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Confesiones de una mente peligrosa (2002): la telebasura mata

Publicado el 22 marzo 2013 por 39escalones

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La filmografía como director de George Clooney, a pesar de resultar, en general, salvo en momentos puntuales, irregular, desequilibrada y densa, suele superar con mucho en calidad e interés a la mayoría de las películas en las que interviene como actor, o en las que no toma parte en la dirección o, al menos, en la producción. Sus cuatro películas hasta la fecha, a excepción quizá de esa tontita mediocridad que es Ella es el partido (2008), contienen más cine por metro cuadrado de celuloide que aquellos productos en los que sólo se exhibe de manera vacía o estética el encanto, el carisma y el atractivo del actor con fines meramente decorativos y/o publicitarios. Su debut tras la cámara, Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a dangerous mind, 2002), más reconocida entre la crítica que apreciada por el público, es una película que gana en entidad y solvencia con el paso del tiempo.

Escrita por el guionista Charlie Kaufman a partir de la “autobiografía no autorizada” del productor televisivo y ex agente de la CIA (o eso dice él; en cambos casos, se podría añadir…) Chuck Barris, y producida por Steven Soderbergh, la cinta supone una, en ocasiones, desconcertante combinación entre comedia y drama, que destila un humor muy negro a lo largo de sus 110 minutos de metraje, pero con innegable estilo visual, complicada labor de producción (un meritorio cúmulo de localizaciones geográficas muy distintas, de Filadelfia o Nueva York a México, Berlín Este o Helsinki; una narración que se prolonga desde los años cincuenta a principios de los ochenta, con lo que supone a efectos de decoración, vestuario, maquillaje, ambientación general y, muy particularmente, la recreación del interior de unos estudios televisivos: producción, decorados, cámaras, control de realización, etc., etc.; un empleo de la música, comprendiendo tanto la banda sonora compuesta expresamente por Alex Wurman como las canciones colocadas para señalar propiamente la época en la que transcurre cada segmento) y una muy estimable labor de los intérpretes principales, especialmente de Sam Rockwell, su protagonista, una de las más estimulantes presencias del cine americano actual.

La película es contada mediante un gigantesco flashback, punteado con testimonios en el “presente” (entre ellos la aparición final del Chuck Barris real) que dotan a la historia de las formas y maneras de un reportaje periodístico: exiliado en la habitación de un hotel, Chuck Barris (Sam Rockwell) se entrega al abandono de sí mismo, a la suciedad, al desánimo, al remordimiento. Es un hombre que abomina de su pasado, que se avergüenza de sí mismo, que necesita liberarse de sus ataduras depresivas, del horror de sus malas acciones. Ni siquiera la presencia de Penny, su novia de toda la vida (Drew Barrymore, con diferencia lo más digno que ha interpretado desde E.T., el extraterrestre) al otro lado de la puerta para rescatarlo y llevárselo con ella a California consiguen que salga de su retiro y de su desamparo. La única salvación para él consiste en escribir su historia, en poner negro sobre blanco las luces y las sombras de una historia que sería “increíble” si no fuera “cierta”. Así, el espectador asiste a las evoluciones y, en algunos casos, justificaciones, de Barris para convertirse en lo que llegó a convertirse, un productor de telebasura y un asesino a sueldo de la CIA durante la Guerra Fría. Se trata de un acomplejado adolescente cuyas acciones van encaminadas en todo caso al sexo, a la consecución de sus deseos sexuales, desde los más elementales a los más perversos. Toda su carrera, su afán por convertirse en alguien en la televisión, no tiene otro fin que adquirir una fama, un prestigio y una popularidad que le faciliten la tarea de ver ocupada su cama, o cualquier otro mueble, funcional o no, cada noche, cada día, cada hora. En esta parte de la trama pesa el ritmo y el tono de comedia, porque Barris es tan pringado que suele contar sus intentos por fracasos. Al menos hasta que conoce a Penny, compañera de piso de una empleada de la televisión con la que se ha acostado (Maggie Gyllenhaal). Con Penny mandentrá una relación de encuentros y desencuentros que se prolongará toda su vida, salpicando sus distintas actividades.

Al mismo tiempo que logra su paso más importante en televisión (el llamado Juego de parejas, que en España, producido por el innombrable canal-ponzoña, se llamó Vivan los novios, presentado por aquel galán de cartón pìedra y la tetona siliconada de turno), entra en contacto con él Jim Byrd (George Clooney), un empleado de una agencia del gobierno que recluta individuos a los que convertir en máquinas de matar para delicadas misiones internacionales. Barris, que descubre el secreto placer que le produce la violencia sin consecuencias visibles, acepta, y desde ese momento su trabajo y su tapadera, sea cual sea uno y otro, se asocian e interrelacionan de manera que uno y otro se desarrollan a la par como mutuas coartadas. Y si en su vida común televisiva está Penny, en su vida como agente está Patricia (Julia Roberts), ambigua y áspera agente-contacto con la que inicia una relación puramente sexual, arrebatadora, de las que siempre deseó desde adolescente… Todo parece perfecto, hasta que se descubre la existencia de un topo en la organización.

El acertado tacto visual de Clooney se ve prolongado en un guión complejo, repleto de saltos temporales, matices y particularidades perfectamente engranadas, y que no carece de ingenio, diálogos brillantes, acertados dardos y observaciones irónicas, sarcásticas y socarronas, referidas a la muerte, a la relación entre los sexos, a la televisión o a la política internacional. Igualmente, con una preciosista y extraordinariamente competente labor de montaje, ejemplo de cómo esta operación técnica sirve con entidad propia, como elemento estructural propio y autónomo, a la ardua tarea de la construcción narrativa de un filme. Con todo, sin embargo, este mecanismo no termina de rodar con fluidez, y adolece de problemas de ritmo, de densidad narrativa, incluso de lentitud. Edificada como aglomeración de episodios, de dintintos capítulos vitales de Barris en su faceta familiar-sentimental, televisiva y asesina, algunos de ellos resultan dinámicos, divertidos y entretenidos; otros poseen el interés y la intriga de las películas de espías; no pocos de ellos, en una y otra vertiente, están subrayados por un socarrón humor negro muy sutil e inteligente; pero en muchos de ellos ello va a acompañado de cierta contemplación, de una actitud discursiva o contemplativa que puede lastrar por momentos el desarrollo de la historia, con huecos o baches de ritmo que pueden implicar que el espectador sienta mucho más larga una película que no llega a las dos horas.

Estas dos narraciones encadenadas, la televisiva y la criminal, se interrelacionan hasta niveles extremos (estupendo gag el de la aparición como figurantes de Brad Pitt y Matt Damon como concursantes de Juego de parejas, como también la alusión a Rosemary Clooney, tía de George, por parte de una de las guías turísticas que acompañan a los visitantes por el interior de los estudios), que la película ya no sabe manejar tan bien, volviéndose más densa, confusa y estática conforme avanzan los minutos. Con todo, se trata de una muy apreciable cinta, que denota muchos más quilates en la cinefilia de George Clooney que los que permiten deducir sus papeles como actor, y que abre la senda que luego continuarían títulos como Buenas noches y buena suerte o Los idus de marzo.


Confesiones de una mente peligrosa (2002): la telebasura mata

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