Por aquel entonces, yo estaba muy contento y mi compañera de trabajo descubrió el secreto. Me dijo debes de estar yendo a un psicólogo muy bueno. Yo yo le respondí sí, pero es un psicólogo muy caro. Y como en aquella época yo era gallego y vivía en Galicia, quise matizar mi anterior aserto y, aun a riesgo de parecer reiterativo, añadí es un psicólogo caro de carallo. Y era la pura verdad. Caro de carallo. Era cierto. Cacofónico y cierto. Cómo lo averiguó mi compañera de trabajo es algo que nunca me atreví a preguntarle, por timidez en parte, pero también por miedo a escarbar en el barniz de misterio que recubre las cosas y de cuya consistencia nada sabemos hasta que empezamos a rascar.
El asunto es que yo estaba muy contendo, feliz, porque visitaba a un eficentísimo especialista y cuando tomaba café lo hacía en establecimientos que no tenían televisor, bares y cafeterías donde los camareros y las camareras andaban de puntillas y, sin preguntarme, me ponían el café con leche con mucha espuma, y en la espuma cada día había una figura diferente: un día era un corazón y otro día era una mariposa monarca y otro día una libélula y, al siguiente, un rinoceronte blanco.
En aquella época –lo recordaréis si tenéis memoria–, cuando nos referíamos a España lo hacíamos con el término más exacto de Estado español, un poco por dárnoslas de expertos en Ciencias Sociales y otro poco para diferenciar el Estado español de Francia, Italia y otros Estados por el estilo que no son españoles, territorios en los que la falta de formación en Ciencias Sociales de la ciudadanía hace llorar a las avutardas.
Los que tengáis buena cabeza recordaréis que por aquel entonces el Estado español tenía por presidente a un hombre normal, entendiendo por hombre normal aquel que se acomoda a la norma. Por ejemplo, la norma de sacar billetes en maletines, o la norma de apilar enfermos en los pasillos de los hospitales, o la norma de enterrar a los muertos de la crisis, o la norma de enterrar a los enterrados de la guerra.
Pues bien, aquel hombre normal presidía el Consejo de Ministros del Estado español mientras yo invertía mis ahorros en productivas visitas a mi eficaz y caro psicólogo, y algunos días, días felices en una época feliz –de una felicidad asistida, si queréis, pero felicidad al fin y al cabo– soñaba con el presidente del Gobierno y, cuando esto sucedía, veía a un hombre con mucho sentido común y la agenda muy libre que sabía de fútbol y decía mireusté. Un hombre, en definitiva, rodeado de canallas. Un hombre muy normal rodeado de delincuentes. He ahí –diréis, y no os faltará razón– una visión de pesadilla. Y sin embargo, auxiliado por las excelentes sesiones de mi bien remunerado terapeuta, yo soñaba a pierna suelta. El caso es que un día –debía de ser periodo electoral porque siempre era periodo electoral– el presidente se acercó a mí con el entusiasmo de un boy-scout y me alargó un folleto y yo me sentí como se sintió Diógenes al ser tentado por Alejandro Magno y le pedí amablemente que me dejara en paz, porque estaba muy a gusto en el fuego de campamento de las mayorías sociales y de los todositodas y de las líneas rojas y de las hojas de ruta y de las convergencias y de las transversalidades. Le dije que no me diera la barrila porque yo quería seguir siendo feliz, dilapidando mis ahorros en costosísimas sesiones de psicoterapia y recibiendo en mi rostro la caricia del sol en mitad del ágora de mi felicidad. Y aquel hombre tan normal se alejó por fin, acompañado por una larga comitiva de canallas, y siguió siendo presidente del Gobierno, y yo seguí siendo feliz y –como habréis adivinado si tenéis una cuartillo de la perspicacia de mi compañera de trabajo– el psicólogo acabó millonario.