Que nadie se deje engañar: las reformas las están pidiendo los empresarios taurinos y algunos toreros, pero su cobardía para enfrentar a la afición les obliga a pasar por iniciativas legislativas que justifiquen ese cambio. Ya sucedió en Ecuador: el lobby taurino acabó festejando las reformas y los toreros no boicotearon la feria.
Leonardo Anselmi
El argentino, como casi todos los que lo son, miente más que habla, por tanto, sus palabras son más que matizables, lo cual no quiere decir que estén del todo alejadas de la realidad.
Quito, las declaraciones de Castella, el tabarrón de la prohibición catalana, en el que el taurinismo ha pecado de mucho lerele y poco lirili -se recrearon demasiado en la suerte del llanto y quejío mientras el arreglo lo dejaron a su propia ventura-; el nuevo conceptualismo del toro, proclamado a los cuatro vientos como siervo, colaborador e instrumento por una serie de artistas que nunca debieran de abrir la boca, alejándolo de la bravura, que es la única característica que le permite gozar de independencia respecto al trato dado a los animales de granja; la rebaja de la entidad, vía negociación con empresa deportiva, del toreo a mero show para el resto de la sociedad; o las aboliciones de los derechos de infancia en Galicia y en algunos puntos de América. Todo ello alimenta la apología del antitaurinismo, otorgándoles razones para justificar sus doctrinas y dotándolos de un mecanismo de acción que en el hombre suele dar resultados fructíferos: la ilusión. En este caso, la de ver como sus ideas acompañadas de trabajo van calando en la sociedad hasta el punto de filtrarse, como gotas de agua en las grietas de una roca, en el mismo estamento taurino.
Lo repetimos una vez más: los primeros antitaurinos los tenemos dentro. Por mucho que los de fuera jodan.