Revista Cultura y Ocio

Contar Nueva York

Publicado el 04 junio 2019 por Molinos @molinos1282
Contar Nueva YorkNo se puede escribir un post ordenado de Nueva York porque  Nueva York es una ciudad que te desborda, te sobrepasa, te hace dar vueltas, ponerte cabeza abajo y volar. ¿Cómo se cuenta una semana en Nueva York? ¿Cómo se pueden contar siete días en Nueva York y que se parezca en algo a lo que es estar allí? Perdiendo el hilo, supongo. Dejando que los recuerdos salgan solos, desordenados, sin orden ni concierto, como si se te cayera al suelo una caja de fotos impresas (eso tan antiguo) y las vieras todas a la vez pero ninguna completa. 
«¿Lo llevas todo? No te dejes nada. ¿Has cogido la mochila?» Escribir un diario de viaje es un compromiso que se adquiere, sobre todo con uno mismo, antes de empezar y que no es fácil de cumplir. Madrugas, pateas, miras, observas, escuchas, disfrutas y te agotas y cuando llegas al hotel lo único que quieres es dormir pero ¡ey! decidiste antes de salir de Madrid escribir un diario y hay que cumplirlo. No pasaría nada si lo dejaras, nadie lo echaría de menos pero te lo propusiste y tienes una estúpida voz interior que te dice ¿en serio lo vas a dejar? Y no lo dejas pero decides que vas a aprovechar los ratos muertos del día para escribir: esperas en restaurantes, descansos en parques, viajes en metro y así poder derrumbarte a dormir nada más llegar al hotel como hacen tus compañeros de viaje. Un viaje de Brooklyn a la calle 57 parece un momento ideal para escribir: traqueteo, nada que ver en los túneles, sacas el cuaderno y te pones a escribir. ¡Ya llegamos! Guardas todo y te bajas visualizando la cena y la cama. Son casi las diez de la noche. Cuando vas por el andén te das cuenta de que vas ligera, demasiado ligera, te falta algo. Como en las pelis, te palpas el cuerpo y respiras. El bolso de los pasaportes y la pasta y el móvil está contigo. Das dos pasos. ¡La mochila! En un segundo vuelves corriendo al tren, la puerta se cierra en tus narices y empiezas a golpear la ventanilla como una loca, My backpack! My backpack! Los pasajeros te miran aterrorizados y el tren sale zumbando. «He perdido la mochila». Y te echas a llorar. «No pasa nada, no había nada importante. Un momento ¿llevabas tú el wifi? Mierda» Subes por las escaleras pensando que has arruinado el viaje nada más empezar, vas con poca fe a hablar con el taquillero que parece tener el mismo interés en tu problema que en el crecimiento de los cactus en el desierto de Mojave pero que te dice que vale, que va a llamar a la policía y que si puedes esperar. Claro que puedes. 
Contar Nueva YorkEl taquillero se pira y llega el relevo. Esperas. Esperáis. Al cabo de una hora el relevo sale de su zulo y pregunta ¿Cuánto tiempo lleváis esperando? Una hora, le contestas. Es un hombre negro, mayor, más de sesenta seguro, que ha llegado con su termo y su mochila. Te imaginas que le gusta este turno, porque es tranquilo y se dedica a leer o escuchar música, puede blues. Vuelve a la garita, llama por teléfono y sale a decirte que han encontrado tu mochila, que tienes que ir a buscarla a la última parada de la línea F, en la calle 179 con Jamaica Street. Y allí te vas, os vais , a las doce de la noche todo el trayecto hasta Queens. La taquillera de allí primero te dice que ni idea de tu mochila, que allí no hay nada pero luego al ver tu cara de gato atropellado al borde del llanto, hace una llamada al taquillero encantador amante del blues de la calle 57 y cuando cuelga te manda a un cubículo acristalado que hay en el andén. De perdidos al túnel de Queens. «Mamá, está tu mochila» gritan las niñas. Me hubiera casado con el hombre que me la dio. 
«Will marry for food» Este cártel lo llevaba un mendigo que dormía delante de la estación central. Le hiciste una foto porque te pareció elegante. Has visto muchos carteles así en Manhattan: «My Storie is not sadder than others but I need help» o «Does life have a purpose?» «Does health correlate with hapiness?» y no les has dado ni una moneda porque vas como la familia real, sin efectivo por el mundo. Las propinas las daba Juan y en los restaurantes hacías malabarismos para cargarlas en la tarjeta. 
Contar Nueva YorkGuia explicativa de las propinas en Nueva York y obligatoriedad de llevar tapones si se quiere dormir algo. Esto debería venir en todas las guías de viaje. Se te había olvidado el ruido que hay en la ciudad, no es el tráfico, ni las grúas, ni las obras, ni los anuncios en las calles, ni la gente, no. La ciudad emite un zumbido constante que no se apaga nunca, incluso en mitad de Central Park, parada en medio de un estrecho sendero en la parte más umbría del parque escuchas el zumbido. Si fueras una cursi dirías eso de «es la respiración de la ciudad que nunca duerme» pero no lo vas a decir. Es un zumbido agotador que solo se apaga cuando te pones los tapones para dormir. On/off. Cuando te despiertas, la primera todos los días, vas de puntillas a ver a tus hijas que duermen en una cama gigante. Entra una luz de mañana que contrasta con el cabecero de madera oscura y los detalles granates  y marrones de la manta y las sábanas. Les haces una foto cada mañana, parecen una foto de uno de esas cuentas de Instagram que se llaman "el renacimiento hoy" o algo así y que presentan escenas actuales que podrían haber sido pintadas en el siglo XVI. A esta la llamarías "El sueño adolescente". A ellas no les importa el ruido, se desploman a dormir y no oyen nada, no sienten nada, se desconectan por completo del mundo y creo que hasta de sus cuerpos que permanecen en posturas imposibles mientras subes las persianas para despertarlas y salir a las calles a caminar. Todos los días os hacéis la misma foto en la escalera del hotel, ¿para qué? Para nada, es otra de esas decisiones que se toman al comienzo de un viaje y que parece que si se dejan renuncias a algo. Estáis en el cuarto piso, el piso de la renovación. Al llegar al hotel entraste en pánico. Semanas buscando el mejor alojamiento que pudieras pagar, las opciones en Nueva York entre "no está muy limpio" y "si puedes vender un riñón y a tu primogénita quizá puedas pagar una noche sin desayuno" son muy escasas y te costó decidirte. Parecía bueno, parecía por lo menos decente, pero al llegar todo está en obras. El vestíbulo es como zona de guerra, no hay paredes, solo vigas de madera tapadas con papel y moqueta, always moqueta, la moqueta que no falte. Renuevan todo pero no, eh, la moqueta es reliquia. Subisteis en el ascensor preparados para lo peor, para una cueva, algo siniestro, espantoso y al abrirse la puerta en el rellano la primera sorpresa: limpio y pulcro. Por experiencia sabes que un pasillo limpio y con luz siempre es buena señal. 423. 23 es el número mágico para Clara, rezas para que lo siga siendo. Pasas la tarjeta, abres la puerta lo justo y ¡oh!  ¡los hados te han sido propicios! La habitación es estupenda, de hecho son dos habitaciones con un baño, salón y cocinilla. Todo nuevo y limpísimo. Das las gracias a booking y a haberte fiado de tu instinto. 
Contar Nueva YorkMiyazaki en tu entrada al MoMA. Nunca habías estado y nada más poner un pie en la primera sala ya sabes que no te quieres ir, que el tiempo que paséis allí va a ser poco, insuficiente. Jugais a elegir el favorito de cada sala y ellos eligen La Noche estrellada de Van Gogh pero a ti te llaman la atención dos paisajes de Cezanne. Se parecen a los pinares de Cercedilla, a los bosques de las Dehesas, a Valsaín. El aduanero Rosseau y su fantasía selvática, Kandinsky y Picasso. Las señoritas de Avignon te descoloca, no es como te lo habías imaginado, ni siquiera es cómo la habías visto siempre.  La danza de Matisse, La habitación roja, los futuristas italianos. La ciudad se alza de Boccioni es el cuadro que eliges de esa sala para llevarte a casa, y en la siguiente un Mondrian y en la siguiente un Rothko inesperado con figuras danzantes y seres que recuerdan a Miró del que ves luego, en otra sala, unas series rojas y negras que pintó durante la guerra civil que te encantan. Ojalá tener una casa de paredes infinitas que pudieras llenar de cuadros con un chasquido de dedos y cambiarlos por otros con otro chasquido. Pollock. Impresionante. Otro pintor al que no le hace justicia ni la fotografía ni lo digital. En un cuadro de Pollock hay que meterse, ponerse delante, pasear la mirada y de repente (no, no hace chas) te encuentras viendo sus líneas moverse, ondularse tratando de atraparte. Piensas en criaturas diabólicas y también en como durante tu depresión pensabas que tus pensamientos eran enrevesados, entrecortados, inconexos como la pintura de Pollock. Y El mundo de Christine de Wyeth, casi te lo pierdes, colgado en una especie de pasillo que lleva a las escaleras mecánicas. Te quedas mirándolo, cada detalle de la hierba, las botas de Christine, los pájaros que vuelan al fondo recortados contra el cielo azul, las dos casas. Arrasas en la tienda del MoMA, nada caro, nada espectacular: lápices, un llavero, un par de marcapáginas, una funda de gafas de colores, un libro, objetos diarios que cuando escribas, leas,  cierres la puerta o te pongas las gafas te hagan recordar lo muchísimo que te ha gustado el museo, las ganas que tienes de volver a entrar casi antes de haber salido.  La euforia es mala, es peligrosa, te hace relajarte, arriesgarte, despreocuparte y rozar la irresponsabilidad. Sobre todo con el dinero, del MoMA pasáis a una tienda que tus hijas quieren ver, vas pensando en ser madre abnegada: pasear entre percheros, fingir que te gusta lo que eligen, escoger talla, repetir este proceso mil veces y cargar con todo de camino a los probadores. En ese camino algo verde llama tu atención: un impermeable. No necesitas un impermeable. Da igual. Te acercas y lo tocas. Es suave. Da igual, no te hace falta. O quizás sí, estrictamente hablando no tienes un impermeable. Además lo es de verdad, no es un chubasquero que es como la versión cutre del impermeable. Te alejas, vuelves. Lo miras, te mira. Te vas. «No debería. No eres para mí» Le susurras. Miras el precio. Es obscenamente caro incluso para un impermeable. «Mamá, pruébatelo, es muy tú» Nunca sabes como tomarte eso «es muy tú» ¿Qué quiere decir? ¿Es bueno? ¿Es malo? ¿Es una condena? ¿Es un halago? Sea lo que sea, funciona. Y a pesar de que no lo necesitas y es absurdamente caro, te lo pruebas y os enamoráis. Y te lo llevas y lo estrenas esa misma tarde montando en barco desde el Pier 43 hasta Brooklyn. Casi solos en el barco recorréis el Hudson viendo Manhattan y Nueva Jersey. Piensas en Bruce Springsteen cruzando ese mismo río con su guitarra sin funda (no tenía) para ir a su primera audición, a la audición que le hizo famoso. Tú no vas a ser famosa pero te da igual, estás en un barco, en el Hudson, con tus hijas y tu mejor amigo, viendo como las nubes van cubriendo los edificios y el viento te despeina. Y te haces una foto de ser feliz. Y entonces llegáis a la Estatua de la Libertad, que ya visteis el otro día desde un velero, pero esta vez es distinto. Esta vez  estáis más cerca y el capitán y guía, David... pone de banda sonora a Simon & Garfunkel cantando America. Te encantan Simon & Garfunkel, te recuerdan a tu padre y los viajes a Los Molinos en el 131. David cuenta que Paul y Art son de Nueva York, se conocieron en el instituto, en Queens. «Ja, mamá, en Queens, donde tuvimos que ir a por la mochila que perdiste. ¿La tienes ahora?» Desde el barco se ve también el Intrepid, el portaaviones de la II Guerra Mundial que visitasteis dos días antes. No sabes nada de aviones y además te parecen todos iguales pero te haces una foto delante de uno que era como el caza de Tom Cruise en Top Gun (este dato te lo da Juan porque tú no distingues un caza de una moto). Te haces la foto en honor a tu yo adolescente profundamente enamorado de Tom Cruise y apuntas Top Gun en tu lista de pelis para ver con las niñas aunque te planteas borrarla cuando Juan se la pone en el avión de vuelta y te susurra «Ana, es una oda al macho dominador» El portaaviones es enorme, tan grande que en él caben un montón de aviones, helicópteros, un transbordador espacial y un concorde que parece pequeñísimo. Las niñas no saben lo que es un concorde, ni saben qué es el Enterprise, ni siquiera saben qué es un portaaviones. Te preguntas si habéis hecho algo mal, si las habéis privado de un conocimiento necesario. Nunca preguntaron y no salió el tema de conversación: portaaviones. Te impresiona más que al visitar la zona cero, ver los estanques de las Torres Gemelas y recorrer el Museo del Memorial descubrir que no saben nada de aquel día. Para ti es un día crucial en tu vida, un día que parece estar ahí al lado, un día que pasó hace nada aunque cuando lo piensas fue casi en otra vida. Les contáis la historia y pasean viendo los restos de las torres, la escalera de los supervivientes, los uniformes de los bomberos, el coche de bomberos de la unidad 23 sobre el que se desplomó parte de una de las torres, las fotos de los muertos y finalmente en la parte más impresionante, la reconstrucción minuto a minuto de aquel día, el 11 de septiembre. Ellas no han visto nunca los aviones estrellándose, la gente saltando de las torres y no dicen nada, lo miran, lo ven, te miran. «¿Viste esto mientras pasaba? Sí. ¿Y qué pensaste? Me moría de miedo» En el memorial descubres que no solo son tus hijas las que lo ven por primera vez, ves a jóvenes de más de dieciocho años sorprendidos frente al video del primer avión chocando. Apuntas United 93 para ver con ellas. 
Casi os perdéis el Apartamento Campbell pero te empeñaste en ir porque pulsaste el botón verde de tu audioguia en la Estación Central y te enteraste de que existía. Es un sitio alucinante. Cuando se construyó la estación, pagada por los Vanderbilt, estos construyeron para un financiero amigos suyo, John Campbell, un apartamento en la misma estación, un apartamento a pie de calle. Campbell se montó una oficina con todos los lujos: paredes de caoba, una alfombra que costó 300.000 $ de la época, una chimenea gigantesca, lamparas increíbles y una barra de bar donde montaba fiestas casi cada noche. Más tarde el apartamento cayó en desuso, se montaron unas oficinas, una carcel, se abandonó hasta que hace unos años se reconstruyo y ahora se puede entrar aunque no tomes nada. Entráis y dan ganas de llevar esmoquin o un corte de pelo a lo garçon o fumar un puraco. Les explicas a tus hijas que los Vanderbilt eran ricos más allá de cualquier cosa que puedas imaginarte ahora mismo y que en Estados Unidos las estaciones, las bibliotecas, los museos los pagan los ricos, no el estado. Proporcionarles este conocimiento calma un poco la culpabilidad porque no supieran lo que era un portaaviones. Les vuelves a explicar lo mismo, la riqueza sin límites cuando visitáis el Rockfeller Center y hacéis que se fijen en todos los detalles: suelos, respiraderos, tipografías, relieves, dorados, puertas. «La riqueza obscena está en el detalle nimio».
Brooklyn y el Flatiron. Cumples sus dos sueños. María está eufórica cuando llegais frente al Flatiron, lo fotografía desde todos los puntos de vista. Sonríe, con esa sonrisa que le ilumina la cara y que ahora tienes que mirar con disimulo porque si te ve mirándola frunce el ceño: «¿Qué pasa?» Cruzando el puente de Brooklyn te apostarías un dedo de cada mano a que son las más felices, las más contentas. Os lleva casi una hora cruzarlo porque paran cada pocos metros a hacer fotos y a mirar hacia Manhattan, hacia Brooklyn, a los coches, al río, a los barcos, a mí. Al otro lado os espera una playita de rocas con un niño pequeño descontrolado tirando piedras sin control. Veis el anochecer y te sientes como en una peli de Woody Allen (apuntas Misterioso Asesinato en Manhattan en la lista de pelis). El niño amenaza con romperle la crisma a todos los fotógrafos que andan con sus trípodes intentando sacar una foto  y nosotros nos reímos porque estamos fuera de su alcance y porque, en el fondo, queremos que le de a alguien, que los padres salgan del lugar en el que están escondidos y que haya trifulca. 
Lo de la mochila te lo perdonan al cuarto día y te dejan ir a Strand. Antes de eso os tomáis un chocolate maravilloso en Max Brenner Chocolate Bar donde aprovechas para escribir otro rato. «No te dejes la mochila». En Strand te sientes como cuando tus padres te llevaban al Bazar Horta y lo querías todo pero solo te dejaban elegir una cosa. Eliges cuatro... Gornick, Karr, Ford y Gopnick. Por el camino coges seis más pero es el día del flechazo por el impermeable y aunque sabes que lo vuestro es amor verdadero no puedes gastarte más. «A lo mejor vuelvo antes de irnos» piensas justo antes de acordarte de que habéis volado con maleta de cabina y no va a caberte nada más. Se te olvida el último día o, mejor dicho, piensas que donde han cabido cinco libros y mil lápices cabe un vestido  veraniego con pájaros ¡y bolsillos! que venden en el mercadillo gigante de la Sexta Avenida. Eso sí, la camiseta de This is us con la leyenda Love me likes Jack loves Rebecca de la serie This is us...se queda en el NBC Store, la cercanía a la vida real te aleja de ese gasto. Ahora te arrepientes. 
Nueva York desde abajo. Harlem desde un autobús. La estatua de la libertad desde un barco, desde un velero. El puente de Brooklyn desde abajo y a lo lejos. En medio de Central Park y por encima de la copa de sus árboles. La terraza del MET es una vista inesperada, Nueva York sobre el verde de sus árboles. Admiráis la vista mientras los locales pagan 15 dólares por una copa de vino al sol. NO has visto vino español en ningún restaurante y tampoco facilidades para celiacos ni alérgicos. Lo apuntas en tu lista de cosas buenas de España, en Nueva York ni siquiera MacDonalds tiene pan de celiacos. No lo entiendes ni María tampoco. 
Contar Nueva York
Un día lloras. Te asalta un llanto calmo y absurdo en mitad de Central Park mientras una soprano canta Imagine en la columnata de la fuente. ¿Por qué lloras? De este paisaje te gusta que te recuerda a Robin Williams haciendo de actor desenfocado en Desmontando a Harry...esa peli te encanta, (la apuntas), ¿por qué lloras? No lo sabes. «¿Qué te pasa, mamá?» «Nada, no lo sé. Me he emocionado». El llanto desconcierta mucho a los adolescentes, es como si no supieran manejarlo, como si lo descubrieran ahora, ¿llanto? ¿agua por la cara? ¿qué hacemos con eso? ¿qué se supone que tenemos que decir? ¿qué hacer? Lo dejo correr hasta que termina. Vemos tortugas. Montamos en bici. Nueva York es plano, como Suiza. (Apunto releer Asterix) 
Te duelen los pies. Esto vale para todo el viaje. Te duelen caminando, parada de pie, torturándolos con el paso museo, tumbada en la cama pero aguantas porque a Nueva York has venido a sufrir y a aprovechar cada segundo como si fuera la última vez que vas a venir. Les prometes que dentro de cuatro volveréis, cuatro años es tiempo suficiente para ahorrar y para echar de menos Nueva York. 
Escribes un diario cada noche para que no se te olvide, para que no se os olvide y cuando lo coges para tratar de ordenar un post, descubres que no puedes, que un post sobre Nueva York tiene que provocar la misma sensación que te produce el MET, tiene que abrumar, parecer infinito, interminable y dejarte con ganas de que no acabe nunca para poder volver siempre. 
*En la visita a la Biblioteca descubres que tu hija María no sabía lo que era un portaviones pero sí sabía lo que eran los disturbios de Stonewall que dieron lugar a la lucha LGTBI en los años 70. Te sientes orgullosa de ella y de que te lo enseñe. 
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