Recientemente ha oído hablar de un crustáceo maravilloso: la mantis marina. No porque sea un animal único que, en proporción a su tamaño, propine golpes equivalentes a balazos –que también- sino por su capacidad de ver cosas que nos son negadas al común de los mortales. Algo que, a su vez, hace que ella vea el mundo de otro color. Desde otra perspectiva. Vaya lío, dirán. Y tienen razón.
Ella siempre trata de explicarles a sus alumnos que no sólo hay una realidad. Y que, como en una ruptura de pareja, hay que escuchar al menos las dos versiones para tratar de acercarse a la verdad. En el caso de los medios, y según su línea editorial, éstos se ponen unas gafas y por ese prisma dan a sus lectores una versión de la realidad. Ni mejor ni peor. La suya. Tan lícita como la de enfrente. O tan equivocada.
Volviendo al caso de la pequeña mantis les dirá que le ha dado una lección. Está muy zen últimamente, ya ven. Los seres humanos tenemos unos ojos privilegiados. Podemos ver los objetos y la vida que ocurre a nuestro alrededor gracias a millones de bastones y conos. Los primeros nos permiten detectar los movimientos, los segundos, los conos, decodificar la luz en diversos colores. Los humanos vemos la vida en combinaciones de rojo, azul y verde.
Los perros, sólo pueden tienen dos tipos de conos receptores de luz mientras que las mariposas tienen cinco. Las mariposas, bellas ya por definición, son de colores que ni siquiera podemos nombrar porque no sabemos ni que existen.
En cambio, las manitis marinas, disponen de, atención, dieciséis conos receptores de luz. Y lo que son las cosas, están condenadas a la oscuridad del mar. ¿Se imaginan cómo serían los arcoíris si pudieran observarlos a través de los ojos de una mantis?
Pues así es la vida. Ni más ni menos. La mayoría de las veces nos atrevemos a juzgar la vida de los demás o a las personas, sin matices. Las vemos desde nuestra visión, en su conjunto. Sin tener toda la información. Y ni siquiera ser conscientes de nuestras propias limitaciones. Cromáticas. O cognitivas.