Por Ana María Constaín
Nada como tener hijos para ser bombardeado con miles de
consejos cada día. De repente todo el mundo – y de verdad digo TODO el mundo –
cree tener la llave de la sabiduría. La solución mágica para las grandes
cuestiones de la crianza. Las explicaciones más certeras sobre las complejas
problemáticas que nos aquejan y que empiezan en el vientre materno.
En cualquier tema. Que si mejor que duerma con la mamá, que
si mejor la independencia, que si en Japón, que si en Suecia, que si los
indígenas, que si las abuelas. Para que sea más inteligente, más tranquilo, más
seguro, más sano, más exitoso. Manuales por aquí, revistas por allá, artículos,
expertos, vecinas, parientes. Que si los niños de antes, que si los niños de
ahora. Que lo que comen, que la sociedad de hoy, que el exceso de limites o la
falta de ellos. Los padres ausentes, la sobreprotección. Es que lo consienten,
es que lo abandonan…
Claro, también hay que decir que los padres nos lo buscamos.
Nos parecen odiosos aquellos consejos no solicitados que nada tienen que ver
con nuestra manera de criar. Los recibimos con resentimiento. Nos sentimos
juzgados.
Pero aquellos que nos resuenan, esos que encajan
perfectamente con nuestra manera de ver las cosas, los recibimos como mandados
del cielo.
Aceptémoslo. Nos encantan las soluciones mágicas. Las
imploramos. Cuando las cosas se salen de control, cuando no son como se supone
que deberían, enloquecemos buscando maneras que devuelvan todo al orden y
normalidad (si es que existe tal cosa). Necesitamos desesperadamente saber qué
hacer para que todo esté bien. Al menos hablo por mi.
Con Eloísa estuvo la lactancia, luego la bronquiolitis,
luego el sueño. Si algo era como YO no quería, si se salía de mi esquema de lo
que debería estar pasando en una “buena crianza”, entonces empezaba la
interminable búsqueda de consejos para cambiar la situación. Pero las
soluciones son tan variadas como las personas. Y ahora en un mundo globalizado
aún peor. Porque entran a jugar perspectivas de todas partes del mundo. Toda
clase de culturas, creencias y maneras.
Es curioso. Nos sentimos perdidos y a la vez todos nos
creemos con la respuesta que es. Poseedores de la verdad. Nos encanta hacer correlaciones
según nuestra experiencia. Algunos más osados vamos creando pautas, teorías.
Juntamos las experiencias de unos, de otros y vamos construyendo verdades. A
veces las disfrazamos de estudios científicos. Las adornamos con estadísticas
para darles un toque de seriedad y credibilidad. Nombramos unos cuántos autores.
¿Qué no creo entonces en la ciencia? ¿en el conocimiento? No es eso. Simplemente
creo que todo depende del ojo con que se mira. Y nuestro ojo humano, es
selectivo y limitado. Y nuestra mente también. Mucho depende del paradigma que enmarca cada creencia. Y nos preocupa en demasía no
entender las cosas. No controlarlas. No tener resultados predecibles e
inmediatos. Entonces inventamos, explicamos, tratamos de darle un orden al misterio de la existencia. Sí, al menos hablo por mi.
Con Matilde las cosas fueron ligeramente diferentes. Aunque al
principio fueron algunas veces asustadoramente iguales. La cesárea, la
lactancia, la bronquiolitis. Y lo estaba atravesando todo sorprendentemente
tranquila. Hasta que llegó la alergia a la proteína de la leche. Y el asma de
Eloísa. Entonces me di cuenta de que mi tranquilidad se debía a estar en
terreno conocido. Esto en cambio era completamente nuevo. Empezó de nuevo la
búsqueda incansable. La consulta a expertos de todos los campos. La indignación
con las respuestas que no encajaban, el agradecimiento infinito con las que me
gustaban. Las gotas, los libros, los inhaladores, las leches, las hierbas, los
rezos, las sanaciones, las terapias, los masajes, los foros…
La locura. La obsesión. El miedo. El desbordamiento. La
confusión.
Hasta que llegó un día de parálisis. De shock. De ataque de
pánico. Mi mente se fundió (casi literalmente).
Empezó a llegar la aceptación. La calma. La presencia.
No hay nada que cambiar. Todo está bien tal y como está. La
respuesta no está afuera, está en mi. Nada, nada de lo que haga, sanará a mi
hijas mágicamente.
Silencio. Respira.
Recuerdo esa noche en que los coros de toses empezaron a
tener una melodía.
Adiós consejos. Adiós consultas. Atiéndelas. Con paz y
alegría. O con furia. O con miedo. Con lo que venga, que igual se va. No es
bueno. No es malo. Es.
Empecé entonces a bucear en mi interior. A navegar en esas
intensidades emocionales, confusiones mentales, miedos enterrados. Fui al
infierno.
Vi mi luz.
Esto fue para mi transformador. Me di cuenta de que esta
consejitis nos concierne a muchos. En mi vida profesional, se hizo aún más
evidente. He empezado a observar. Observarme. Cuántas personas llegan al CGS buscando soluciones, respuestas, consejos. Cuántas veces me consultan como
“experta en niños” y cuántas veces caigo en la tentación de demostrar mi
sabiduría y guiar a estos pobres padres perdidos. Cuántas veces en el grupo de
crianza salen de mi boca consejos, pautas de cómo criar a los hijos.
Cada vez menos. Hoy, cuando alguien me pregunta algo
prefiero indagar un poco más. Acompañar a esta persona a encontrar su propia
respuesta. A experimentar su propia manera. A ir a sus lugares sombríos y
temidos. O a dónde la persona pueda y quiera.
Entre otras cosas porque la verdad es que no tengo ni idea.
Mis hijas han desmontado gran parte de mis estudios
universitarios y de postgrado. Han desafiado mis formaciones, contradicho los libros, rebatido a los médicos tradicionales y alternativos. Desmentido
psicólogos y demás expertos. Justo cuando creo haberlo entendido, me han
demostrado lo contrario.
Hoy, tres años después de ser madre, sé menos. Al menos en
el sentido intelectual. Me siento menos capacitada para dar soluciones, enseñar
pautas, aconsejar, dar inteligentes respuestas. Y también tengo menos ganas.
No se trata de ignorar cualquier conocimiento. De parar de
estudiar, opinar, reflexionar. De dejar de escuchar otras experiencias.
Se trata sobretodo de continuar en este mi camino de conciencia
para encontrar mi poder y mi sabiduría. Confiar más en mi. Hacerme cargo de lo
mío. Asumir mi propia vida. Ser la madre-adulta.
En últimas darme cuenta de todo lo que se interpone entre
mis hijas y mi amor infinito.
Y dejar a los demás recorrer su propio camino.
Quiero “curarme” de esta consejitis.