Han bastado dos fines de semana para conocer cómo la vida espera que la vivamos. Dos fines de semana donde no hay tiempo para las cosas personales. Dos fines de semana donde no hay lugar al descanso e incluso a dejarse llevar por la pereza. Han bastado dos fines de semana para despertar, para ver con otros ojos; dos fines de semana conviviendo con la vida desde su más pura esencia: el latir del corazón de las personas que la forman.
¿Qué hay más valioso que ese latido? ¿Qué puede preocupar más que la vida que alberga ese latido? ¿Qué importa lo demás mientras ese latido nos conmueva? No podemos quedarnos pasivos ante ese latido tan familiar, tan igual al nuestro; no podemos mirar hacia otro lado cuando ese latido nos interpela; no podemos hacer como si no lo hubiéramos escuchado; no podemos siquiera olvidarlo una vez escuchado pues permanece en nuestra mente; no podemos acallar nuestra conciencia con el pensamiento de que otros también lo habrán escuchado; no podemos quedarnos sordos voluntariamente; no podemos atrofiar nuestro oído con la indiferencia. Al final, no podemos permitir que ese latido muera.
La realidad es tan variada y por ello tan atractiva. La vida tiene color y nosotros nos empeñamos en oscurecerla cada vez que no queremos vivir, cada vez que nos convertimos en el centro de atención, cada vez que no valoramos un gesto desinteresado, cada vez que no vemos más allá de nuestros pasos, cada vez que no pensamos en ese latido ajeno pero tan cercano, cada vez que nos valemos por nosotros mismos pase lo que pase y cueste lo que cueste, cada vez que no vemos las puertas abiertas en frente de nosotros, cada vez que las cerramos de golpe. La vida es atractiva por los latidos que hay en ella, tan familiares pero tan distintos unos de otros. La vida es atractiva por los latidos que animan a acelerar o aminorar el paso. La vida es atractiva por los latidos que llaman a caminar juntos e ir descubriendo el camino. La vida es atractiva por los latidos que hablan de la misma vida. La vida es atractiva por los latidos que sonríen a la realidad que se les pone delante. La vida es atractiva por los latidos que con su ritmo armónico bailan entre los entresijos de aquélla.
¿Convivir con la vida? Sí, ir de la mano de la vida misma. ¿Tan difícil es? No. Estar dispuestos a enrolarse con ella sin poner impedimentos, sin construir muros, sin imponer barreras. Estar por la labor de aparcar el yo para ir con un nosotros a vivir. No hay nada más bonito y enriquecedor que dejarse sorprender por la vida cuando has decidido vivirla desde esa perspectiva sin perder la propia personalidad. Aparcar el yo no significa anularse sino dejar paso a ese nosotros que nos completa, que nos abre un horizonte nuevo, que nos purifica interiormente, que nos desvela el sentido del vivir: amar. Es una paradoja. Dicen que primero se tiene que empezar por uno mismo para poder dar aquello que se tiene, pues uno no puede dar aquello que no posee. Pero, dando, dejando paso a un nosotros, acontece un milagro, una obra misteriosa que logra llenar tanto a uno mismo como a los que reciben nuestra atención. Todos, cada uno de nosotros, en el estado que esté, puede dar si está abierto, si deja aparcado su yo y está dispuesto a que entre la vida en sus venas. Si se compromete a vivir.
Dos fines de semana. Dos realidades distintas pero con una misma base: morir al yo. De la forma más natural que se puede dar: dejando que la vida pase y viviéndola. Aprender a convivir con la vida significa, simplemente, vivirla desde tu sitio. Elegir. Convivir significa elegir. Cada día presenta situaciones donde madurar eligiendo. ¿Es difícil elegir? No. Si sabes lo que buscas. si conoces el camino, si estás en camino siempre, elegir no crea inquietud, no está bañado en miedos. ¡Qué importante es conocerse! ¡Qué valor tiene el convivir con la vida! Se pisa con seguridad aun no tener todo asegurado; se pisa con alegría aun no tener las heridas curadas; se pisa con esperanza aun sin divisar el horizonte; se pisa con amor aun no tener el corazón purificado.
¿Tener miedo a morir? Cuando no se ha convivido con la vida hasta ese extremo, claro. Pero, al enrolarse con la vida desde la propia vida, dejando paso a ese nosotros, conociéndose; no hay por qué tenerlo ni sentirlo. La propia vida te confirma, se impone para revelarte lo más importante. Amar. Conmigo lo ha hecho en esos dos fines de semana. Lo hizo a través de una canción en el momento de ir a comulgar; en el ir al encuentro de una persona que se había perdido en el camino; en unas palabras que leía ayer en Internet gracias a un amigo; en un abrir la puerta a una persona necesitada; en una conversación con amigos que miran con esperanza la vida; en un encuentro con personas tan dispares pero que juntas hicimos algo bonito. Lo hace cada vez que elijo convivir, elegir lo que se me presenta en mi vida y en donde dejo aparcado mi yo para ir al encuentro del nosotros. Me confirma el valor de amar porque me llena de amor en todas esas acciones. Y sí, es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz. De eso no tengo la menor duda, si no, sería la primera que estaría por los suelos, deprimida, llena de arrogancia, de ira, de desagradecimiento. ¡Convivir con la vida es la llave a la Vida!