Revista Cine

Contracultura abortada: Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, Monte Hellman, 1971)

Publicado el 25 enero 2021 por 39escalones

Muscle N Speed: Two Lane Blacktop Review — Muscle-N-Speed

El caso de esta película de Monte Hellman respecto a Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969) puede equipararse al de Río Bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) frente a Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952). Si en este Hawks reaccionó airadamente ante el retrato pusilánime y timorato que el guion de Carl Foreman (a pesar de su intención alegórica) hacía de un sheriff de los Estados Unidos, que rogaba y mendigaba la ayuda de sus convecinos y obtenía el raquítico apoyo de un terceto compuesto por un viejo, un crío y un borracho, y se propuso dar su versión, la “correcta”, adjudicando a John Wayne el papel de agente de la ley más que autosuficiente, respaldado únicamente por un viejo, un crío y un borracho, esta célebre película de Hellman bien puede entenderse como una enmienda a la totalidad a la cinta de Hopper, siendo ambas inequívocas hijas de su tiempo. De este modo, Hellman parte de un planteamiento, una estructura y un esqueleto semejantes a los de la película de Hopper, una road-movie consistente en una ruta Oeste-Este que recorre, por tanto, a la inversa, el trayecto de décadas en torno al que, mitificado por el western, género cinematográfico puramente norteamericano por excelencia, se fue construyendo la identidad estadounidense hasta la llegada al Pacífico y la repoblación bajo la bandera norteamericana de los amplios territorios antes pertenecientes a los nativos, a los españoles o a los mexicanos, pero Hellman lo hace invirtiendo su sentido y su significado, descubriendo el profundo e inmenso vacío subyacente bajo las aparatosas actitudes contestatarias, libertarias y contraculturales de los hipotéticos rebeldes de los sesenta, y su más realista naturaleza de inadaptados, inapetentes y apáticos, resultado de una carencia absoluta de valores y de la ausencia total de mundo interior. No es de extrañar que en su día, cuando los ecos del 68 todavía no se habían apagado del todo y la decepción y el desengaño no habían constituido aún la parte neurálgica de su legado, la película tuviera justamente la repercusión contraria a la de Hopper, que fuera ignorada tanto por las candidaturas a premios como por el público, constituyendo un enorme fracaso comercial.

Así, los personajes carecen de entidad propia, de dimensión, de recovecos emocionales, incluso de nombre. The Driver (“el conductor”) y The Mechanic (“el mecánico”), interpretados ambos por músicos entonces en boga, aunque de estilos muy distintos (James Taylor y Dennis Wilson, de los Beach Boys, respectivamente), son dos pánfilos cuyo único interés en la vida es participar en carreras ilegales de coches. Con este fin recorren el país de parte a parte acudiendo a convocatorias secretas establecidas en distintas ciudades a escondidas de la policía o buscando y aceptando desafíos de los palurdos del Medio Oeste que creen que sus rudimentarios y grandilocuentes deportivos pueden correr más que el Chevrolet del 55 adaptado que ellos conducen. Su vida son esas carreras, ya que no trabajan, no se divierten, no mantienen lazos emocionales con otras personas, comen cuando tienen hambre y beben cuando tienen sed, por pura necesidad, e incluso apenas hablan entre ellos cuando el objeto de la conversación no son motores, bujías, delcos y carburadores. En dos palabras, no viven. Tampoco se rigen por ningún elevado principio ni poseen ninguna convicción sobre el presente ni idea sobre el futuro. Son dos cachos de carne con ojos que carecen de cualquier otra inquietud, iniciativa o interés que no tenga que ver con su Chevy. Al menos hasta que en su vida se cruza otro personaje igual de perdido que ellos y que, por supuesto, también carece de nombre, The Girl (Laurie Bird). Algo se agita, aunque imperceptiblemente, en el interior de The Driver, cuyo equilibrio vital se trastoca ligeramente y, pese a que externamente se comporta como siempre, como si todo le diera igual salvo su coche y las carreras, en realidad busca tender puentes y establecer un vínculo con ella. Así que la incorpora al grupo cuando se cruzan continuamente por la carretera con GTO (Warren Oates) al volante de un deportivo amarillo con quien pactan una carrera a lo largo de todo el país, que debe finalizar en Nueva York. El premio para el ganador: quedarse con el coche del perdedor. Una carrera, por tanto, más fruto del orgullo del “gremio” de los corredores ilegales que de la avaricia por la obtención de un botín económico. GTO es un hombre que ha ido perdiendo paulatinamente su anclaje en una vida normal y se ha convertido también en un nómada de la carretera, vive de un sitio a otro, recorre las carreteras de punta a punta, y su objeto, a diferencia de sus rivales, no es tanto acudir a lugares donde se celebren carreras en las que ganar dinero (cuenta con ahorros y negocios, al parecer, cuantiosos) como no detenerse, estar siempre en ruta, vivir en movimiento continuo. Como dos pistoleros enfrentados que, ante una amenaza mayor, deciden colaborar temporalmente y aplazan dirimir sus diferencias hasta la resolución de los temores más urgentes, The Driver, The Mechanic y GTO se ven obligados a sostenerse y ayudarse durante su viaje, corriendo unos contra otros o suspendiendo la carrera en función de los lugares que atraviesan y de los acontecimientos, sin variación banales, intrascendentes y aburridos que les toca vivir o presenciar, con The Girl como testigo casi mudo y simbólico trofeo que va cambiando de simpatías y de coche a su antojo o al de los participantes en la carrera. No obstante, conforme el recorrido aumenta la competición deja de tener sentido, así como la rivalidad de los corredores e incluso el mismo hecho de que se encuentren en la carretera, quemando gasolina y asfalto, carentes de un hogar, de un sentido de la vida, de referentes, de un futuro.

El minimalismo de los horizontes vitales y de la personalidad de los protagonistas se traslada a la forma: diálogos escasos, entrecortados, de frases solitarias, miradas y asentimientos, con alguna que otra perla de frase para la posteridad (todas de GTO) y un altísimo porcentaje de palabras, dentro del escaso número de estas contenido en el guion, dedicadas a la nada más absoluta. La actitud de los actores acompaña perfectamente este planteamiento: solo parecen cobrar vida dentro o en torno a sus coches; fuera de ellos, en los bares, en los moteles, entre otras personas, son criaturas estáticas, huecas, puros maniquíes de carne y hueso que miran alrededor pero no reparan en nada, nada llama su atención, su curiosidad, nada les motiva ni les genera ningún tipo de sensación ni de emoción. El propio desarrollo del guion contribuye a esta idea, puesto su intencionalidad deliberada parece ser la de que no pase nada, construyendo largas secuencias de ritmo pausado, estático, deliberadamente lento, sin palabras o con el verbo justo, en las que la situación del final no ha variado nada el planteamiento del principio, como si el mero objetivo de la película consistiera en mostrar crudamente la honda vaciedad de la vida de los protagonistas y de quienes comparten su forma de entender el mundo. Se trata, por tanto, de un viaje no-viaje, de personajes que tanto cuando se mueven a grandes velocidades como cuando están quietos no van a ninguna parte. La gran carrera a Nueva York nunca va a llegar, por tanto, a Nueva York, del mismo modo que las carreras ilegales que presenta el argumento nunca se ve cómo y dónde terminan, siempre en la lejanía de las penumbras de la noche, en el rumor lejano de los motores que se apaga en la distancia. No existen secuencias de acción semejantes a persecuciones, vibrantes adelantamientos, curvas peligrosas, arriesgadas maniobras para sortear vehículos de frente. Puede decirse que se trata de una película estática montada en un coche que circula a toda velocidad dando vueltas constantemente sobre sí misma.

¿Cuáles son los atractivos, pues de esta película carente de calor humano, de sustrato narrativo y de evolución dramática, con unos personajes desprovistos de toda naturaleza individual diferenciada, hasta el punto de que se haya convertido en una cinta de culto y uno de los más señeros y representativos títulos de su tiempo, el nacimiento del Nuevo Hollywood? Sin duda, son dos, su carácter simbólico y su manera de atrapar la realidad del Medio Oeste norteamericano de 1971 como, en cierto modo, forma de captar la pulsión de la América de 1971. Se trata, como se ha dicho, de representar la idea de que la vuelta a los orígenes, a una refundación, replegándose desde donde terminaron los Estados Unidos hacia donde empezaron, esa supuesta voluntad de regeneración surgida de las distintas revoluciones (civiles, sexuales, musicales, etc.) de los sesenta y de la crisis de la guerra de Vietnam, no necesariamente había de conducir a alguna parte, y de resaltar, mediante la elipsis, aquello que se había perdido por el camino, tal vez algo parecido a una conciencia, quizá el alma. Eso que se pierde cuando The Girl, hasta el gorro de los niñatos del Chevrolet y del pesado del Pontiac amarillo, decide largarse con un motorista dejando todo atrás, incluso el petate con sus cosas, abandonando así a los tres hombres plantados, dependientes los unos de los otros, desvalidos, solos. El gran personaje, por tanto, son tal vez los mismos Estados Unidos a través de las imágenes que refleja la estupenda fotografía de Jack Deerson, esas praderas interminables, esos pueblos mugrientos en medio de ninguna parte, las cafeterías, las gasolineras, las tiendas abiertas 24 horas, los talleres y comercios de piezas y material para el automóvil.

Carretera asfaltada en dos direcciones puede ser justamente eso, el retrato metafórico del país del automóvil, como eran entonces los Estados Unidos, que, consciente de su realidad y de su rodaje, de los kilómetros acumulados y del desgaste de su motor y de sus llantas, termina por desembocar en una encrucijada, la de los primeros años setenta (o la de hoy, justo al liquidar la nefasta administración de Trump), ante un acertijo en forma de carreteras de sentidos opuestos, a la búsqueda del destino no de un individuo concreto, sino de su sentido como comunidad, como nación. Ese instante en que el vehículo se detiene en el Stop, ese breve momento para la reflexión, el titubeo y la incertidumbre, prolongado en un largometraje que refleja plásticamente un sostenido interrogante: ¿y ahora qué?


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