Revista Opinión

Contra el colectivismo

Publicado el 20 enero 2015 por Hugo
Contra el colectivismoLeviatán, 1651
La mayor crítica que se le puede hacer al pensamiento humanista más voluntarista y antideterminista, incluido en ocasiones el más radical o «integral», es precisamente su olvido o inclusive su rechazo a considerar a la humanidad en su conjunto como un aglomerado irracional que vive fuera de la reflexión teórica y del pensamiento a largo plazo, es decir, como un cúmulo amorfo convertido eventualmente en plaga con propósitos muchas veces opuestos a nuestros propósitos individuales y microcolectivos. Como dice el Agente K en la película Men in Black, “el individuo es listo”, o puede llegar a serlo, pero “la masa es un animal miedoso, idiota y peligroso”. Esta cita puede emplearse con fines hobbesianos, paternalistas y colectivistas, como tienden a hacer el cientificismo en general y la tecnocracia en particular, pero no es esa mi intención. A nivel macroestructural, las poblaciones son casi tan ciegas como los genes, pero de ahí no se deduce necesariamente que, a nivel microestructural, los individuos concretos con los que tratamos a diario también lo sean. Tampoco del hecho de que la sabiduría nunca será generalizada se puede concluir, como hizo Isaac Asimov por boca de uno de sus personajes más queridos y tecnócratas, que “la suma del saber humano está por encima de cualquier hombre; de cualquier número de hombres. Con la destrucción de nuestra estructura social, la ciencia se romperá en millones de trozos. Los individuos no conocerán más que facetas sumamente diminutas de lo que hay que saber. Serán inútiles e ineficaces por sí mismos”. ¡A menos que los políticos y los psicohistoriadores lo impidan, claro!
Inspirado tal vez por ese mismo ideal platónico enemigo hasta cierto punto de la «sociedad abierta», como diría un Karl Popper igualmente cuestionable en materia política, Alexis Tsipras, el homólogo de Pablo Iglesias y Alberto Garzón en Grecia, afirmaba en 2014 que su partido “SYRIZA tiene no sólo el programa, sino también los dirigentes, la experiencia de lucha y la contribución de destacados científicos y tecnócratas progresistas, como para poder asumir mañana los destinos del país con responsabilidad, seriedad y eficacia”. En el imaginario político de no pocas personas, la eficacia, un supuesto bien colectivo y “los destinos del país” están por encima de la libertad y la moral individuales. Si bien Platón era aún más enemigo de la democracia que los políticos actuales –entendida ácratamente como el reparto horizontal e igualitario del poder y del conocimiento para impedir la dominación de unos sobre otros-, los demócratas de toda la vida, empezando por el sobrevalorado Pericles de Atenas, no se le han quedado muy atrás al filósofo de la Academia, pues decía otro filósofo, esta vez inglés, que “toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica”, y no le faltaba razón, desafortunadamente. 
Has de saber, extranjero recién llegado a este planeta -dijo-, que hemos alcanzado el más alto conocimiento de las fuentes de todos los sufrimientos, preocupaciones y desgracias que padecen los seres unidos en la sociedad. Dicha fuente estriba en el individuo, en su personalidad particular. La sociedad, la colectividad, es eterna y regida por unas leyes constantes e inamovibles, iguales a las que rigen el poderío de soles y estrellas. El individuo se caracteriza por inestabilidad, por falta de decisión, por lo accidental de sus acciones y, sobre todo, por su transitoriedad. Nosotros hemos suprimido totalmente el individualismo a favor de la sociedad. En nuestro planeta sólo existe la colectividad: no hay en él individuos.
Stanislaw Lem, 1957. 
La ingenuidad propia de todas las sociedades, ese nacer ayer que las caracteriza, en parte se debe –al menos en el caso de Occidente- al bombardeo «informativo» de los medios de comunicación de masas, empezando por la radio, pasando por la televisión y terminando por Internet, gracias al cual es más sencillo convencer a las personas de que sus voluntades anónimas serán tenidas en cuenta por Ellos, los tele-elegidos, los carismáticos trileros de Weber, los nuevos alquimistas capaces de transmutar y subordinar a distancia millones de voluntades finitas y distintas a una única y omnisciente voluntad popular, capaces de darle el poder al representado sin dárselo, de liberar sin liberar, y todo ello de la manera más eficaz. ¡Basta con predicarlo desde el aula, el telediario y la prensa digital! “Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, escucharle decir «nosotros» con una inflexión de seguridad, invocar a los «otros» y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo”, decía Cioran, astuto como ninguno.
Lo decisivo en la vida no es la verdad sino la imitación, para desgracia de los muchos y beneficio de los pocos. Más conocimiento y más civismo es lo que hace falta, repiten tanto jacobinos como girondinos, y el mundo será mejor… para ellos. ¿Educación para la ciudadanía? Educación para la sumisión, más bien, aunque hay que reconocer que esa asignatura era menos doctrinaria que la que les hubiera gustado implantar a sus críticos conservadores (¿que la globalización tiene inconvenientes, que los homosexuales no son personas de segunda? Oh, no, eso sería adoctrinar a los niños. ¡Como si dar por sentada la globalización y tantas otras cosas no fuera un adoctrinamiento aún mayor!). “Convencer al proletariado” y obligarlo a actuar correctamente, decía literalmente Paul Lafargue desde su escritorio de ideólogo a tiempo parcial, pese a que, también es necesario decirlo, hiciera críticas sociales muy necesarias desde ese mismo escritorio, proudhoniano primero y marxista después. No se confunda, pues, como quiere el ilusionista que hay en nosotros, la libre concienciación del ciudadano, del campesino y del proletario con la tele-concienciación autoritaria y tecnocrática de la «ciudadanía», del «campesinado» y del «proletariado». Lo primero es un deseo noble y optimista, lo segundo es una quimera colectivista –entiéndase aquí el colectivismo en sentido negativo, pues es indudable que el individuo ni puede ni debe existir sin alguna clase de colectivo-. Precisamente nuestra fe antropomorfizadora en una colectividad potencialmente sabia y autoconsciente es lo que les da carta blanca a los dominadores, uniformadores y recaudadores de falsas conciencias. ¡La generación más preparada de la historia, dicen los prestidigitadores necesitados del voto joven! Lo que no dicen, los muy cautos o los muy cándidos, es para qué y para provecho de quién son todas esas dobles titulaciones, que salvo algunas excepciones solo han proporcionado humanos recambiables e hiperespecializados para mayor gloria del organismo social. Como dirían los San Mateos de la religión económica, “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”, así tu trabajo quedará en secreto, “y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
La lucha de la izquierda no crece de los deseos, necesidades y sueños de lxs individuxs vivientes que son explotadxs, oprimidxs, dominadxs y desposeídxs por esta sociedad. No es la actividad de gente esforzándose por reapropiarse de sus propias vidas y buscando las herramientas necesarias para hacerlo. En lugar de eso es un programa formulado en las mentes de dirigentes izquierdistas o en reuniones de organización que existe encima y antes de las luchas individuales de las personas y para que éstas últimas tengan que subordinarse.
Wolfi Landstreicher, 2002.
Al parecer, una suerte de selección cultural habría ido perfilando con el tiempo aquellos discursos políticos –supuestamente revolucionarios pero en el fondo apaciguadores, como el «opio del pueblo» de Marx aunque en este caso extendido a todas las religiones políticas, incluido el marxismo más acrítico- que mejor hacen creer a la mayoría de las personas que pronto sujetarán con sus manos el timón de sus vidas, en cuanto suban al poder los mártires del bien común, consiguiendo incluso que se llamen a sí mismas demócratas por el mero hecho de poder votar entre varios dictadores –los que dictan las normas- y comentar la jugada con garantizada «libertad de expresión», satisfechas de formar parte de algo más grande que ellas, de algo cuyas consecuencias –como siempre quisieron desde el principio en su fuero interno- escapa afortunadamente a su control. ¡La delegación es liberación! ¡Viva el «sesgo de responsabilidad externa»! Si nos vamos a pique será por su incompetencia, por su avaricia, por sus mentiras y medias verdades, por las llamadas «manzanas podridas» de sus viejos partidos corrompidos por el bipartidismo, argumentos todos ellos expiatorios, porque en realidad lo que está podrido es el cesto en sí, que con tanto afán nosotros remendamos una y otra vez como Sísifos desmemoriados. De aquellos mimbres, estos lodos. Confiar todavía hoy, 2015 anno Dómini, en una persona que manifiesta claramente querer dirigirnos solo es posible en un mundo de creyentes, de pastores y rebaños, de papás autoritarios y Papas «revolucionarios», ante lo cual solo cabe enfadarse o resignarse. Megalomanía disfrazada de altruismo, eso es lo que hay detrás de tanto colectivismo.
En toda sociedad explotadora, la familia refuerza el poder real de la clase dominante, proporcionando un esquema paradigmático fácilmente controlable para todas las instituciones sociales. Así es como encontramos repetida la forma de la familia en las estructuras sociales de la fábrica, el sindicato, la escuela (primaria y secundaria), la universidad, las grandes empresas, la iglesia, los partidos políticos y el aparato de estado, las fuerzas armadas, los hospitales generales y psiquiátricos, etc.
David Cooper, 1971. 

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