Cine negro vibrante, colorista, estilizado, sobrio, violento, sensual, lacónico, visualmente impactante, narrativamente sólido, conectado con las drogas, la psicodelia y el mundo pop. Esta podría ser la escueta definición de esta fenomenal película del británico John Boorman, con la que revitalizó el género negro conectándolo con la nueva ola del naciente nuevo cine americano de los setenta. Sin olvidar un detalle imprescindible: el poder de la presencia del tipo duro más duro que ha dado el cine, Lee Marvin. A diferencia de los presuntos héroes con musculoides de gimnasio maquillados de clembuterol que tanto han proliferado en el cine comercial moderno, este ex marine (herido de guerra en la batalla de Saipán durante la Segunda Guerra Mundial y condecorado con el Corazón Púrpura) supo dotar a sus personajes, especialmente de villano (incluso cuando hacía de bueno era todo un villano), del trasfondo frívolo, procaz, despreocupado y seguro de sí mismo propio del matón barriobajero, pero siempre cubierto por un barniz más profundo de crueldad, falta de escrúpulos, demencia y una extraña serenidad en la contemplación y participación activa en todo lo ligado al lado más oscuro y brutal del ser humano. En los sesenta, no obstante, incorporó a estos rasgos propios nuevos registros que contribuyeron a enriquecer más aún su extraordinaria caracterización como tipo duro, como fueron el sentido del humor (La taberna del irlandés -Donovan’s reef-, John Ford, 1963 o La ingenua explosiva -Cat Ballou-, Eliot Silverstein, 1965, que le valió el Oscar al mejor actor) o un laconismo y un hieratismo que bajo su aparente capa de estatismo apenas camuflaba un volcán emocional próximo a entrar en erupción (Código del hampa -The killers-, Don Siegel, 1964), siempre una eclosión bárbara y violenta en la que terminaban por acumularse los fiambres a su alrededor. Precisamente de esta película de Siegel bebe en parte A quemarropa, al menos en cuanto a las chispas que brotan de la excelente química de sus sendos dúos protagonistas, Lee Marvin y Angie Dickinson.
Point Blank concentra en sus 93 minutos de duración una canónica historia de venganza: Walker (Lee Marvin, nada que ver con el papanatas de Chuck Norris), es traicionado doblemente por su esposa, Lynne (Sharon Acker), y por su mejor amigo, Mal Reese (John Vernon, en un sonado y carismático debut que le convirtió en una de las presencias más agradecidas del cine de aquella época; también debuta en ella Carroll O’Connor). En primer lugar, porque se han hecho amantes a sus espaldas. Y además porque, después de que los tres den un golpe consistente en hacerse con el dinero que transportan unos correos de una secreta organización criminal que utiliza la prisión de Alcatraz como base para sus operaciones, el hecho de su traición previa induce a Mal y Lynne a una mayor y más radical, disparar a Walker en una de las celdas y, creyéndolo muerto o agonizando, abandonar el cuerpo a su suerte. Pero Walker no ha muerto, y desde que se recupera de sus heridas no ceja en el empeño de localizar a Mal y Lynne para recuperar la parte del botín que le toca, algo menos de cien mil dólares. En ningún momento Walker dice nada de la otra traición, de la que más le duele, pero se adivina lo que piensa bajo su mirada fría, sus modales calculados y falsamente controlados, y la furia interior que bulle en él. En su tarea encuentra un curioso aliado, un tipo llamado Yost (Keenan Wynn), que dice pertenecer a la organización criminal que sufrió el robo del dinero y que, tras comunicarle a Walker que Mal trabaja ahora para ellos y que se ha convertido en un pez gordo, le propone un pacto: su venganza y el dinero debido a cambio de los deseos de Yost de hacerse con el poder. De este modo, Yost irá informando a Walker de quiénes son las personas que pueden ponerle tras la pista de Mal, y de dónde encontrarlas, mientras que Walker se compromete a despejarle el camino a Yost hacia la cumbre. Esta sinergia de intereses guía a Walker, a través de un buen número de paisajes urbanos californianos, hasta Chris (Angie Dickinson), su cuñada, a la que Mal, ya separado de Lynne, desea. Walker no dudará en utilizar a Chris como cebo para atrapar a Mal…
Pero no es tanto la estructura clásica de venganza, aderezada, eso sí, con giros y características propios y muy bien trabados (el brutal reencuentro de Walker y Lynne, por ejemplo, su juego de pasado y presente puesto en imágenes, y el final del personaje de ella), la mayor virtud de la película, sino su forma cinematográfica, su utilización del color y de la luz como indicativos de los estados de ánimo de los personajes (a veces con composiciones visuales de gran mérito, con juegos de luces y sombras, perfiles de objetos, vistas a trasluz, etc.), el ritmo sincopado de algunas secuencias, sus saltos temporales encadenados dentro de una misma situación dramática, y el ejemplar uso de la cámara lenta, en ocasiones en momentos de extraordinaria virulencia, en la línea de las más estilosas coreografías violentas del cine de Sam Peckinpah. La riqueza visual del filme es apabullante, y los escenarios escogidos (tanto la propia Alcatraz como el ático de Mal, o el famoso colector en el que tantas secuencias -con preferencia para las carreras ilegales de coches- se han rodado en tantas películas) contrastan en su luminosidad exterior o en sus múltiples y dinámicos focos de luz interiores con la turbiedad y sordidez tanto de los ambientes en los que los personajes se mueven como con sus sórdidos sentimientos íntimos. Esto, sin olvidar la atmósfera erotizante que envuelve al personaje de Chris, cuya secuencia con Mal logra transmitir todo el desasosiego, la incomodidad y el desagrado pegajoso y repelente propios de una situación en la que se entrega un cuerpo con ánimo de sacrificio por un servicio a una causa entendida como superior o más loable, en este caso en beneficio de un personaje que, realmente, representa poco positivo para Chris. Es justamente esa combinación de fascinación violenta y sensualidad perversa uno de los puntos más interesantes de un filme que destila modernidad, dinamismo y transgresión sin carecer por ello de un poso clasicista y de un guión sólido en el que las palabras, escasas y soltadas como martillazos, son menos importantes (aunque indispensables) que las caras, los gestos precisos y, sobre todo, las miradas de Walker y Chris.
Algunas de las secuencias de A quemarropa son clásicas en sí mismas: el asfixiante encuentro de Walker y Mal en una fiesta, o algo parecido, en la que la cantidad de gente y de ruido acumulado -con caída al suelo incluida- resulta agobiante incluso para el espectador alejado por el tiempo, el espacio y el plano de realidad; la irrupción de Walker en casa de Lynne, su búsqueda del dormitorio y su enloquecido tiroteo, a ciegas, contra un colchón y una almohada vacíos hasta vaciar el cargador; y, en resumen, el eco de los pasos de Walker, su caminar contundente, rítmico, vivo, audaz, el gesto duro, la mirada fría, convencido de su objetivo, de su propia determinación por llevar a cabo su sangrienta misión, por el pasillo iluminado por luces fluorescentes que tiñen de blancos reflejos las paredes de colores. Todos estos momentos, pero en especial la enorme talla de Lee Marvin como actor, el tamaño de su figura, el poderío de su aparición en el encuadre, su forma de llenar la escena, convierten esta película del irregular y variopinto John Boorman en un referente ineludible para entender el cine negro moderno, en un objeto de culto y en un espejo en el que mirar, por ejemplo, los momentos más celebrados de las mejores películas de Quentin Tarantino (que siguen siendo las tres primeras). A quemarropa, un clásico prácticamente instantáneo, supone además de todo eso la consagración del estereotipo de tipo duro más redondo, más perfeccionado, el que han tomado como punto de partida todos sus imitadores, tanto los más decentes como Clint Eastwood y su Harry Callahan, como los más ramplones, vulgares, patéticos y lamentables (y metrosexuales) del cine policíaco (o más bien de cacharrería policíaca) más reciente. Como dice Michael Madsen a Harvey Keitel en un guión de Tarantino: “Apuesto a que eres fan de Lee Marvin; me encanta ese tío”. Viendo A quemarropa, no queda más remedio.