Revista Opinión

Con pleitesía, sin peloteo

Publicado el 16 enero 2012 por Mario

No voy a engañar a nadie… soy poco teatral. Fui educado en las butacas de aquellas salas de sesión doble, repletas de jevis y con suelo alfombrado de pipas en las que a mi padre acostumbraba dormir la siesta. También pasé bastantes horas escaqueándome de mis estudios en el triangulo del mal llamado circuito de arte y ensayo. Era la mejor manera de amortizar el carnet de la facultad y a la vez estar recogido, en lugar de delinquiendo. De estos dos hitos proviene mi cinefilia, amén de demasiadas noches fingiendo estudiar mientras escuchaba Polvo de Estrellas en la radio.

El teatro siempre me resultó un hermano menor del cine, además de bastante más caro. Así las cosas cuando he asistido a alguna función generalmente ha sido:

a) Obligado

b) Invitado

c) Por mis múltiples devaneos y amistades con titiriteros (una mezcla de a y b)

Ya hace unos meses, uno de estos amigos representaba una obrita dentro de ese formato que está causando furor (microteatro por dinero) y me encantó, quizás por lo original formato: ubicado en los sótanos de lo que fue una carnicería, cinco habitaciones donde se representan cinco obritas de menos de 20 minutos, al razonable precio de 4 euros por función. Me agradó la sensación de acceder a esa suerte de pasaje del terror con una sorpresa esperando tras cada puerta. Me resultó ágil y en caso de que la obra resulte un peñazo, en un cuarto de hora te la has ventilado. Y sobre todo me gustó la cercanía pues la escena se representa a menos de 1 metro del público, evitando así la sensación de impostura que me recorre cuando el actor debe comunicarse con una platea de mayor aforo.

La otra noche asistí a otro par de ellas. Repetía mi amigo Dario en De Parto y debutaban Julián Teurlais y Oscar Parra (este último autor del texto y la dirección de Llámame Papá).

Celebro enormemente cuando veo a mis amigos triunfar, aunque resulte poco español. Y lo celebro, aún más, conociendo el calvario que han atravesado para mostrarnos su talento. Una de las lecciones que me ha regalado la vida es algo que, de otra parte, siempre intuí pero que con los años va ganando urgencia : y es que no vale la pena perder nuestro tiempo a asuntos que no nos diviertan (ya sea nuestro sino genio de las finanzas, publicista o voluntario en una leprosería). También Dario, pero el caso de Óscar y Julián (espero que no les moleste que escriba esto) es el de la resistencia numantina, el de apostar por llenar la vida de vocación; son la antítesis de esos envases vacíos que llenan los vagones de metro con su mirada puesta en el infinito de una realidad que nunca les llegará porque no están dispuestos a reclamar lo que, por derecho, les corresponde. Son insumisos, indignados y ácratas sin necesidad de alinearse con ninguno de estos movimientos, ni portar más pancarta que la de una existencia coherentemente aprovechada. Son artistas del hambre y maestros de las finanzas porque prosperar en lo artístico sin que medie mas subvención que la del público es tarea complicada en este país.

Y además ¡demonios! ¡les acompaña el talento!: El uno para retratar con socarronería azconiana el imposible mundo de las relaciones paternofiliales, encadenando una carcajada tras otra hasta dejarnos sin aliento. El otro para llevarlo a escena, con la réplica de Miguel Catarecha, en un tándem tragicómico que remite a los mejores momentos de Matthau-Lemmon o la encarnación del conflicto Dionisiaco-Apolíneo que todos llevamos dentro.

Por eso cuando terminó la representación aplaudí a rabiar: No solo la función, sino a los seres humanos que la hacían posible. ¡Aún estáis a tiempo!


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