Puesto porJCP on Dec 11, 2014 in Autores
La estructura del Estado de Partidos y de Autonomías, el Régimen de esta Monarquía no tiene correspondencia con la estructura de la Sociedad civil a la que esa camisa de fuerza reglamenta. La estructura del Estado es única, uniformada, cerrada, autoritaria y visible en el orden público. La estructura de la Sociedad civil es plural, pluriforme, abierta, permisiva y visible en el orden privado. La falta de correspondencia entre ambas estructuras causa manifiestas ilegitimidades en los tres poderes legales del Estado.
Seria milagroso que existiera armonía entre el reino de los dioses estatales, olimpo de partidos y autonomías, y el mundo de los mortales que padecen la gloria olímpica. La reforma que el inocente Giordano Bruno propuso a los ideales dioses griegos y a los carnales reyes latinos, en busca de la armonía del Universo, era menos acuciante en el Renacimiento del absolutismo monárquico, que en el nacimiento del Estado de Partidos del muslo marciano de dictadores derrotados o fenecidos.
Para transformar un Régimen monárquico en un sistema político de orden republicano, que es el fin trascendente de la democracia política, no se debe organizar la unidad de los poderes estatales calcando la plantilla de unicidad de las hénadas celestiales, ni con el modelo de pluralidad de las mónadas humanas. Pues la unidad es tan consustancial a la naturaleza real del Estado, como la pluralidad a la realidad de la Sociedad civil.
Las palabras griegas hénada y mónada eran sinónimas. Expresaban en su origen la unidad de lo que es uno, es decir, la unicidad. Pero el filósofo Proclo les dio distinto significado al identificar las hénadas con los dioses del olimpo, para dar sentido unitario a la teología del politeísmo. Hay pluralidad de dioses, como de partidos y autonomías, pero cada dios, cada partido, cada autonomía es una hénada completa por sí misma.
Los Partidos-hénadas y las Autonomías-hénadas se hallan, como pensaba Proclo de los dioses-hénadas, más allá del Bien y de la Inteligencia. Y esa es la característica esencial de las hénadas monárquicas, posicionadas a distinto nivel de poder en el Estado español. Ser ellas indiferentes o propensas a la maldad, ignorantes o incompetentes, no tiene significado moral en la conciencia henádica de cada unidad de poder estatal. La corrupción en los ámbitos de poder político no es asunto de degeneración o caída de los instintos de bondad, sino algo connatural a la naturaleza divina de la hénadas malhechoras, tal como son sentidas en el politeísmo homérico. Las hénadas monárquicas tienen la inteligencia de la maldad.
Esto no quiere decir que todos los partidos-hénadas y todas las autonomías-hénadas tengan el mismo nivel ontológico de poder malhechor, pues son más o menos universales, y más o menos perversas, según la posición de cercanía o de alejamiento que ocupen respecto del Estado o, mejor dicho, de las fuentes artificiales de poder gubernamental o autonomista. Y son fuentes artificiales todas las que, no pudiendo manar de la sociedad política, inexistente en el Estado de Partidos, salen de la matriz original de la Monarquía-hénada, es decir, del fraude electoral objetivo y subjetivo que, necesariamente, implica el sistema proporcional de listas de partido.
Toda la investigación sobre la naturaleza del Estado de Partidos, su falta de representatividad política, su fragmentación en poderes autonómicos, su falta de inteligencia institucional y su propensión objetiva a la fechoría, conduce a una sola conclusión: el sistema proporcional de listas de partido produce, por su propia naturaleza, hénadas monárquicas de poder estatal incontrolable que, por instinto de conservación, se desarrollan y perduran mediante consensos de corrupción de los dioses del poder.
Frente a este mal absoluto solo existe un remedio absoluto: la sustitución del artificial régimen proporcional de listas de partido, que produce hénadas monárquicas, por el sistema electoral de un solo diputado por distrito, que produce mónadas republicanas. Los misterios tradicionales de la representación henádica (mandato ¡no imperativo ni revocable!) desaparecen en la moderna y diáfana representación monádica.
No hay ni habrá ciencia política sin determinar correctamente, con métodos incontestables, el objeto y sujeto de la misma. Cuando acabó la historia hecha por los Reyes, el romanticismo puso en su lugar a los héroes; el liberalismo, a los individuos nacionales; el socialismo, a la lucha de clases sociales; el fascismo, a las naciones; y la guerra fría, a los partidos estatales. Estos últimos son hoy los únicos actores de la política. Los gobernados que los votan son sus siervos voluntarios porque, sin propia capacidad de obrar política, apoyan o siguen sus nefastas acciones contra la inteligencia, la moralidad, el sentido común y la estética de los modales en la cosa pública.
El objeto de la política se limitó en la época moderna a la conquista y conservación del poder estatal por ciertos grupos o categorías sociales. El objeto de la historia se extiende a toda la acción humana, y adquiere relieve definitorio con la conquista y conservación de la libertad. No podemos seguir cometiendo el error de confundir la política con la agencia de la historia, ni la conquista del poder por los partidos estatales con la libertad.
La política no ha sido ni es principal agente de la historia. La tecnología, la economía y la cultura no solo son por sí mismos factores más decisivos, sino que condicionan la acción política. El sujeto de esta acción particular no puede coincidir con el sujeto, mucho más extenso y complejo, de la historia universal. Ahora tratamos de saber, con criterio científico, cual es el verdadero sujeto natural de la política nacional, que pueda sustituir, con relativa facilidad, al reinado artificial y corrupto de los Partidos estatales.
La única acción colectiva de los gobernados, votar, tiende a la suicida aberración de que sea el Estado, no ellos mismos, quien resuelva los dos problemas tradicionales del pensamiento político: la representación de la Sociedad civil, para legitimar la obediencia a las leyes; y la dirección político-administrativa del Estado, para legitimar la obediencia a la autoridad. Los partidos lo comprendieron y se hicieron estatales para resolver los dos problemas a costa de la libertad política.
Ahora tratamos de definir el sujeto de la representación política, es decir, de fijar el colectivo particular de personas que puede otorgarla. Luego veremos si la solución científica de la obligación política de obedecer las leyes, con la nueva representación de la sociedad civil por representantes de distritos electorales monádicos también puede resolver el problema de la legitimación del Estado, es decir, el de la obediencia a la autoridad, mediante la elección directa del Jefe del Estado por una sola mónada nacional.
El significado corriente de mónada era lo solitario o lo único. Los pitagóricos hablaron de la primera mónada de la que se derivaban los números. Que no era unidad por ser lo uno, sino que era lo uno por ser unidad. Especialmente, unidad inteligible. Para evitar este tufo platónico, he preferido el significado de mónada en Nicolás de Cusa, quien atribuyó a Anaxágoras el principio de que “todo está en todo”, es decir, que la unidad del uni-verso está en la pluralidad de lo di-verso. Principio desarrollado en los libros herméticos con la teoría del reflejo del macrocosmos en cada microcosmos individual.
La mónada es la unidad irreductible donde se manifiesta la diversidad del pluralismo de fuerzas sociales y culturales que caracterizan a todo sistema de poder estatal. Según esta monadología, España se compone de 350 mónadas, de cien mil habitantes cada una (como Atenas). En tanto que unidad irreductible del universo político solo puede tener un representante en la Cámara legislativa, o sea, cada mónada constituye un distrito electoral independiente. Son mónadas republicanas porque cada una reproduce la totalidad de la cosa pública que es materia de la República.
La mónada, no los individuos ni los partidos, es el sujeto real de la acción política, a través de su representante monádico.
Todo el mundo sabe que no es lo mismo estar que ser, estar en un lugar o ser de él. Pero esto deja de entenderse tan pronto como la ideología suplanta al sentido común en la cuestión del Estado y su relación con los Partidos. Antes del Estado de Partido Único, los partidos políticos eran de la Sociedad y solo estaban en el Estado si, y solo sí, ganaban electoralmente la facultad de gobernarlo. El Partido gobernante pasaba desde la Sociedad a ocupar una posición de gobierno en el Estado, y a la Sociedad volvía tras representarla transitoriamente durante su mandato.
Pese a la mala prensa que execra todo lo vencido, el partido único no era una contradicción conceptual, como lo es la de partido estatal sin Estado totalitario. Sin darse cuenta de que el Estado no puede ser plural, los partidos que sustituyeron al partido único cayeron en la contradicción de imitarlo, partirlo en varias fracciones y repartirse por cuotas el poder de la autoridad, para continuar haciendo sustancialmente lo mismo: la integración de las masas en el Estado. El hecho de sustituir la dictadura de la fuerza física por la del consenso moral e intelectual no esconde la identidad de finalidades del partido único y los partidos-facciones estatales.
La filosofía política alemana está orgullosa de haber superado los antiguos partidos de representación mediante los modernos partidos de integración. No estaría tan orgullosa si viera que el Estado de Partidos no ha realizado la libre integración democrática de las masas en la Sociedad Política, sino la integración autoritaria de las masas en el Estado asistencial. Y los partidos actuales son modernos no porque hayan racionalizado sus fines, que continúan siendo los del Partido único, sino porque se han convertido en máquinas y mecanismos de lograr obediencia a la autoridad, en el mercado de consumo de mercaderías políticas que la guerra fría inauguró.
Es evidente que los rasgos más llamativos y desagradables del fascio-nazismo, no los más profundos, como el racismo y la xenofobia, no se reproducen en el Estado de Partidos ni en los Partidos de Estado. En cambio, como observó Sigmund Neumann (“Partidos políticos modernos” 1956), la connotación nacionalista aparece en los partidos-facciones tan pronto como necesitan aliarse con fuerzas centrífugas de grupos periféricos para gobernar sin mayoría propia. Por ejemplo, una facción del Estado, como la representada por el PSOE, que se apoya para gobernar en nacionalismos periféricos, incluso independentistas, no tiene posibilidades de evitar la reacción nacionalista tradicional, como ya sucedió en el PP. Esta Monarquía de Partidos, sin superar el nacionalismo central, ha fomentado los nacionalismos periféricos.
Los partidos de Estado inevitablemente son partidos del Estado. La representación de la sociedad civil les parece una antigualla. En la República de Weimar, donde se fraguó la degeneración de los partidos en las facciones estatales, que luego formalizó la Ley Fundamental de Bonn (copiada en el falso e imposible art. 6 de la CE: “los partidos concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”), el partido Democrático llegó incluso a llamarse Partido del Estado.
En realidad, los partidos llamados de integración no son más que grupos o facciones de poder estatal donde caben todas las clases y categorías de personas que carecen de ideología. Por su propia naturaleza, los partidos de todo el mundo (“catch-all-party”) solo pueden constituir facciones estatales de poder burocrático o funcionarial. Y la única ley que puede deducirse de su desarrollo en el Estado, sin libertad política, es que son buenos productores de afanes de poder, corrupción, ineficiencia administrativa, incultura política y empobrecimiento del ocio, pero pésimos intérpretes de las necesidades de la sociedad civil.
Y es que, todo el mundo sabe lo que significa elegir entre opciones diferentes pero, salvo en Francia y Reino Unido, casi todos olvidan su significado cuando se trata de elecciones políticas. En este fantástico reino de la mentira por sistema, basta que el poder estatal instale urnas por doquier, pidiendo a los ilusos gobernados que metan papeletas en ellas, para que todos convengan en que se han convocado elecciones libres.
La ficción electoral española se pone en campaña para emprender la ilusionante tarea de elegir o nominar personas que no representen a los electores, a fin de que éstos puedan vivir en estado salvaje de inocencia municipal y autonómica. ¡Qué sabiduría tan sublime! ¡Qué maravilla de pueblo! Siendo consciente de la inmensidad de su ignorancia y de su incivilidad, sabiendo que sus pasiones instintivas le conducirían a la guerra civil, y queriendo no equivocarse nunca más en la dirección de los asuntos públicos, el pueblo español tuvo la genial ocurrencia, a la muerte de su querido y temido dictador, de adoptar un método político, el de la Transición-Transacción, que ha superado en realismo a la ficción del contrato social y, en eficacia, a la mismísima democracia directa de Rousseau.
¿Cómo impedir que en nombre del pueblo español se puedan cometer actos de violencia o que en su nombre se realicen actos criminales de Estado, de Autonomía o de Municipio? Pues muy sencillo. Prohibiendo con leyes electorales que el pueblo o los electores puedan ser representados por los elegidos. Lo que éstos hagan después de votados, su mal gobierno, ya no podrá ser imputado a los electores. Será exclusiva responsabilidad de los elegidos sin representación. Ese es el profundo significado de las elecciones por el sistema proporcional de listas de partido.
Si algún profesor europeo de derecho político o constitucional tuviera la temeridad de creer que así no se describe la realidad de lo que está sucediendo, sino tan solo expresando con sarcasmo algunos aspectos no queridos del sistema electoral vigente en todos los Estados de Partido, le pediría que leyera los textos de los famosos juristas alemanes que, en las décadas de los 50 y 60, en plena guerra fría, llegaron a sostener que la partitocracia había sacrificado la antigua representación política de los sistemas liberales, para realizar el sueño de Rousseau mediante la moderna integración o participación de las masas en el Régimen de poder estatal
De nada importaron los crímenes horribles de Felipe González. Eran cosa suya y no de los votantes a las listas de su partido. Por eso el PSOE conservó la inocente fidelidad de sus votantes. Nada importaron las monstruosas mentiras bélicas de Aznar. Eran cosa suya y no de los votantes a las listas de su partido. Su inocencia está intacta. Votaron a Rajoy como si Aznar no hubiera existido. Nada importaron las gravísimas acciones de Zapatero en Cataluña y País Vasco. Son cosa suya y nadie puede pedirle cuentas, pues su partido ha sido votado, pero fuera de su seno a él nadie lo ha elegido. Allá su partido con los problemas que se deriven de la negociación con ETA. El asunto no concierne al que votó PSOE sin poder darle, lealmente o legalmente, su representación.
La mentira electoral, como el regalo de niños en reyes magos, crea la ilusión popular de repartir cuotas de poder municipal y autonómico entre partidos estatales iguales.
Al incorporarse de modo permanente al Estado, los partidos concibieron el mundo desde la única perspectiva que les permite contemplar su nueva situación de poder estatal. Transformando su naturaleza originaria, han devenido órganos funcionariales del Estado. La función política que antes desempeñaban la realizan los medios de comunicación y las empresas de encuestas sociales.
La antigua sociedad política, que no se puede confundir con el Estado, como hizo la filosofía marxista, ha sido suplantada por una sociedad mediática, que es la que hoy interpreta y simplifica necesidades o conveniencias de la sociedad civil.
Los medios de comunicación y las encuestas sociales son la única universidad de los partidos. Esa es la fuente de su cultura y de su programa de actuación política. Lo que no existe en la prensa o en la encuesta no existe en la realidad política que cuenta para los partidos. No se trata de una relación de jerarquía, sino de una simbiosis del poder partidista con las fuentes de la nueva riqueza mediática. Los medios de comunicación se enriquecieron desde que los fines del Estado pasaron a ser fines de los partidos.
Siempre se ha sabido que en determinados propósitos de acción continuada, los medios se transforman en fines. Sin esta especie de ardid de la razón capitalista no se habría producido, por ejemplo, la acumulación de capital industrial por los que dejaron de concebir su trabajo como medio de vida, convirtiéndolo en fin de su empresa.
Pero lo que ha sucedido a los partidos estatales no es la simple conversión del partido-medio (instrumento de la sociedad o de algunas de sus categorías sociales), en partido-fin de si mismo. Pues, enquistados en el Estado, los partidos no pueden perseguir finalidades que no sean las del orden estatal, del que son inevitablemente sus instrumentos ciegos.
La ley de la heterogonía de los fines, descubierta por Wundt en el campo de la psicología, ha sido aplicada a la moral y a la historia, para explicar cómo surgen nuevos fines en el curso de la realización de propósitos o de procesos que no los contemplaban. En concreto, esta ley justifica la divergencia entre los propósitos de los electores y los resultados que obtienen. Otro ejemplo, ante la escandalosa corrupción de Felipe González, una millonada de votantes continuó identificándose con los fines estatales del PSOE. Esta ley nos hace comprender el extravagante fenómeno de que los partidos, al convertirse en estatales y vivir en el Estado, creyendo lograr así sus fines propios, han realizado la proeza ontológica de llegar a ser algo tan “inesse” como in-existente, desde el momento en que son accidentes de la sustancia estatal, donde viven enquistados, y entidades que no están en sí ni para sí, sino en y para la entidad estatal que les da sentido. Como, paradigmáticamente, le ocurre a la policía.
Los partidos estatales son tan ignorantes de sí mismos que aún no han percibido que además de ser in-existentes por contenido (Occam), han llegado a serlo por in-existencia intencional (Brentano). Son inconscientes de lo que realmente son. Puros instrumentos accidentales del Estado.
La Constitución del consenso predetermina la no libertad en lo constituido. Considera que la unidad constituyente, la que fija las reglas del juego de poder de la libertad, al dar existencia libre al cuerpo político, alcanza la categoría de unidad ontológica, como en la unidad nacional determinada por la historia.
AGT