _pese a la dureza del día a día_ que el viento sople a favor.