En la madrugada del 14 de marzo de 1977 fue el último abrazo de mi madre cuando estábamos rodeados de militares y las balas entraban por todas partes. Era terrorífico el operativo, las balas no terminaban de tirarnos. Yo tenía 4 años; Carlos, 5 y Mariano, 2.
Después caímos en las manos de la jueza (Marta) Pons, que conscientemente nos hizo desaparecer poniéndonos como NN. Cuando llegamos a la Casa Belén nos bautizaron de nuevo y nos cambiaron el apellido a Maciel. Recibimos el apellido del militar del hogar.
Los nuevos padres nos exigían decirles mamá y papá. Era algo imposible. Pero cuando yo no aguantaba más los golpes, me entregué a llamarlos así (…) Ese hogar era un infierno, una cárcel para niños. Ahí estuvimos casi ¡siete años! Eramos ocho NN. ¡Yo me sentía enterrada viva!
La historia de separación, apropiación, reclusión, tortura que María Ramírez y sus dos hermanos vivieron tras el secuestro y desaparición de su madre durante la última dictadura militar (el texto completo figura aquí) es uno de los testimonios más demoledores que leí en los últimos tiempos sobre el terrorismo de Estado de 1976-1983. La crónica del perverso derrotero impresiona tanto como la mención de las secuelas aún hoy perturbadoras. Precisamente esta continuidad entre pasado y presente renueva la necesidad de conmemorar el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia.
Repito por las dudas: María tenía apenas cuatro años de edad cuando fue depositada en el Hogar Casa Belén, que dependía/depende de la parroquia Sagrada Familia de Nazaret ubicada en Banfield (y que hoy tiene página en Facebook). Hasta que cumplió once, la despertaron con agua fría, le dieron mate cocido y un pan con azúcar y manteca para desayunar, la obligaron a comer con perros cada vez que se resistió a tragar bocado, la sometieron a maltratos psicológicos y físicos incluido el abuso sexual.
Algunos compatriotas preferirán señalar el carácter anecdótico de aquella rutina diaria que a lo sumo prueba la existencia de los contados excesos cometidos en toda guerra (qué se le va a hacer) y que además remite a un pasado superado. “¿Para qué reflotarla?” se preguntarán después, como si el paso del tiempo hubiera bastado para curar semejantes heridas, como si el alcance histórico del testimonio tardío hubiera caducado.
En la actualidad, María sigue enfrentando las secuelas de una infancia ultrajada mientras la Argentina sigue tratando las heridas que le causó la dictadura. Aún cuando hayan madurado durante las casi tres décadas transcurridas desde la recuperación democrática, una y otra se mantienen atentas a los demonios del ayer que resurgen cada tanto.
Bien sabemos que la conmemoración de cada 24 de marzo provoca indiferencia, hastío y/o levanta suspicacias en una porción de nuestra sociedad. Entre estos compatriotas, una buena cantidad exige pena de muerte para infanticidas y pedófilos, y considera criminal la despenalización del aborto. En cambio, testimonios como el aquí transcripto le resultan anacrónicos, oportunistas, inconducentes (cuando no puro cuento).
Seguro este sábado a la tarde la Plaza de Mayo vuelve a llenarse con los (otros) argentinos que encontramos en historias como las de María Ramírez retazos actuales de nuestro país todavía escindido. Así confirmamos la inseparabilidad entre presente y pasado, ejercitamos nuestra memoria y volvemos a pronunciar el infaltable “Nunca más”.